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El apocalipsis a cámara lenta de Don DeLillo
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Ricardo Menéndez Salmón

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El apocalipsis a cámara lenta de Don DeLillo

Ricardo Menéndez Salmón disecciona 'La calle Great Jones', novela del escritor estadounidense publicada ahora por primera vez en español

Foto: El escritor estadounidense Don DeLillo (EFE)
El escritor estadounidense Don DeLillo (EFE)

Hay un hito decisivo en la carrera del escritor que podría denominarse la conquista del estilo. Es ese momento en que el autor descubre o inventa, pues ambos verbos no resultan necesariamente contradictorios entre sí, el diapasón de su música, su más íntima resonancia, la estatura y profundidad de una voz puesta al servicio de temas, inquietudes y obsesiones. El estilo, bendita palabra ("El estilo es el hombre", dejó escrito el conde Buffon), conforma así cierta propiedad inalienable que distingue a un escritor de otro, y que lo hace único entre las miles de prosas que adornan o afean, dependiendo del talento al otro lado, la estela de lo que se llama historia de la literatura. Leer a Kafka, Borges o Céline no admite confusión. El estilo de estos autores, tan alejados entre sí temática y formalmente, resulta transparente para un lector educado, como un rostro familiar entre la multitud. Un golpe de vista, un reconocimiento a la página, y la huella de las potestades se hace diáfana. Porque el estilo admite réplicas, pero el terremoto es sólo uno.

Admira comprobar cómo en la tercera de sus novelas, La calle Great Jones, aparecida en 1973 y publicada ahora por Seix Barral, el estilo de Don DeLillo ya está plenamente armado, esa prosa alucinada y audacísima, que constituye la más pura encarnación de la paranoia moderna como estación de partida y término, y que encierra una de las más altas manifestaciones, si no la mayor, de nuestro Zeitgeist. Pues si cada época posee su cantor, la voz que cartografía sus conquistas y fracasos con una pericia que roza la presciencia, el escritor del Bronx ha mostrado, desde su debut con Americana, en 1971, hasta su última obra, El ángel esmeralda, una capacidad asombrosa para narrar la vida y la muerte en nuestras desencantadas y exhaustas sociedades posindustriales.

El escritor vuelve con obstinación suicida a uno de sus asuntos capitales: la desaparición, el ocultamiento, la fuga del mundo

Leyendo cuatro décadas después de su publicación La calle Great Jones, hasta la fecha inédita en español, comprobamos cómo el autor de Ruido de fondo ha vuelto una y otra vez, con obstinación casi suicida, sobre uno de sus asuntos capitales: la desaparición, el ocultamiento, la fuga del mundo. Como sucederá en Punto omega con el asesor militar Richard Elster y en Mao II con el escritor Bill Gray, también en La calle Great Jones el personaje central se retira para conquistar un atisbo de nirvana, un lugar entre los tibios. Lo peculiar del caso es que el protagonista de esta novela, Bucky Wunderlick, es una estrella del rock and roll; es decir, alguien en el corazón del ruido y la furia.

En la primera década del presente siglo, al redactar Punto omega, DeLillo insinúa que el vórtice de toda poética pasa hoy por la evidencia de un arte que, al tomar conciencia de sí mismo, se encamina hacia su disolución. En los noventa, al escribir Mao II, DeLillo asume que el terrorista suplantará al escritor como conciencia irreductible de las sociedades opulentas. En los 70, DeLillo articula en La calle Great Jones un mensaje acerca del papel del creador como donante no de sentido, sino de doxa. La novela, que arranca con una reflexión sobre la urgencia de la fama y la vacuidad de todo esplendor, se cierra con una parodia de la autorrepresentación del ídolo de masas: un cantante falsamente mudo.

placeholder Portada de la edición española de la novela

La palabra que a modo de mantra clausura su logos y da título a su más célebre canción, Pipimomo, es la voz inarticulada de una sociedad de fantasmas. Al oráculo del rock and roll ya no sólo no le importa resultar ininteligible, sino que celebra sin rubor la estupidez de su público. El centro del mundo no es un arcano, sino la banalidad de los rebaños que escuchan. Inmune a cualquier tentativa de comprensión, el siglo celebra así su más estéril conquista. A fin de cuentas "el mal", como Wunderlick insinúa, "es el desplazamiento hacia el vacío". Algo que las décadas siguientes y su desierto de lo real, tan caro a las huestes baudrillardianas, se ha encargado de recordarnos hasta la náusea.

Oculta bajo el falso paraguas de la novela con enigma, y recorrida por una ironía un tanto satánica, La calle Great Jones abunda en la consideración de otra de las claves de bóveda del universo delilliano: la ciudad como precipitado del mundo moderno, y la ciudad de ciudades, su epítome, Nueva York, asumida como onfalos primordial "donde las cosas suceden". Mientras otros escritores (Auster, por ejemplo, o incluso Roth) vienen cincelando una Nueva York si no de postal al menos adherida a los lugares comunes de la megalópolis a la que rendimos culto (su urgencia y vitalidad, su irresistible vis movendi, sus lugares emblemáticos, el itinerario de quien Ya Lo Ha Visto Todo), DeLillo lleva tiempo proponiendo una lectura mucho menos cómoda y satisfactoria de su lugar en el mundo.

Nueva York es en La calle Great Jones la ciudad espectral, malévola y sumergida en una especie de apocalipsis a cámara lenta que en Submundo alcanzará el rango de estatua imperecedera, en Cosmópolis mostrará su cara más odiosa y brutal, la del cibercapitalismo, y en El hombre del salto se convertirá en muro de las lamentaciones de una civilización decapitada en sus símbolos. La fauna extraña y violenta que recorre La calle Great Jones perfila ya, con su elenco de mendigos, locos, sicarios y tiburones financieros, el envés de la moneda que engorda los bolsillos del gigante. Porque aunque los billetes de la Reserva Federal proclaman orgullosamente In God We Trust, la tentación de sustituir al sujeto de la oración por alguna fuerza aún más perversa que el fantasma que todo lo ve y puede parece obligada. Así, en los convulsos años setenta, DeLillo comenzaba a insinuar las grietas de un statu quo menos edificante de lo que el sueño americano pronosticaba. No en vano, la banda sonora de nuestro tiempo está más cerca del ruido y el balbuceo que de la música de las esferas. Pipimomo rules!

Hay un hito decisivo en la carrera del escritor que podría denominarse la conquista del estilo. Es ese momento en que el autor descubre o inventa, pues ambos verbos no resultan necesariamente contradictorios entre sí, el diapasón de su música, su más íntima resonancia, la estatura y profundidad de una voz puesta al servicio de temas, inquietudes y obsesiones. El estilo, bendita palabra ("El estilo es el hombre", dejó escrito el conde Buffon), conforma así cierta propiedad inalienable que distingue a un escritor de otro, y que lo hace único entre las miles de prosas que adornan o afean, dependiendo del talento al otro lado, la estela de lo que se llama historia de la literatura. Leer a Kafka, Borges o Céline no admite confusión. El estilo de estos autores, tan alejados entre sí temática y formalmente, resulta transparente para un lector educado, como un rostro familiar entre la multitud. Un golpe de vista, un reconocimiento a la página, y la huella de las potestades se hace diáfana. Porque el estilo admite réplicas, pero el terremoto es sólo uno.

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