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Los sesudos profesores de hace un siglo que aún inspiran a la nueva izquierda
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Los sesudos profesores de hace un siglo que aún inspiran a la nueva izquierda

Los miembros de la Escuela de Fráncfort llevaron hasta tales extremos sus ideas marxistas que, de creerles, pensaríamos que la vida es invivible y que todos, menos un puñado de capitalistas, vivimos bajo la bota del fascismo

Foto: El filósofo y sociólogo Herbert Marcuse, en el centro, durante una mesa redonda en la Universidad Libre de Berlín en 1967. (Getty/Ullstein Bild/Jung)
El filósofo y sociólogo Herbert Marcuse, en el centro, durante una mesa redonda en la Universidad Libre de Berlín en 1967. (Getty/Ullstein Bild/Jung)

La nueva izquierda parece haber introducido en la política novedosas formas de radicalismo. La idea de que los defensores del capitalismo son, en realidad, partidarios del fascismo. La lucha contra la opresión sexual. La denuncia de la familia como una dictadura patriarcal. El descontento porque la tecnología nos están convirtiendo en meros siervos del capital.

Sin embargo, todas estas nociones, y muchas otras, tienen ya alrededor de un siglo de antigüedad. La mayoría de ellas las creó un pequeño grupo de sesudos hombres alemanes. En sus arduos libros, mezclaban las citas sobre la lucha de clases con la apelación al psicoanálisis de Freud, y la mayoría no pasaron de grises profesores a los que casi nadie conocía fuera de las facultades de filosofía y sociología. Pero tuvieron un enorme éxito póstumo que dura hasta hoy. Encarnaron una mezcla insuperable de perspicacia y chifladura.

Los principales autores de esta escuela fueron Max Horkheimer, Theodor Adorno, Herbert Marcuse —que sí fue famoso en su época gracias a la enorme influencia que tuvo en los hippies y los protagonistas del 68— y Erich Fromm —que hoy es más conocido por su obra de autoayuda—. Todos ellos, y otros que han quedado olvidados, trabajaron en un innovador instituto creado hace poco más de cien años y que hoy conocemos como 'Escuela de Fráncfort'. Como cuenta un libro muy útil y didáctico del profesor italiano Giuseppe Bedeschi recién traducido por la editorial Alianza, La Escuela de Fráncfort. Una introducción, fue “el primer organismo universitario alemán […] formado íntegramente por marxistas”. Todos ellos, dice Bedeschi, estaban “científicamente convencidos” de que había llegado “el momento de la transición del capitalismo al socialismo”. Sin embargo, no eran simples y tradicionales marxistas. Creían que, para entender cómo funcionaba el capitalismo, había que buscar más allá de las ideas económicas de Marx. Había que estudiar el arte, la manera en que funcionaba la familia, cómo era la psicología de los trabajadores, incluso cuáles eran sus anhelos eróticos.

Sus miembros creían que la revolución rusa había sido un fracaso porque el comunismo soviético era tan opresor como el capitalismo. Vieron llegar el nazismo y la mayoría de ellos huyeron a Estados Unidos, donde la universidad de Columbia de Nueva York, cuenta el libro, puso a su disposición un edificio, plazas de profesor y recursos para que siguieran sus estudios. La gran sorpresa es que, una vez llegados a la meca del capitalismo, sintieron que en realidad la sociedad libre y opulenta no era tan distinta del comunismo, el fascismo italiano o el nazismo. Todo era lo mismo: una máquina de represión de lo más humano que llevamos dentro. No era solo una conclusión excéntrica. Sino un disparate. Pero sus explicaciones tuvieron mucho éxito en los años sesenta, y han resurgido con el auge de la nueva izquierda en la última década.

placeholder Portada de 'La Escuela de Frankfurt: Una introducción', de Giuseppe Bedeschi.
Portada de 'La Escuela de Frankfurt: Una introducción', de Giuseppe Bedeschi.

Como explica Bedeschi, según ellos, el “nazifascismo”, era el “hijo legítimo” del capitalismo. Este no era un sistema de libre competencia, sino que se había convertido en un “capitalismo de Estado” en el que ya apenas existían pequeñas empresas, sino solo grandes conglomerados, monopolios y multinacionales que gozaban de la protección de los gobiernos. La única manera de sostener ese sistema, decían, era el autoritarismo. Por un lado, el uso “de los tribunales, de la policía [y] del ejército” contra las clases bajas. Pero también formas de dominio más difíciles de ver. El gran mérito de las clases altas era que conseguían que esta opresión —transmitida por la autoridad paterna, la literatura, la cultura popular, las convenciones sociales o el consumo— la interiorizaran los trabajadores, que la reproducían de tal modo que la revolución se volvía imposible. Lo mismo pasaba con la tecnología: quien la utiliza para trabajar puede sentirse “perfectamente a gusto” con ella, pero “las relaciones entre los hombres están cada vez más mediadas por el proceso mecánico”; es decir, por los dueños de la tecnología. Sin embargo, aceptamos de buen grado su dominio porque nos parece que sería reaccionario o insensato oponerse a ella.

El subtítulo Una introducción del libro es un tanto engañoso. Se trata de un estudio corto, pero sistemático, y que a veces requiere conocimientos previos, de un pensamiento que era complejísimo. Pero es extraordinariamente útil para entender los orígenes de un pensamiento que hoy, casi siempre, nos llega triturado y simplificado por políticos y comentaristas.

Lo mejor del libro, y de la Escuela de Fráncfort en general, es que, aunque uno sienta una fuerte discrepancia con estos viejos marxistas, casi siempre se advierte un destello de verdad en sus ideas. Pero ellos las llevaron hasta tales extremos que, de creerles, pensaríamos que la vida es invivible y que todos, menos un puñado de capitalistas, vivimos bajo la bota del fascismo. Además, quedaron atrapados en sus propias contradicciones como pensadores en el mundo libre. Cuando, en 1968, un puñado de jóvenes estudiantes revolucionarios ocuparon el despacho universitario de Adorno, creyendo que este solidarizaría de su lucha contra el autoritarismo, el viejo profesor llamó a la policía para que les echara. Él y sus colegas solo habían escrito teorías, no un manual para hacer la revolución, explicó a los alumnos insubordinados. Estos se quedaron perplejos y se sintieron traicionados. A muchos, lógicamente, les ha pasado lo mismo con la nueva izquierda.

La nueva izquierda parece haber introducido en la política novedosas formas de radicalismo. La idea de que los defensores del capitalismo son, en realidad, partidarios del fascismo. La lucha contra la opresión sexual. La denuncia de la familia como una dictadura patriarcal. El descontento porque la tecnología nos están convirtiendo en meros siervos del capital.

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