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La cultura ya no es innovadora. ¿Por qué?
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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La cultura ya no es innovadora. ¿Por qué?

Nuestra época es la menos innovadora culturalmente de los últimos cinco siglos, según el 'New York Times'. Y la tecnología es una de las causas de esa transformación

Foto: Exposición de Monet en Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)
Exposición de Monet en Madrid. (EFE/Rodrigo Jiménez)

La cultura actual parece dominada por el revival. Según los consejeros delegados de las grandes discográficas Universal y Warner, cada día se suben a las plataformas de streaming unas 100.000 canciones nuevas, pero un 70% de la música que se consume en ellas es viejo. En Madrid, buena parte de las exposiciones más exitosas, como las actuales dedicadas a Sorolla y Manet, son de artistas de hace décadas o siglos; la gran apuesta del Museo Reina Sofía para el invierno es nada menos que una revisión de la obra del joven Picasso. Las cinco películas más vistas en todo el mundo del año pasado (Avatar, Top Gun, Jurassic World, Doctor Strange y Minions) pertenecían a sagas con décadas de antigüedad. El fenómeno literario de este mes es la aparición de la última novela de Mario Vargas Llosa, que tiene 87 años.

Nada de esto es necesariamente malo. Si lo viejo es placentero, instructivo o simplemente divertido, ¿por qué iba a ser peor que lo nuevo? Pero lo cierto es que, hasta hace no mucho, la cultura estaba estrechamente asociada a la idea de innovación. Hace por lo menos 200 años que adjetivos como novedoso, rompedor o revolucionario se asocian a la calidad de los productos culturales. Y la cultura se considera muchas veces un testimonio indirecto de las transformaciones morales, económicas y políticas que experimentan las sociedades. Si nuestro tiempo, aparentemente, cambia tan rápido, ¿por qué, aunque sigan existiendo creadores innovadores y arriesgados, nuestra cultura parece irremediablemente vinculada a autores, personajes y formas del pasado?

placeholder Tom Cruise, en una imagen de 'Top Gun: Maverick'. (Paramount)
Tom Cruise, en una imagen de 'Top Gun: Maverick'. (Paramount)

Esta era la pregunta que formulaba, hace un par de semanas, un artículo publicado en la New York Times Magazine que levantó un notable revuelo dentro de la pequeña comunidad de artistas y escritores. Se titulaba “Por qué la cultura ha dejado de avanzar” y afirmaba de manera un tanto temeraria que nuestra época es la menos innovadora culturalmente de los últimos cinco siglos. El artículo estaba lleno de afirmaciones discutibles y contenía algunas extravagancias. Pero también apuntaba algunas ideas interesantes.

Atrapados por la tecnología

“Hoy, la cultura sigue siendo capaz de producir de manera incesante, pero es mucho menos capaz de cambiar”, decía el autor, el crítico de arte Jason Farago. Casi todas las disciplinas parecen reproducir una y otra vez lo mismo, decía, como si no pasara el tiempo. El diseño que pasa por contemporáneo en realidad es casi siempre una copia de la Bauhaus de los años veinte o del Milán de los setenta. Si uno escucha música pop de décadas pasadas, percibe rápidamente que cada una de ellas era singular, que las transformaciones estilísticas eran rápidas y reflejaban su época, pero si hoy escucháramos a Harry Styles o Dua Lipa sin saber quiénes son o qué edad tienen, tendríamos problemas para ubicarlos en un momento concreto: podrían ser de ayer o de hace 30 años. La ropa parece condenada también a repetirse y volverse atemporal: uno puede llevar vaqueros anchos de cintura alta como los de los noventa o pitillos como los de los dos mil, y ninguno de los dos parece ni particularmente actual ni tampoco pasado de moda. Quizá si quisiéramos encontrar un emblema estético que se identificara perfectamente con nuestra era escogeríamos un móvil de última generación. Pero, como dice Farago, ni siquiera el diseño exterior de los iPhone ha cambiado tanto en los últimos 10 años.

