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El Mediterráneo, una fábula sin fin
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Ricardo Menéndez Salmón

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El Mediterráneo, una fábula sin fin

'El Gran Mar', de David Abulafia, promete convertirse en un hito como en su momento lo fue 'El Mediterráneo y el mundo mediterráneo' en su época

Foto: La única almadraba del mediterráneo español (EFE)
La única almadraba del mediterráneo español (EFE)

Este verano, desde el estrecho de Gibraltar hasta el canal de Suez, tumbadas al sol en las costas de Málaga, Barcelona, Marsella, Génova, Nápoles, Venecia, Dubrovnik, Dürres, Estambul, Focea, Beirut, Tel Aviv, Alejandría, Trípoli, Orán, Tánger, Famagusta, La Canea, Rodas, Atenas, Corinto, Siracusa, La Valletta, Cagliari, L’Ile Rousse o Ciudadela, cientos, miles, millones de personas, más allá de la lengua que hablen, la moneda de curso legal en que compren y vendan, la religión que profesen íntima o públicamente y la mezcla de sangres que corra por sus venas, compartirán una única, común realidad llamada Mediterráneo.

Este espacio con muchos nombres, que en su étimo latino esconde su clave («mar entre tierras»), ha jugado desde hace 24.000 años un papel crucial en la peripecia civilizadora de nuestra especie. El Gran Mar, del historiador inglés de origen sefardí David Abulafia, promete convertirse, para los estudios que sobre dicho asunto se realicen en el futuro, en un hito tan importante como en su momento lo fue El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, el texto de Fernand Braudel que ha sido durante decenios la biblia de los monográficos dedicados al Mare Nostrum.

El libro de Abulafia, que comprende una documentación extensísima, casi mastodóntica, se lee sin embargo como una novela de aventuras o, si se prefiere, como la epopeya de un elenco de viajeros, piratas, comerciantes, guerreros y políticos que cambiaron con sus idas y venidas la relación del mar con las tierras que marcaban su perímetro y que, a la vez, fueron cambiados por lo que trajeron y llevaron desde sus patrias, fueran alimentos, dioses o armas, hasta los lugares donde hallaron refugio, felicidad o ruina.

La estrategia que Abulafia adopta para aprehender este inmenso aparato de creencias y prácticas mercantiles, luchas y genocidios, lujo y belleza, nacimiento y destrucción de ciudades y civilizaciones, consiste en dividir su estudio en cinco grandes periodos o, como el profesor de Cambridge escribe, en «cinco Mediterráneos».

El primer Mediterráneo abarcaría desde 22000 a.C, cuando ocupaba una superficie mayor que la actual, pues la tierra le ha ido ganando espacio a lo largo de los milenios, hasta un periodo posterior a la guerra de Troya, en torno a 1000 a.C.

El segundo Mediterráneo comprendería desde 1000 a.C, con la explosión de actividad de los fenicios, hasta 600 d.C, con la desintegración que procuró el ocaso de Roma como potencia.

El tercer Mediterráneo sería el existente desde el año 600, coincidiendo con un primer esplendor de las culturas árabe y turca, hasta el 1350, con la irrupción de la Peste Negra.

El cuarto Mediterráneo haría su aparición en torno a 1350, con el afianzamiento del reinado marítimo de las potencias italianas, Génova, Pisa y Venecia, y llegaría hasta 1830, con el panorama que el fin del sueño napoleónico, la batalla de Trafalgar y el inicio de la hegemonía de un pueblo no mediterráneo, el británico, comenzaría a imponer sobre esta parte del mundo.

Mostrar ese lugar de interacción no resulta sencillo, pues como se ha insinuado el capital de datos manejado es ingente. Mérito del historiador es haber abordado este cómputo de fechas y pueblos mediante una estrategia que, sin faltar al detalle, logra que la mirada a lo particular no se agote en sí misma como anécdota, sino que desborde el momento en que sucede para incardinarse en una estructura más vasta, un inmenso tapiz que la precede y determina, pero que a la vez ayuda a configurar.

Podrían aducirse distintos ejemplos para ilustrar la pericia de Abufalia a la hora de imbricar los varios niveles de análisis en su estudio, pero basta citar uno para plasmar dicho logro: su narración de la Peste Negra, el periplo de la enfermedad que nace con el asedio mongol al puerto de Caffa, en Crimea, y concluye con la muerte de casi la mitad de la población mediterránea.

Los barcos genoveses que huyendo del sitio en el mar Negro transportaron la epidemia en sus bodegas llenas de grano, pero también de ratas, primero hasta Constantinopla, de allí a Alejandría y Gaza, luego a Mesina y Nápoles, y por fin a Mallorca, donde otros barcos, los catalanes, la recogieron para llevarla a Perpiñán, Barcelona, Valencia, Almería, Túnez y Argelia, juegan aquí el papel de emisarios negativos (e involuntarios) dentro de una inmensa red de correspondencias.

Así, del Ulises homérico a la guerra moderna submarina, casi todo y casi todos tienen cabida en este relato a lo que parece infinito: etruscos y cartagineses, Marco Antonio en Egipto y Barbarroja en Toulon, la destrucción de la magnífica Tera y la tardía presencia de los rusos en estas viejas aguas, la dignidad sin parangón de los malteses y la matanza de Esmirna, el esplendor y caída de españoles, italianos, ragusanos, otomanos o egipcios, la feroz y en el fondo democrática Rueda de la Fortuna que conduce semillas, alfabetos y máquinas de destrucción o de alegría sin descanso ni tregua, a Poniente y a Levante, por este mar encajado entre tierras que a todos, incluso a quienes no hemos nacido ni vivimos en sus orillas, nos ha formado, deformado y conformado.

Este verano, desde el estrecho de Gibraltar hasta el canal de Suez, tumbadas al sol en las costas de Málaga, Barcelona, Marsella, Génova, Nápoles, Venecia, Dubrovnik, Dürres, Estambul, Focea, Beirut, Tel Aviv, Alejandría, Trípoli, Orán, Tánger, Famagusta, La Canea, Rodas, Atenas, Corinto, Siracusa, La Valletta, Cagliari, L’Ile Rousse o Ciudadela, cientos, miles, millones de personas, más allá de la lengua que hablen, la moneda de curso legal en que compren y vendan, la religión que profesen íntima o públicamente y la mezcla de sangres que corra por sus venas, compartirán una única, común realidad llamada Mediterráneo.