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El erizo y el zorro
Por
Así murió la democracia alemana de Weimar (¿podría morir igual la nuestra?)
Un nuevo y brillante libro reconstruye los catorce años de la república alemana de entreguerras y cuenta cómo las malas decisiones provocaron su final de la mano de Hitler
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¿Cómo mueren las democracias? Últimamente nos hacemos muchas veces esta pregunta. Pero la mayoría de los libros dan respuestas un poco abstractas o de carácter teórico.
Se trata de una crónica detallada y muy ágil del fracaso del experimento democrático alemán que tuvo lugar entre 1919 y 1933. Obviamente, narra todos los acontecimientos políticos y económicos, el auge del comunismo, de la socialdemocracia y del nacionalismo, el contexto internacional posterior a la Primera Guerra Mundial y el crac de 1929. Es una historia conocida. Pero también presta una atención especial a la condición humana: a los errores de cálculo de los líderes, al impacto de los artículos de periódico en las masas, a la manera en que una muerte —la de un ministro, un presidente o un ciudadano cualquiera— puede cambiar la historia. Las democracias mueren por muchas razones, pero si el libro resulta tan adictivo e inquietante es porque muchas de esas razones son azarosas.
La democracia alemana había nacido de manera traumática a finales de 1919. El país estaba agotado tras cinco años de una guerra absurda que había arruinado al país y nadie sabía cómo terminar. Y estalló una revolución. Los comunistas querían instaurar un modelo parecido al soviético, pero al final se impusieron los socialdemócratas, que dieron paso a una república democrática, con una constitución, un parlamento y elecciones libres. Los comunistas pensaban que era un sistema político burgués; la derecha nacionalista, traumatizada por el exilio del káiser y la derrota, pensaba que era peligrosamente radical.
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Su primer presidente fue Friedrich Ebert, un socialdemócrata de origen muy humilde que intentó contener a los dos extremos en mitad de tensiones constantes provocadas, primero, por la humillación de las reparaciones de guerra impuestas al país por los vencedores y, más tarde, por la invasión francesa de la región del Ruhr. Se produjeron golpes de Estado de extrema derecha y revueltas obreras. Y hubo una enorme inflación que los políticos habían provocado con medidas suicidas: “El Estado alemán no había financiado la guerra mediante un aumento de los impuestos, sino más que nada a través de préstamos internos, con la errada convicción de que iba a poder imponer al enemigo derrotado el desembolso. Y los gobiernos democráticos de posguerra no habían hecho ningún esfuerzo por volver a equilibrar el presupuesto”, dice Ullrich.
La inflación no solo generó malestar, hambre y una situación frenética —el precio de un café podía duplicarse mientras te lo tomabas—, sino que supuso un shock político brutal: quienes habían hecho lo que dictaba la mentalidad de clase media alemana, que era ahorrar e invertir, ahora eran pobres; quienes habían malgastado en joyas, coches o casas, seguían siendo ricos, porque los objetos aumentaban de valor frente al dinero. Los grandes industriales amasaron fortunas aún mayores. Ullrich cita a autores como Stefan Zweig, Thomas Mann o Sebastian Haffner, que posteriormente escribirían que la inflación de 1923 fue lo que llevó inevitablemente al triunfo de Hitler en 1933. Pero él no está tan seguro. “La república de Weimar había estado al borde del abismo, pero se había mantenido firme frente a todos los desafíos. Había demostrado tener una asombrosa capacidad de supervivencia. No salió debilitada de su crisis más grave hasta entonces, sino fortalecida”.
Los comunistas pensaban que era un sistema político burgués; la derecha nacionalista pensaba que era peligrosamente radical
De hecho, se inició una recuperación económica que hacía pensar que se consolidaría. Pero no lo hizo y, apenas dos años después, tras la muerte de Erbert, fue escogido presidente Paul von Hindenburg, un viejo héroe de guerra nacionalista que mantuvo el sistema republicano pero fue dándole el giro autoritario que muchos, especialmente los ricos industriales, los terratenientes y parte de la clase media herida, deseaban ante lo que consideraban la inoperancia del Parlamento y la amenaza roja. Pese a su aversión por Hitler, fue Hindenburg quien le nombró canciller y le dio poderes excepcionales.
La lectura del libro es angustiosa porque, como recuerda Ullrich con frecuencia, todo podría haber sucedido de otra manera. De hecho, si los políticos y los jueces hubieran sido un poco más hábiles, Hitler habría sido simplemente uno más de un nutrido grupo de agitadores de derecha radical. ¿Resulta útil esa lección ahora, y en especial la tesis de que la república de Weimar pecó de exceso de tolerancia con la derecha radical? El retrato que hace Ullrick de la sociedad alemana de la época, y del contexto internacional, no se parece a la actualidad. Aquel grado de radicalismo, violencia, nihilismo, histeria nacionalista y ansias de revolución y totalitarismo no se da hoy.
Aquel grado de radicalismo, violencia, nihilismo, histeria nacionalista y ansias de revolución y totalitarismo no se da hoy
Pero, al mismo tiempo, nos cuenta algo que sigue siendo cierto. Todo puede cambiar a peor en poco tiempo. Quien ayer parecía un idiota megalómano puede llegar al poder. Y el Estado puede ser más endeble de lo que creemos. Hitler había “ganado la partida con un esfuerzo mínimo”, escribió un testigo de la época que cita Ullrich. “Solo tuvo que soplar y el edificio de la política alemana se desmoronó como un castillo de naipes”.
No se lo pierdan. No solo es un libro brillante, sino tristemente oportuno.
¿Cómo mueren las democracias? Últimamente nos hacemos muchas veces esta pregunta. Pero la mayoría de los libros dan respuestas un poco abstractas o de carácter teórico.