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Ya no existe el Premio Nacional a los toros. Ahora, eliminemos todos los demás
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Ya no existe el Premio Nacional a los toros. Ahora, eliminemos todos los demás

Solo sirven para agasajar a las élites intelectuales, para que el Estado presuma de que se preocupa por la cultura y para la tarea, muy discutible, de señalar que prefiere unos libros sobre otros

Foto: Los Reyes y el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, el pasado 3 de abril durante la entrega en Cádiz de las Medallas de Oro al Mérito en las Bellas Artes 2022. (Europa Press/Francisco J. Olmo)
Los Reyes y el ministro de Cultura, Ernest Urtasun, el pasado 3 de abril durante la entrega en Cádiz de las Medallas de Oro al Mérito en las Bellas Artes 2022. (Europa Press/Francisco J. Olmo)
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El jueves pasado, el Ministerio de Cultura anunció la eliminación del Premio Nacional de Tauromaquia. Hay razones para detestar el toreo, pero el ministro Urtasun y el Gobierno llevan a cabo acciones como esta, sobre todo, para generar polarización. Ahora bien, me parece un buen comienzo. Lo siguiente que deberían hacer es eliminar todos los demás Premios Nacionales que otorga el ministerio.

Si no me he descontado, son 29. La mayoría de ellos están vinculados al libro: a una trayectoria literaria, a una novela, a un poeta joven y a un poeta no joven, a un traductor por toda su obra y a un traductor por una obra concreta, al periodismo cultural y, así, hasta quince. Luego hay uno de música, pero también uno diferenciado de músicas actuales; hay uno de literatura dramática en el apartado literario, pero también uno de teatro para autores noveles en el de artes escénicas; también hay a la televisión y al circo.

No me preocupa demasiado la jerarquía cultural clásica: me parecen cultura el diseño de moda (también tiene premio) y el cómic (ídem). Ni siquiera me preocupa demasiado el dinero que se gasta en ello: es muy poco en proporción con el presupuesto del ministerio y de todo el Gobierno. Lo que me preocupa bastante más es la mentalidad que lleva a pensar —a este Gobierno y a todos los anteriores por igual— que uno de los papeles de los dirigentes de un Estado consiste en dar premios. Que el Estado es un crítico literario o teatral.

Una manera de otorgar estatus

En España llama la atención la cantidad de premios privados que existen para lo poco que se lee. Casi todas las editoriales literarias tienen uno; el Premio Planeta, además, concede la mayor dotación del mundo por detrás de solo otro, el Poeta del Millón, concedido en Abu Dabi. Los tienen los gremios y las ferias vinculados al sector. Los conceden una respetable marca de moda de lujo y una estupenda denominación de origen de vino. Algunos los patrocinan bancos. Son tantos, que los currículums de los autores, en ocasiones, son una mera enumeración de los premios que han recibido: el Tigre Juan, el Jaén, el Ribera del Duero, el Torrente Ballester, el Ojo Crítico o el Café Gijón. Probablemente, en el cine haya menos. Pero un espectador medio debe ser incapaz de saber quién concede o qué significan un Goya, un Feroz, un Gaudí, un Forqué o un Segundo de Chomón.

Foto: El ministro de Cultura, Ernest Urtasun, en la clausura el pasado 25 de abril de la XXVIII Lectura Continuada de El Quijote en el Círculo de Bellas Artes. Eduardo Parra / Europa Press Opinión

No tengo nada en contra de quien concede premios, ni contra quien se presenta a ellos (seguramente yo lo haría si existieran en el género que escribo) o los recibe. En el ecosistema cultural español, muchas veces un premio es la única manera de ganar un poco de dinero extra o de adquirir una cierta notoriedad, aunque en la mayoría de casos diría que esto tampoco se consigue. Y debe generar una legítima satisfacción. Pero no es un indicador particularmente fiable de la calidad de una obra.

Y menos fiables aún son los premios que concede el Estado. Y son también incontables: además de los 29 nacionales del Ministerio de Cultura, los conceden prácticamente todos los niveles administrativos del Estado: otros ministerios, las comunidades autónomas, las provincias, muchas diputaciones e incontables ayuntamientos. Incluso cuando quieren ser imparciales, estas administraciones públicas lo tienen difícil: la composición del jurado, que en el caso de los premios nacionales de Cultura responde a un alambicado equilibrio establecido de antemano, ya es de por sí una forma de sesgo. Y después, aunque ningún político intervenga en las deliberaciones (en una ocasión yo fui jurado del premio Ciutat de Barcelona y nadie pretendió influir en mí), con frecuencia acaba siendo un acto de reconocimiento a autores y temas afines ideológicamente a la institución.

Con frecuencia un premio acaba siendo un acto de reconocimiento a autores y temas afines ideológicamente a la institución

Pero lo peor ni siquiera es eso. Los premios privados pueden servir para lo que quieran quienes los conceden: pueden ser para ganar dinero como el Planeta o para perderlo dando prestigio a la marca patrocinadora o un autor que lo merece. Pero los que concede el Estado, y singularmente el Ministerio de Cultura, no sirven para lo que legítimamente deberían servir: para que la población tenga un acceso más fácil a la cultura, para que le resulte más sencillo formarse o satisfacer su curiosidad intelectual o, simplemente, poder gozar de la cultura sin pagar el precio que tendría en el mercado. Ni siquiera sirven para dar a conocer las obras: revisando el historial reciente de los premios, me he dado cuenta de que la mayoría siguieron siendo casi secretas.

Los premios nacionales solo sirven para agasajar a las élites intelectuales o a quienes aspiran a formar parte de ellas. Solo sirven para que el Estado pueda presumir de que se preocupa por la cultura. Solo sirven para que el ministro —el actual y los anteriores— pueda hacerse fotografías. Solo sirven para la tarea, muy discutible, de señalar que el Estado prefiere unos libros sobre otros.

El Estado no es un buen crítico literario o de moda. Ni debería serlo. No debería exaltar de manera explícita una obra ante otra. Debería ser neutral y solo debería asegurarse de que todo español que quiera ser culto pueda serlo. No dudo de la ilusión que sienten los autores, ni de la legítima satisfacción de lograr un premio, ni de la calidad de muchos de los premiados. Pero, ya que hemos quitado el premio nacional de tauromaquia por razones políticas, ahora podríamos seguir con los demás por razones éticas.

El jueves pasado, el Ministerio de Cultura anunció la eliminación del Premio Nacional de Tauromaquia. Hay razones para detestar el toreo, pero el ministro Urtasun y el Gobierno llevan a cabo acciones como esta, sobre todo, para generar polarización. Ahora bien, me parece un buen comienzo. Lo siguiente que deberían hacer es eliminar todos los demás Premios Nacionales que otorga el ministerio.

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