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¿Y si trabajar con las manos merece más estatus que hacerlo con la cabeza?
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Ramón González Férriz

El erizo y el zorro

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¿Y si trabajar con las manos merece más estatus que hacerlo con la cabeza?

Vivimos en la cultura de la información y premiamos con dinero y prestigio a los universitarios que trabajan ante un ordenador. Pero en muchas ocasiones el trabajo de quienes llamamos "no cualificados" es mucho más importante

Foto: Un carpintero, trabajando. (EFE)
Un carpintero, trabajando. (EFE)

Las reformas del hogar son algo relativamente habitual. Son caras, lentas y de vez en cuando excitantes, pero uno no espera que le deparen grandes cambios de opinión. Sin embargo, durante los cuatro meses en que he observado cómo un grupo muy dispar de trabajadores transformaba la mía, no he parado de pensar en un grave error de la cultura actual.

Desde hace décadas, estudiar ha sido una parte integral de la meritocracia. Es lógico; si eres universitario sueles ganar más dinero que si no lo eres, aunque esa diferencia ha variado a lo largo del tiempo. Pero también hay una explicación cultural: para ser respetable en algunos círculos sociales, y no digamos ya para formar parte de la élite, tienes que hacer cosas vinculadas a la inteligencia o la creatividad. En consecuencia, hoy un 50% de los españoles de entre 25 y 34 años ha ido a la universidad.

Estos licenciados —o másters o doctores— pueden teclear código, generar un PowerPoint absurdo tras otro, hacer complejos modelos matemáticos, comprar y vender acciones, dar clases de historia, redactar informes jurídicos, prestar consultoría de gestión, rellenar Excels estúpidos o escribir novelas. Los ingresos varían sustancialmente entre una actividad y otra, pero todas ellas dan alguna forma de estatus. Hemos decidido que vivimos en la sociedad de la información y, en la cultura que esta ha creado, las cosas que cuentan se hacen con la cabeza. Eso es estar cualificado. Eso es aportar valor añadido.

La contrapartida natural de esta concepción del estatus laboral es mirar por encima del hombro a quienes hacen cosas con las manos. Con algunas excepciones, estos cobran poco por razones puramente económicas: muchas fábricas han cerrado o se apoyan más en la robótica. La construcción ha estado en mínimos. Y, como han recordado últimamente desde Óscar Puente hasta Isabel Díaz Ayuso, la llegada masiva de inmigrantes ha hecho que haya un ejército de gente dispuesta a hacer trabajos muy duros como limpiar casas, recoger cosechas o apilar ladrillos a cambio de poco dinero. La traducción cultural de esa realidad económica ha sido devastadora: pensar que esos trabajos, y quienes los hacen, no valen mucho.

Los listos tienen demasiado poder

Durante los últimos cuatro meses he estado rodeado de gente que hace cosas con las manos y cuya profesión lleva un nombre que asociamos inevitablemente con el pasado: fontanero, electricista, marmolista, pintor, transportista, carpintero, cerrajero. Después de observarles y de hablar con mucha frecuencia con ellos, no estoy seguro de que mi trabajo requiera más calificación que el suyo: sabemos cosas distintas, pero las que yo sé no son necesariamente más complejas que las que saben ellos. Tampoco defendería con mucha convicción que mi trabajo sea socialmente más importante: los escritores aspiramos a dar ideas valiosas a nuestros lectores, pero esta gente, literalmente, construye los lugares en los que vivimos.

Cada vez más pensadores señalan el error de dar más estatus a la "cabeza" que a las "manos". David Goodhart, un periodista de izquierdas muy iconoclasta, considera que la primera está sobrevalorada, y cree que "la gente lista se ha vuelto demasiado poderosa" en detrimento de los trabajadores manuales. Goodhart está a favor de que nos gobiernen los mejores y más brillantes, pero cree que damos demasiada importancia a la inteligencia frente a otras virtudes que antes eran más respetadas, como "el carácter, la integridad, la experiencia, el sentido común, la valentía y la predisposición a trabajar duro". (Su libro, Hands, Hands, Heart. Why Intelligence is Overrated,Manual Workers Matter and Caregivers Deserve More Respect no está traducido al castellano y se centra en el mundo británico, pero es igualmente recomendable para este debate). También afirma que si gente como Donald Trump gana elecciones es porque desprecia un tanto la cultura de la inteligencia y la sofisticación—Trump nunca ha trabajado con las manos, pero lo ha hecho en el sector que requiere más trabajo físico de todos, la construcción— y defiende un sentido común que a la gente como yo con frecuencia nos parece tosco, pero que entienden muy bien los trabajadores que sienten que se les ha robado el estatus que merecen.

El mundo sigue siendo esencialmente material, está hecho de cosas, texturas y formas que solo un grupo reducido de gente sabe crear y arreglar

Quienes trabajamos en el ámbito de la información digital tendemos a olvidar que el mundo sigue siendo esencialmente material, que está hecho de cosas, de texturas y de formas que solo un grupo reducido de gente sabe crear y arreglar. Una queja frecuente de mis interlocutores de estos meses, que tenían que soportar mis preguntas mientras colocaban un rodapié o instalaban un enchufe, es que cada vez menos gente quiere hacer ese trabajo y que la educación ha dejado de generar a jóvenes con los conocimientos necesarios para hacerlo. Probablemente, haya muchas razones para que sea así, pero una de ellas es que la gente prefiere no hacer trabajos que, además de requerir grandes esfuerzos físicos y ofrecer sueldos comparativamente bajos, carecen de estatus.

No pretendo que le demos la vuelta a nuestra escala laboral: necesitamos un montón de "cabezas" para que el mundo funcione. Pero con demasiada frecuencia olvidamos que estas no necesariamente tienen más mérito, ni son más útiles, ni merecen más reconocimiento, que quienes viven de sus manos.

Las reformas del hogar son algo relativamente habitual. Son caras, lentas y de vez en cuando excitantes, pero uno no espera que le deparen grandes cambios de opinión. Sin embargo, durante los cuatro meses en que he observado cómo un grupo muy dispar de trabajadores transformaba la mía, no he parado de pensar en un grave error de la cultura actual.

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