El erizo y el zorro
Por
La serie que mejor nos mintió sobre la política cumple 25 años
'El ala oeste de la Casa Blanca' buscaba ennoblecer la política. Pero nos engañó por completo: la política real es, casi siempre, lo contrario de lo que veíamos en la serie
El presidente de Estados Unidos era un economista que había recibido el Premio Nobel por sus estudios sobre la macroeconomía de los países en desarrollo, y era carismático, decente e ingenioso. Su equipo de colaboradores más cercanos estaba formado por gente culta, obsesionada por la democracia y la justicia, proclive a enzarzarse en discusiones sobre filosofía política y con un dominio de la retórica ciceroniano. Todos eran firmemente progresistas, pero se dejaban convencer por los buenos argumentos conservadores; de hecho, fichaban a rivales para que trabajaran en el Gobierno.
Eran los protagonistas de El ala Oeste de la Casa Blanca, que se estrenó hace veinticinco años. La serie era brillante y adictiva, e hizo que muchos nos enamoráramos un poco más de la política y nos preguntáramos si no querríamos trabajar en ella. Pasado este tiempo sabemos que, por persuasiva y seductora que fuera, nos engañó por completo: la política real es, casi siempre, lo contrario de lo que veíamos en la serie.
Aaron Sorkin fue su creador y guionista principal. Y su intención era, precisamente, ennoblecer la política. “En la cultura popular, nuestros líderes electos aparecen como maquiavélicos o bobos”, ha dicho en una de las entrevistas que ha concedido para celebrar el aniversario. “Yo pensé: ‘¿Y si hubiera una serie sobre nuestros líderes en los que esa gente fuera tan competente, y estuviera tan entregada, como los médicos y las enfermeras en una serie de hospitales o los policías en una serie de polis?”
Consiguió lo que se proponía. En los más de 150 episodios de la serie, que se emitió entre 1999 y 2006, la política parecía una cuestión de principios. Los protagonistas tenían debilidades. El presidente Josiah Bartlet, por ejemplo, era en ocasiones arrogante, e incluso ocultaba una enfermedad para no tener que renunciar al poder; su director de comunicación, Toby Ziegler, un atribulado judío que sentía reverencia por el poder de la Casa Blanca, le reprochaba en ocasiones no comportarse de acuerdo con sus propios estándares éticos. A pesar de todo, en la serie los políticos parecían honestos; gente con visiones de la vida y la sociedad contradictorias, que defendían lo que creían y peleaban con dureza pero casi siempre con elegancia.
Formalmente, en la serie destacaba un recurso: los protagonistas hablaban y hablaban mientras recorrían los largos y enrevesados pasillos de los edificios gubernamentales. La política se hacía, básicamente, con palabras. Yo mismo, tras ver cómo Toby y su segundo, Sam Seaborn (el guapo Rob Lowe), escribían los discursos para el presidente, decidí que cuando fuera mayor me dedicaría a eso mismo. Cuando conseguí hacerlo me llevé una decepción. En primer lugar, por supuesto, porque no escribía para el presidente de Estados Unidos, sino para un pequeño cargo de la política autonómica catalana. Y también porque vi que, en esencia, la política real consistía en evitar los dilemas morales y reafirmar siempre que eras mejor que tus rivales.
Es el poder, no las ideas
Porque el centro de la política real es el poder, no las ideas. La serie no eludía la representación de la autoridad, las campañas electorales o el odio entre los adversarios políticos, pero el núcleo de la acción eran las dudas éticas sobre cuáles eran las decisiones correctas. En una de las series que hizo posteriormente, The Newsroom (La redacción), Sorkin trasladó ese mismo planteamiento al periodismo: en ella, un grupo de periodistas televisivos increíblemente locuaces se pasan el día discutiendo sobre cuál es la manera más honesta de contar la realidad y cómo pueden superarse los sesgos ideológicos al dar una información. A veces a los periodistas reales nos inquietan esas cosas, pero no nos pasamos el día reflexionando sobre si somos o no buena gente. En el caso de los políticos es posible que esa falta de introspección sea aún más acusada. “Cada vez que pensamos que conocemos nuestra capacidad para enfrentarnos a un reto, levantamos la mirada y vemos que nuestra capacidad no tiene límites”, dice el presidente Bartlet tras una tragedia. Si algún día Pedro Sánchez o Alberto Núñez Feijóo dijeran algo parecido, la mayoría de nosotros no podríamos reprimir una sonrisa incrédula.
Una generación de políticos
Pero la cuestión es que una generación entera de politólogos, periodistas y políticos se interesó por la política, e incluso decidió dedicarse a ella, por culpa de esta representación embellecida, exagerada y totalmente falsa de la realidad. La serie sigue valiendo mucho la pena por la inmensa calidad de sus guiones y la brillantez de la dirección y las actuaciones —puede verse en Max—, e inauguró lo que con cierta pedantería se llamó “la edad de oro de la televisión” junto a otras series como Los Soprano o The Wire, pero creo que ahora no engañaría a nadie. La política ya no era entonces un asunto elegante —eran los años posteriores al escándalo Lewinsky, la victoria de Bush hijo después de que un tribunal de Florida decidiera que había obtenido más votos que Al Gore, el trauma del 11S y la invasión de Afganistán e Irak—, aunque cunde la sensación de que hoy la política es peor que entonces, la polarización lo ha emponzoñado todo y hay más oportunistas que nunca en la carrera electoral. Quizá sea solo un efecto del paso del tiempo y la nostalgia. Pero El ala oeste de la Casa Blanca nos engañó de esa manera tan brillante y seductora que solo puede conseguir la buena ficción.
El presidente de Estados Unidos era un economista que había recibido el Premio Nobel por sus estudios sobre la macroeconomía de los países en desarrollo, y era carismático, decente e ingenioso. Su equipo de colaboradores más cercanos estaba formado por gente culta, obsesionada por la democracia y la justicia, proclive a enzarzarse en discusiones sobre filosofía política y con un dominio de la retórica ciceroniano. Todos eran firmemente progresistas, pero se dejaban convencer por los buenos argumentos conservadores; de hecho, fichaban a rivales para que trabajaran en el Gobierno.
- Elfos, dragones y espadas láser: por qué todas las series parecen la misma Ramón González Férriz
- El novelista que contó hace un siglo la inmigración, la globalización y el terrorismo Ramón González Férriz
- El rock se ha vuelto conservador (y es una gran noticia) Ramón González Férriz