placeholder Dua Lipa, en un concierto en Tirana en noviembre de 2022. (Reuters/Florion Goga)
Dua Lipa, en un concierto en Tirana en noviembre de 2022. (Reuters/Florion Goga)

La tecnología es precisamente una de las cosas a las que Farago atribuye el estancamiento de nuestra cultura. Por un lado, afirma que la tecnología de nuestra era no ha tenido el impacto social que tuvieron en el pasado siglo la acumulación de innovaciones como la luz eléctrica, los coches o la televisión, que generaron un entusiasmo enorme por lo novedoso. Y señala también que los algoritmos de recomendación no premian las innovaciones y que el exceso de información de internet hace difícil valorar lo realmente nuevo. Pero, a mi modo de ver, hay algo más. La tecnología ha cambiado completamente los incentivos para la gente creativa: si usted fuera un adolescente con una gran inventiva y pasión por la exploración, ¿las dedicaría a la pintura o la poesía, o más bien al código, las apps y el marketing digital?

Ante la incapacidad de la cultura de innovar, esta ha decidido convertirse en una forma de consuelo para nuestras vidas

La propuesta más brillante del artículo, sin embargo, es que ante la incapacidad de la cultura de innovar, esta ha decidido convertirse en una forma de consuelo para nuestras vidas. Hoy vemos todos los días novelas que intentan reconfortarnos ante los dramas cotidianos y películas que exhiben el malestar de algunas comunidades tradicionalmente marginadas. Pero también en un mero soporte para la propaganda política: si no sabes en qué dirección podría evolucionar formalmente el arte, ¿por qué no conformarse con plantar un árbol contra el cambio climático y decir que es una escultura? ¿Qué cosa positiva puedes decir de una película anodina como la nueva versión de La sirenita excepto que su protagonista es por primera vez negra?

No una exploración, sino un refugio

Esas no son las únicas razones de la falta de innovación cultural en la que vivimos. Quizá nos hemos vuelto más perezosos ante las obras complicadas porque se ha acabado el aura de respetabilidad que tenían las cosas que pasaban por sofisticadas, pero en realidad eran incomprensibles. Quizás en un entorno que premia lo omnívoro —nos puede gustar tanto un bestseller como una obra de teatro vanguardista; una peli de Bergman como una de superhéroes; un mueble de Ikea como una pequeña antigüedad— existen menos incentivos comerciales para asumir grandes riesgos. Quizá vemos tantos peligros en el futuro que preferimos la seguridad que nos ofrecen los productos culturales basados en el pasado. ¿O es que tienen razón los agoreros y una educación demasiado pragmática y enfocada al empleo nos ha quitado el gusto por la osadía cultural?

Sea como sea, es cierto: aunque haya artistas innovadores, vivimos una era que parece condenada a los revivals y al regreso constante a territorios ya conocidos. Parece una mezcla de nostalgia y de genuina incapacidad. Quizá la idea de que la cultura deba ser siempre cambiante y osada haya quedado desfasada. Pero es raro, y quizás indicativo de algo más profundo: en un tiempo en que se venera tanto la innovación en otros campos, la cultura ha dejado de ser un territorio que explorar y se ha convertido en un refugio en el que sentirse como en casa.

La cultura actual parece dominada por el revival. Según los consejeros delegados de las grandes discográficas Universal y Warner, cada día se suben a las plataformas de streaming unas 100.000 canciones nuevas, pero un 70% de la música que se consume en ellas es viejo. En Madrid, buena parte de las exposiciones más exitosas, como las actuales dedicadas a Sorolla y Manet, son de artistas de hace décadas o siglos; la gran apuesta del Museo Reina Sofía para el invierno es nada menos que una revisión de la obra del joven Picasso. Las cinco películas más vistas en todo el mundo del año pasado (Avatar, Top Gun, Jurassic World, Doctor Strange y Minions) pertenecían a sagas con décadas de antigüedad. El fenómeno literario de este mes es la aparición de la última novela de Mario Vargas Llosa, que tiene 87 años.

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