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El erizo y el zorro
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Por favor, dejad de llamar fascista a cualquier cosa
'Un detalle siniestro en el uso de la palabra fascismo', de Santiago Gerchunoff, no es un panfleto polémico ni oportunista. Y por eso resulta tan convincente
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El fascismo es fascista. En eso estamos de acuerdo. Pero, en las últimas décadas, esa palabra ha adquirido significados extraños. Para algunos de los filósofos más influyentes del siglo XX, como Herbert Marcuse, uno de los inspiradores de los movimientos de 1968, el capitalismo era algo muy similar al fascismo. Para Susan Sontag, el comunismo también era muy parecido al fascismo. Se utiliza con razón el término “fascismo” para describir el Estado totalitario de Benito Mussolini: “Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Pero también para explicar las ideas de los libertarios que quieren desmontar por completo el Estado. Una parte de la izquierda española consideró que la retirada de la bandera arcoiris del balcón del Ayuntamiento de Madrid era un gesto fascista; una parte de la derecha, en cambio, señaló que era el desfile del orgullo gay el que tenía rasgos fascistas. Todo es fascismo para alguien.
El nuevo libro de Santiago Gerchunoff, profesor de teoría política en la Universidad Carlos III, no pretende describir qué significa esa palabra, algo que ya han hecho con cierta precisión muchos historiadores, sino explicar por qué la utilizamos con tanta frecuencia. Y, también, por qué su uso constante suele ser una muestra de narcisismo y arrogancia.
Bondadosos y profetas
Quienes utilizan la palabra “fascismo”, dice Gerchunoff, suelen pretender dos cosas. En primer lugar, colocarse “en el lado bueno de la historia”. Quieren transmitir que se solidarizan con las víctimas de ese odioso régimen e identificarse como herederos de la lucha antifascista del siglo pasado. En segundo lugar, dice, quienes señalan constantemente actos fascistas creen que nos están haciendo un favor, porque nos avisan de que, de seguir produciéndose esa clase de hechos que denuncian, será inevitable que acaben reproduciéndose las catástrofes del fascismo, la más monstruosa de las cuales fue Auschwitz. Esa clase de persona está convencida de que la historia nos ha enseñado una lección que no debemos olvidar: se empieza tolerando un discurso o un gesto fascista y, al final, acabamos con campos de concentración.
No tenemos ni idea de si un acto supuestamente fascista llevará a un régimen fascista. Ni si la denuncia de esos actos sirve para impedirlo
Pero eso no es cierto, dice Gerchunoff. No tenemos ni idea de si un acto supuestamente fascista acabará llevando a un régimen fascista. Tampoco sabemos si la denuncia constante de esos actos sirve para impedirlo. Aquí el libro adopta el tono de un tratado de filosofía de la historia y se vuelve un poco más complejo —aunque siempre es claro—, pero también más interesante. En contra de quienes nos dan todo el rato la tabarra con la repetición de la historia, y ven el presente como una mera reproducción del pasado, lo cierto es que no sabemos cómo funciona la historia. No sabemos cómo avanzan los acontecimientos. Estos son fruto del azar, la contingencia, personalidades concretas, chapuzas. En realidad, quienes dicen que sí saben cómo acaba la historia, actúan como profetas que creen ver el futuro.
Y hoy tenemos a muchos profetas porque vivimos en un clima político dominado por la “lógica maniquea”, de acuerdo con la cual mucha gente cree simplemente que hay que estar “con el bien y contra el mal”, como si fuera tan sencillo. En ese clima, dice Gerchunoff, en el que se repite que “nos lo jugamos todo” en cada elección, muchos tratan “de convertir todas las decisiones políticas en imperativos éticos […] urgentes”, algo para lo que no “hace falta deliberación, juicio ni prudencia”.
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¿Hay solución? Si bien el autor no lo dice de manera explícita, quizá deberíamos ahorrarnos palabras tan cargadas, aunque utilizarlas nos haga sentir bien (creo que algo parecido podría decirse del uso de “comunista”, porque esa palabra no sirve para definir la izquierda actual). Y, sobre todo, deberíamos “abandonar la visión profética de la historia”, aunque sea costoso, “porque implica darse menos importancia” y reconocer que nuestras intervenciones políticas no son tan determinantes ni trascendentes como a veces nos gusta pensar.
La argumentación de Gerchunoff es robusta. Pero eso no ha impedido que, mientras leía su libro, me revolviera unas cuantas veces en el sillón. La historia no sirve para predecir el futuro, pero si, como reconoce él, somos adictos a hacer predicciones, no tenemos herramientas mucho mejores que el pasado. El fascismo no ha vuelto, aunque haya un puñado de ominosas señales sobre lo que nos puede traer la nueva derecha radical, y esa palabra no sirve para mucho. Pero hay ciertas dinámicas históricas —y ciertos rasgos de carácter en los líderes y sus seguidores— que sí parecen recurrentes.
Sea como sea, vale la pena leer este breve y sosegado ensayo. Aunque probablemente alguien reprochará al autor que la propia recomendación de no utilizar con tanta discrecionalidad la palabra “fascismo” es, de hecho, el acto inequívoco y ominoso de un fascista.
El fascismo es fascista. En eso estamos de acuerdo. Pero, en las últimas décadas, esa palabra ha adquirido significados extraños. Para algunos de los filósofos más influyentes del siglo XX, como Herbert Marcuse, uno de los inspiradores de los movimientos de 1968, el capitalismo era algo muy similar al fascismo. Para Susan Sontag, el comunismo también era muy parecido al fascismo. Se utiliza con razón el término “fascismo” para describir el Estado totalitario de Benito Mussolini: “Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Pero también para explicar las ideas de los libertarios que quieren desmontar por completo el Estado. Una parte de la izquierda española consideró que la retirada de la bandera arcoiris del balcón del Ayuntamiento de Madrid era un gesto fascista; una parte de la derecha, en cambio, señaló que era el desfile del orgullo gay el que tenía rasgos fascistas. Todo es fascismo para alguien.