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Todo es caro. No hay pisos. Nada funciona. ¿Por qué ya nadie es punk?
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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Todo es caro. No hay pisos. Nada funciona. ¿Por qué ya nadie es punk?

Es sorprendente que, en un contexto como el actual, la música popular mayoritaria sea tan blandita y carezca casi por completo de ira. Hay tres razones que lo explican

Foto: Los Sex Pistols, en un concierto a finales de los 70. (Wikimedia/Koen Suyk)
Los Sex Pistols, en un concierto a finales de los 70. (Wikimedia/Koen Suyk)

El coste de la vida disparado. La vivienda, inalcanzable para los jóvenes. Inestabilidad política. Sensación de desesperanza. Uno pensaría que un contexto así generaría una música cabreada con la sociedad e incluso destructiva. Pasó con el punk, con el heavy, con el hip hop, con el grunge o con los géneros más duros de la electrónica. Era música ruidosa y sucia, muchas veces hecha con pocos medios; al menos al principio, compartía la filosofía Do It Yourself, “hazlo tú mismo”, que no requería virtuosismo instrumental, tecnología sofisticada ni discográficas. El malestar que expresaba era compartido por millones de personas.

Ahora, sin embargo, casi por primera vez desde que existe la música pop, las condiciones sociales adversas no han generado una música semejante de éxito comparable. Uno mira la lista de éxitos —Taylor Swift, Lady Gaga, Bruno Mars, Beyoncé, Miley Cyrus, etcétera— y podría pensar que las cosas van bien o, en todo caso, que quienes se quejan de algo son demasiado educados para gritar.

No tiene nada raro que la música de más éxito sea dulzona, hable de amores inmaduros e incite más a bailar o a pavonearse que a quemar edificios públicos. Las tres canciones más escuchadas en español el año pasado —Mónaco, de Bad Bunny; Columbia, de Quevedo, y Ferzzo 151, de Feid— están dedicadas a otro de los grandes temas del pop: lo bien que le va al cantante, el mucho dinero que tiene y las razones por las que deberías acostarte con él. Hablan de su éxito en el sistema, no de sus ganas de destruirlo. Pero es sorprendente que, en un contexto como el actual, la música popular mayoritaria sea tan blandita y carezca casi por completo de ira. No me refiero a la canción protesta que incita a las masas a votar a la izquierda: aunque eso siga existiendo, por suerte influye cada vez menos. Me refiero a un verdadero enfado ante la vida tal como es.

Soltar la ira

Soy un señor de mediana edad de ideas más bien moderadas. No soy partidario de destruir el sistema ni de sembrar el caos. Igual precisamente por eso, cada vez me gusta más la histórica capacidad del pop para transmitir emociones crudas. Pero ¿por qué no sucede lo mismo con la generación que domina ahora la música popular?

Foto: Un grupo de jóvenes asiste a un concierto. (EFE/Ángel Colmenares) Opinión

Creo que hay tres explicaciones. La primera es que, durante la última década, la izquierda oficial ha convencido a los jóvenes que en otro momento podrían haber sido antisociales de que deben poner toda su ira al servicio de los partidos, los medios de comunicación y los proyectos intelectuales de la élite progresista. En España, ha sido impresionante ver cómo veinteañeros, que en el pasado habrían clamado contra el poder y las instituciones, pedían el voto para Podemos o Sumar y aspiraban a convertirse en tertulianos de Mediaset o asesores parlamentarios. En parte, es una buena noticia: me parece bien que la gente entre en el sistema aunque sea para cambiarlo desde dentro. Es más maduro que aporrear una guitarra mientras gritas “quiero ser anarquía/ y quiero ser anarquista/ y cuando me cabreo, destruyo”, como cantaban los Sex Pistols. Pero por el camino hemos perdido mucha creatividad y hemos visto cómo la izquierda, en lugar de despreciar el poder, acababa reverenciándolo.

La segunda razón es que ahora la ira se expresa más a través de las redes sociales que mediante el arte pop. Si tienes dieciocho años, te parecen grotescas las convenciones sociales y te resulta insoportable el mundo en el que vives, lo transmites en TikTok o Instagram en lugar de escribir himnos memorables. Si los partidos de izquierdas han cooptado la rebeldía juvenil, las tecnológicas se han apoderado de su capacidad para crear lemas nihilistas y absurdos del tipo “Me odio y quiero morir”, como la canción de Nirvana.

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Y luego hay una tercera razón: que estos movimientos solían ser de izquierdas. Y ahora la izquierda moderada suele estar a favor del sistema liberal, o a disculpar sus carencias con argumentos gradualistas, mientras que es la derecha radical la que quiere destruirlo. Quizá en este momento lo punk sea matricularse en Icade. Pero, en todo caso, tampoco implica fundar una banda y hacer canciones rabiosas de tres minutos.

Sigue existiendo música antisistema divertida. Mi preferida ahora mismo es la del grupo madrileño Alcalá Norte, que es ingenuo pero también osado y ocurrente. Sin embargo, ni ellos ni ningún otro grupo de jóvenes cabreados tiene ninguna posibilidad de triunfar en el mainstream cultural de nuestra época, porque actualmente este parece rechazar lo que durante décadas premió con el éxito: la provocación, la ironía, la estupidez inteligente. Aunque quizá la culpa no sea de los artistas, sino de los oyentes. Parece que preferimos que la cultura popular nos sirva más para evadirnos del mundo en que vivimos que para alimentar nuestra ira contra él. Tal vez sea una receta juiciosa. Pero resulta mucho más aburrido.

El coste de la vida disparado. La vivienda, inalcanzable para los jóvenes. Inestabilidad política. Sensación de desesperanza. Uno pensaría que un contexto así generaría una música cabreada con la sociedad e incluso destructiva. Pasó con el punk, con el heavy, con el hip hop, con el grunge o con los géneros más duros de la electrónica. Era música ruidosa y sucia, muchas veces hecha con pocos medios; al menos al principio, compartía la filosofía Do It Yourself, “hazlo tú mismo”, que no requería virtuosismo instrumental, tecnología sofisticada ni discográficas. El malestar que expresaba era compartido por millones de personas.

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