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El erizo y el zorro
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Di la verdad: ¿te interesan las opiniones contrarias a las tuyas?
La mayoría de periódicos, editoriales y programas de televisión, sea cual sea su ideología, se desviven por no mostrar a sus adeptos ideas contrarias a las suyas. No vaya a ser que se enfade su audiencia
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Cuando Mario Vargas Llosa murió, el periódico ABC recordó que había intentado ficharle en varias ocasiones. Pero él siempre se negó a abandonar El País: su argumento era que prefería escribir en un periódico de izquierdas en el que los lectores no estaban de acuerdo con él, que hacerlo en ABC, donde sí lo estarían. Contradecir a los lectores era una muestra de valentía, tanto por parte del autor como de quien le permitía hacerlo.
Algunas instituciones han convertido ese choque en una tradición deliberada. En 1973, el New York Times fichó como columnista a William Safire, un derechista que había escrito discursos para Richard Nixon y se había caracterizado por sus ataques a medios de izquierdas como el propio Times. Los suscriptores del periódico mandaron centenares de cartas de protesta, pero el propietario aguantó y decidió mantenerle. Hoy, más de cincuenta años después, el periódico sigue siendo abiertamente progresista –en ocasiones, irritantemente progresista—, pero siempre cuenta con columnistas conservadores. Los sucesivos editores han defendido la noble idea de que eso obliga a los lectores a escuchar los argumentos del otro lado y les hace más abiertos a las ideas que no comparten.
'The New York Times' sigue siendo abiertamente progresista, pero siempre cuenta con columnistas conservadores
Lo cual me lleva —soy consciente de que es un salto un poco abrupto— a Barbijaputa y el último drama del periodismo español. El 21 de abril, la activista mandó un artículo al periódico Público, del que es colaboradora fija desde hace cinco años. En él, defendía la sentencia del Tribunal Supremo de Reino Unido, que dictaminó que la definición legal de “mujer” se basa en el sexo biológico, y atacaba a algunos defensores de los derechos de los trans.
Sin embargo, el artículo no se publicó. Barbijaputa escribió a la redacción para saber por qué, pero no recibió respuesta. Con su particular talento para generar drama, retransmitió su impaciencia en directo por X. No querían “liberar” su artículo, dijo. Le estaban censurando y haciendo luz de gas.
Dos días después, el periódico publicó un comunicado. Si Barbijaputa había explotado el dramatismo, este era pusilánime. Decía ser “un medio comprometido con la libertad de expresión y el debate de ideas”, pero creía que el artículo cuestionaba “a un colectivo vulnerable en tiempos […] convulsos”, el de los transexuales. Se hacía la víctima diciendo que Barbijaputa había emprendido una campaña de descrédito contra él. Y la despedía.
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Se trató de un episodio intrascendente: la disputa entre una influencer que ha construido su carrera sobre la provocación y un pequeño periódico construido alrededor de la disciplina ideológica. Lo preocupante es que se trata solo del último ejemplo del miedo que tienen los periódicos a sus propios lectores. Y, más en general, del que los transmisores de ideas sienten ante sus clientes. Cualquier discrepancia, parecen pensar, puede destruir su reputación o dañar su cuenta de resultados.
De las editoriales al entretenimiento
El comunicado de Anagrama en el que justificaba que no iba a publicar el libro de Luisgé Martín sobre el asesino José Bretón hablaba de principios, pero en realidad transmitía que la editorial temía molestar a los libreros y los clientes de los que depende. A principios de este año, la editorial Dos Bigotes decidió no publicar la autobiografía de Karla Sofía Gascón que había contratado porque esta había posteado comentarios homófobos y racistas y la editorial quería ser coherente con su compromiso “con la igualdad, la inclusión y la diversidad”.
Évole va incluso más allá: como la izquierda gobierna, su programa ya no hace crítica política, sino que recoge historias personales
Los programas de entretenimiento de apariencia más osada rehúyen todo conflicto interno: El hormiguero, La revuelta o El intermedio se basan en su supuesto atrevimiento, pero raramente se atreven a generar alguna duda a sus espectadores exponiéndoles a voces discrepantes. Jordi Évole va incluso más allá: como la izquierda gobierna, su programa ya no hace crítica política, sino que recoge, sobre todo, testimonios de historias personales. De hecho, toda una generación de presentadores y cómicos —de Quequé a Fray Josepho— se han convertido en simples cortejadores de sus audiencias, a las que nunca se atreverían a incomodar. Nuestros periódicos de derechas tuvieron durante décadas la costumbre de albergar en sus páginas a columnistas de izquierdas, o ácratas y ligeramente subversivos; hoy es raro encontrarlos ahí. Nuestras tertulias transmiten que somos una sociedad plural con distintas opiniones, pero en realidad no se basan en el pluralismo, sino en las cuotas ideológicas y de partido. Es una forma de controlar los daños de la disidencia, no de celebrarla.
Que nadie confunda esto con la cancelación ni nada parecido. Es un crudo cálculo capitalista: hoy, quienes trabajan con ideas consideran que su primera obligación consiste en no exponer a sus clientes a nada que les enfurezca. Obviamente, están en su derecho: las empresas privadas pueden hacer lo que quieran y no seré yo quien critique su modelo de negocio y sus estrategias para retener clientes. Pero sería mejor que no defendieran esa clase de decisiones apelando a sus principios morales. Y estaría bien que transmitieran a sus lectores y espectadores que una pequeña dosis de discrepancia al día no viene nada mal. Antes se hacía mucho. Algunos seguimos haciéndolo. Quién sabe si a largo plazo es una estrategia aún mejor.
Cuando Mario Vargas Llosa murió, el periódico ABC recordó que había intentado ficharle en varias ocasiones. Pero él siempre se negó a abandonar El País: su argumento era que prefería escribir en un periódico de izquierdas en el que los lectores no estaban de acuerdo con él, que hacerlo en ABC, donde sí lo estarían. Contradecir a los lectores era una muestra de valentía, tanto por parte del autor como de quien le permitía hacerlo.