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Las políticas culturales de la nueva izquierda son puro elitismo
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Las políticas culturales de la nueva izquierda son puro elitismo

Esta nueva generación cultural no ha acabado con él, sino que se ha limitado a transformarlo en su propio beneficio

Foto: El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, interviene durante una sesión de control al Gobierno. (Europa Press/Eduardo Parra)
El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, interviene durante una sesión de control al Gobierno. (Europa Press/Eduardo Parra)

Desde que Pedro Sánchez es presidente de España, ha habido cinco ministros de Cultura. Máximo Huerta era un novelista y presentador de televisión sin ninguna experiencia en el sector. José Guirao era un experimentado y respetado gestor cultural. Y José Manuel Rodríguez Uribes y Miquel Iceta eran dos anodinos hombres de partido sin ninguna relación especial con la cultura ni con su industria. Pero al fin, con Ernest Urtasun, que acaba de cumplir cien días en el cargo, disponemos de lo que el momento requiere: un ideólogo de izquierdas.

En su toma de posesión, Urtasun habló desdeñosamente de quienes practican la guerra cultural, pero no están interesados en la cultura. Sin embargo, desde que llegó al Ministerio ha desplegado la retórica, y las prácticas, de la guerra cultural. En parte por ello, y a pesar de reiterar que ve la cultura en términos de derechos e inclusividad, está consiguiendo lo contrario de lo que dice pretender el progresismo: que el discurso cultural oficial español sea profundamente elitista y expulse de él, inevitablemente, a muchas personas.

No es un problema solo de Urtasun, sino de buena parte de las nuevas élites culturales de izquierdas. El director del Museo Reina Sofía, Manuel Segade, por ejemplo, ha criticado que los museos sean reacios al arte popular, pero ha afirmado que su “definición del arte contemporáneo se sustenta en la interseccionalidad, el género y la etnicidad”; de los tres conceptos, por lo menos dos son incomprensibles para quienes no estén familiarizados con la nomenclatura de los estudios culturales.

Desde que Ernest Urtasun llegó al Ministerio de Cultura ha desplegado la retórica, y las prácticas, de la guerra cultural

El Círculo de Bellas Artes acaba de publicar un libro sobre Pier Paolo Pasolini, el escritor italiano que mostró un genuino interés por las clases trabajadoras; uno de sus capítulos aborda la cultura de las periferias urbanas, que también exploró Pasolini, pero las describe con una fórmula cuya comprensión requiere un doctorado: la periferia “no sería un sujeto político preexistente, sino que se constituye en la propia práctica política al cuestionar precisamente la asignación de partes y desidentificarse con la (no) parte que le corresponde”. Sería divertido ir a la periferia para explicar a sus habitantes que se están desidentificando.

Una pregunta, malas respuestas

Llevamos años haciéndonos una pregunta importante: ¿cómo hacer que la cultura llegue a más personas, cuente historias de más gente, y sirva como un mecanismo eficaz para entender mejor el mundo? La respuesta de esta nueva élite no ha servido para incluir a los perdedores del sistema económico y educativo. Pese a su aparente empatía por la parte más perjudicada por las “desigualdades sociales”, como ha dicho Urtasun, esta élite desdeña las muestras de interés popular por la cultura, como la asistencia masiva a los museos, que en ocasiones considera una simple muestra de “turistificación”.

placeholder Taylor Swift en los MTV Video Music Awards  de 2015. (Getty/Frazer Harrison)
Taylor Swift en los MTV Video Music Awards de 2015. (Getty/Frazer Harrison)

En otros ámbitos, ha creído que había que arrinconar a la cultura “no transformadora” aleccionando con moralismo a quienes la practican o la consumen. O ha intentado intelectualizar absurdamente placeres inocuos como la música popular o el cine de consumo: “Lali Espósito, Taylor Swift y Anitta, iconos de la resistencia ante el avance de la ultraderecha”, decía eldiario.es la semana pasada. Ha conseguido convertir su radicalismo conceptual en una nueva forma de elitismo burgués, con la salvedad de que este consagra la multirracialidad y el feminismo.

El paternalismo en las políticas culturales no es una novedad, por supuesto. Y algunas de las cosas que reivindica la izquierda son juiciosas: no me encanta el término “descolonizar”, pero me parece bien que los museos expliquen el contexto político y cultural en el que se produjeron o se obtuvieron las obras que alberga, que corrijan los abusos del pasado, y que asumamos que en la cultura siempre intervienen dinámicas vinculadas a la clase social y el poder. Pero esta nueva generación cultural no ha acabado con el elitismo, sino que se ha limitado a transformarlo en su propio beneficio. No ha sabido generar políticas o ideas con el potencial de atraer a quienes no son insiders y ha desvinculado la “alta” cultura del puro hedonismo, que es uno de sus componentes principales. Hoy parecería que una exposición es mejor, y más comprometida, cuanto menos intuitiva y sexy es. Es cultura para gente que trabaja en el sector de la cultura.

Estos errores no son nuevos. En los años sesenta, buena parte de la cultura se sumió también en la oscuridad conceptual

Estos errores no son nuevos. En los años sesenta, buena parte de la cultura se sumió también en la oscuridad conceptual, arrojó una duda constante sobre todo lo antiguo y clásico y, al pretender salvar a las clases populares de su alienación, las perdió para siempre. Hoy, curiosamente, eso no se está produciendo en el mundo alternativo, en los márgenes de la respetabilidad intelectual, y por medio del influjo de profesores rebeldes y libros provocadores, sino en las instituciones culturales públicas, y por medio de una poderosa burocracia que maneja el mayor presupuesto cultural y educativo del país.

Es elocuente que después de varios intentos fallidos —ningún ministro de Cultura de las tres últimas legislaturas ha cumplido dos años y medio en el cargo— la izquierda haya decidido al fin que Urtasun tiene el perfil que se espera de un ministro de Cultura: el de un adicto a las guerras culturales. El problema, como digo, es que su programa fracasará como, en general, han fracasado los objetivos de inclusividad de esta peculiar izquierda, que por lo general solo ha conseguido sustituir el viejo elitismo cultural por uno nuevo.

Desde que Pedro Sánchez es presidente de España, ha habido cinco ministros de Cultura. Máximo Huerta era un novelista y presentador de televisión sin ninguna experiencia en el sector. José Guirao era un experimentado y respetado gestor cultural. Y José Manuel Rodríguez Uribes y Miquel Iceta eran dos anodinos hombres de partido sin ninguna relación especial con la cultura ni con su industria. Pero al fin, con Ernest Urtasun, que acaba de cumplir cien días en el cargo, disponemos de lo que el momento requiere: un ideólogo de izquierdas.

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