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Joan Rosell quiere ser un precario hipster
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Carlos Prieto

El libro que nunca leerá...

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Joan Rosell quiere ser un precario hipster

O cómo un ensayo de Guy Standing acabó con el mito del trabajo temporal como algo cool

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Si coges a un niño de cinco años y le cuentas que hubo un tiempo en el que no existían los teléfonos móviles, te tomará por un bromista. Peor sería incluso tratar de convencer a un joven español de 20 años de que las agencias de trabajo temporal son un invento relativamente reciente.

También hasta hace muy poquito tiempo, cualquier crítica al fenómeno del trabajo temporal era un pasaporte seguro al ostracismo: te convertía automáticamente en un obseso decimonónico, un buhonero incapaz de vivir en sociedad, un enemigo de la modernidad, un demente y quién sabe si un maniaco.

En efecto, hace ya unos años que términos como "flexibilidad laboral" se convirtieron no solo en materia celebratoria obligada en escuelas de negocios y reuniones de la CEOE, sino en carne de revistas de tendencias: Hoy trabajo un rato aquí, y mañana un rato allí, y entre medias a disfrutar de las vacaciones permanentes que nos otorga graciosamente la precariedad. Como si los 'minijobs' fueran en realidad el pasaporte que nos permite escribir poesía, hacer bikram yoga y encontrarnos a nosotros mismos. En otras palabras: el precariado como algo hipster, cool, chachi piruli. Al menos hasta que las cosas se pusieron negras...

Y en esas llegó el ensayo El precariado, de Guy Standing, y se nos acabó de caer el decorado encima.

"Lo que caracteriza al precariado no es su nivel salarial o de ingresos monetarios recibidos en determinado momento, sino la falta de apoyo comunitario en tiempos de necesidad", escribe Standing, que habla de las cuatro "aes" del precariado: anomia, aversión, ansiedad y alienación. Cuatro palabras, como ven, que riman muy mal con "hipster".

O cómo la crisis financiera trajo consigo el nacimiento de una clase social - el precariado- al filo de la exclusión social tras el sálvese quien pueda decretado por Bruselas. Y de pronto nos encontramos al nuevo precariado intentando realizarse... debajo de un puente. La juerga, vaya.

Si coges a un niño de cinco años y le cuentas que hubo un tiempo en el que no existían los teléfonos móviles, te tomará por un bromista. Peor sería incluso tratar de convencer a un joven español de 20 años de que las agencias de trabajo temporal son un invento relativamente reciente.

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