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Aron: el filósofo que puede convencerte de que te hagas de centro
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Aron: el filósofo que puede convencerte de que te hagas de centro

Página Indómita lleva años rescatando parte de la inmensa obra de Raymond Aron, la cual es una estupenda guía para entender los riesgos del autoritarismo

Foto: Raymond Aron en su oficina de París en torno a 1980. (Getty/Universal Images/Photo12)
Raymond Aron en su oficina de París en torno a 1980. (Getty/Universal Images/Photo12)

En 1955, el filósofo y columnista francés Raymond Aron publicó el libro El opio de los intelectuales. Era una crítica brutal a los escritores franceses de la época que, en un momento en el que ya se conocían las ejecuciones de Stalin y la existencia del Gulag, defendían el régimen de la Unión Soviética y sus países satélites. Esos escritores, decía Aron, eran “despiadados con las debilidades de las democracias” de los países occidentales, pero estaban dispuestos a ser “indulgentes con los mayores crímenes, siempre y cuando estos se cometan en nombre de las doctrinas correctas”, es decir, del comunismo.

El más famoso y poderoso de ellos era Jean-Paul Sartre. Pero el hecho es que la mayoría de los intelectuales del momento eran simpatizantes del comunismo. Aron pensaba que habían convertido esa ideología en una religión y que agachaban la cabeza ante sus dogmas, sus clérigos y sus inquisidores. Y de ahí el título de su libro: si, según Karl Marx, la religión era el opio del pueblo, para él el marxismo era el opio de los intelectuales.

Si, según Marx, la religión era el opio del pueblo, para él el marxismo era el opio del intelectual

Aunque ese sea hoy su libro más conocido, la obra de Aron es inmensa. Escribió durante décadas una columna semanal en Le Figaro. Participó en todas las polémicas de la Guerra Fría y escribió libros sobre filosofía política, sobre la independencia de Argelia —que, a diferencia de casi todos sus compatriotas, consideraba inevitable—, y en favor de la incipiente Comunidad Europea y la relación especial de esta con Estados Unidos.

Desde hace unos años, de una manera heroica, la editorial Página Indómita ha emprendido la recuperación de buena parte de esa obra en castellano. Ayer publicó La definición liberal de la libertad, en la que, frente a las tesis de F. A. Hayek, hoy convertido en el héroe ideológico de las interpretaciones más libertarias y antiestatales del liberalismo, defiende un liberalismo centrado y la intervención del Estado en la economía. Es una excusa perfecta para reivindicarle como modelo para nuestros tiempos.

El mejor intelectual para entender el centrismo

Algunos libros de Aron pueden ser un poco académicos, pero si uno los lee —se puede empezar por el libro sobre los intelectuales comunistas, por El observador comprometido, que recopila entrevistas sobre sus opiniones políticas, o cualquier otro de los que ha publicado Página Indómita— se percata de que es una de las mejores guías para entender el riesgo del autoritarismo y el valor de la moderación.

La lección de Aron, que resulta especialmente valiosa, es que no hace falta convertirse en un extremista para oponerse al extremismo

Y es que la gran lección de Aron, que hoy resulta especialmente valiosa, es que no hace falta convertirse en un extremista para oponerse con rotundidad al extremismo. Tuvo que huir de Francia por la invasión nazi, pero eso no le convirtió en un izquierdista radical. Se opuso firmemente al comunismo, pero siempre desde el centro político. Se mostró favorable a la creación del Estado de bienestar: “Ningún régimen político y social será viable, será tolerado, si no le garantiza un mínimo de seguridad al hombre común”, escribió, como recuerda el prólogo de La definición liberal de la libertad. Y, como hace en este libro, relativizó las opiniones de quienes creían en un individualismo extremo.

En su época muchos le llamaron derechista por apoyar a Charles de Gaulle, y durante la revuelta de 1968 incluso le acusaron de fascista. Los más amables le consideraban “un intelectual desprovisto de humanidad” o criticaban su “estoicismo estadístico de corte glacial”. De hecho, durante mucho tiempo parecía una rareza en el ámbito intelectual francés del momento: ¿cómo iba a ser un pensador serio alguien que defendía la democracia occidental, los valores liberales y el escepticismo ideológico? Tampoco ayudaba que Aron, a diferencia de sus rivales radicales, raramente perdiera la compostura, hablara con una constante cordialidad y fuera ajeno a todas las modas ideológicas del momento. Además, a diferencia de Sartre o Foucault, escribía con claridad.

placeholder 'La definición liberal de la libertad'.
'La definición liberal de la libertad'.

Aron abandonó ese largo periodo de relativo ostracismo en los años setenta, momento en que publicó La definición liberal de la libertad. Ya entonces ni siquiera los comunistas negaban las atrocidades de Stalin, y los más juiciosos entre ellos se habían distanciado no solo del comunismo soviético, sino también del chino o el camboyano. La gran excepción seguía siendo Sartre, por supuesto, que contaba con una legión de fieles que seguían admirando la tenacidad con que defendía sus errores. Aron siguió incansable y de esa época son algunos de sus mejores libros, como sus memorias, de 1983, que de manera inesperada se convirtieron en un bestseller. Al demostrarse que había tenido razón en casi todo, cundió la sensación, explicitada por el filósofo Bernard-Henri Levy, de que Sartre había estado equivocado, pero había triunfado; mientras que Aron había estado en lo correcto, pero había sido derrotado.

Es curioso que un pensador de la época de la Guerra Fría se pueda convertir hoy en una guía para quienes creemos que en el centro sigue habiendo muchas virtudes con frecuencia despreciadas. Corran a leerle: si alguien puede hacer que la moderación vuelva a parecer atractiva, es él.

En 1955, el filósofo y columnista francés Raymond Aron publicó el libro El opio de los intelectuales. Era una crítica brutal a los escritores franceses de la época que, en un momento en el que ya se conocían las ejecuciones de Stalin y la existencia del Gulag, defendían el régimen de la Unión Soviética y sus países satélites. Esos escritores, decía Aron, eran “despiadados con las debilidades de las democracias” de los países occidentales, pero estaban dispuestos a ser “indulgentes con los mayores crímenes, siempre y cuando estos se cometan en nombre de las doctrinas correctas”, es decir, del comunismo.

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