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Thomas Wolfe en las ciudades
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Ricardo Menéndez Salmón

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Thomas Wolfe en las ciudades

 Hay escritores que, a pesar de transcurrir como meteoros, bien porque escribieron poco, bien porque su vida fue breve, dejan huella imperecedera en su tiempo. Thomas

Foto: El escritor americano Thomas Wolfe
El escritor americano Thomas Wolfe

Hay escritores que, a pesar de transcurrir como meteoros, bien porque escribieron poco, bien porque su vida fue breve, dejan huella imperecedera en su tiempo. Thomas Wolfe ejemplifica una de esas trayectorias vertiginosas, que dibujan en la literatura de su época y en la del porvenir un surco profundo.

Wolfe, un escritor que a su muerte prematura, acaecida antes de cumplir los cuarenta años, legó ya una importante cosecha de textos breves, dos enormes novelas inéditas, una tercera publicada, Del tiempo y el río, y una cuarta asombrosa por su fuerza lírica y conceptual, El ángel que nos mira, constituye un hito dentro de la tradición que en manos de William Faulkner, Carson McCullers y Flannery O’Connor cimentará el prestigio de las letras norteamericanas durante la primera mitad del pasado siglo.

Precisamente Faulkner señaló siempre su deuda con dos escritores como Sherwood Anderson y Thomas Wolfe, con aquél por abrirle las puertas a la ambición literaria, con éste por ser él mismo una magnífica encarnación de ese sueño todopoderoso. Este elogio del creador del condado de Yoknapatawpha hacia un escritor más joven (Faulkner era tres años mayor que Wolfe, que nació con el siglo), ilustra la impresion que su obra causó en vida a sus contemporáneos, incluso a los más dotados.

La unión de la experiencia viajera de Wolfe, inseparable de cierto romanticismo de cuño nacional, teñido de fábula ante la magnitud del territorio, pero también ante el empuje del american way of life, el aliento de las ciudades y su voracidad, y que encuentra su imagen más fidedigna en una concepción por momentos panteísta, un discurso a su manera emparentado con el de Walt Whitman, convirtieron a Wolfe en un narrador del asombro, una pluma que, valiéndose de un estilo dotado para la hipérbole, logró que sus representaciones del Tiempo, la Muerte o el Destino resonaran con fuerza memorable en su creación.

Empeñada desde hace tiempo en recuperar la obra de Wolfe, Periférica publica ahora Hermana muerte, texto breve y diáfano en sus motivos, aunque revelador de los intereses del escritor.

La peripecia del libro es sencilla. Paseante de la megalópolis neoyorquina, Wolfe relata cuatro muertes a las que asiste como espectador. El escritor no es aquí el flâneur de Baudelaire, cínico y desencantado, mordaz e irónico, cautivo del spleen y comentador de las modas, ni tampoco el relator de pasajes de Benjamin, ojo crítico y atento, enciclopédico y a la vez minucioso, forense y notario de la realidad. Estos dos peatones, el cronista y el filósofo, escépticos y a su modo astutos, no tienen cabida en el deambular de Wolfe.

El peregrino de Nueva York es un hombre deslumbrado y, a la vez, aterrado ante la evidencia de formar parte de la entraña del monstruo. Alguien que toma nota de su desconcierto en la gran ciudad al tiempo que se admira de formar parte de su sistema circulatorio. Wolfe se sabe apenas un rostro en la multitud. Las imágenes que cifran su relación con la vida moderna son las que atienden a una dialéctica de magnitudes: átomo perdido en la masa, gota de agua en el océano, minúsculo engranaje de la maquinaria.

Para ilustrar esta relación no especular, por necesidad asimétrica, Wolfe descubre en el accidente la más notoria evidencia de la fatalidad. Las tres primeras muertes que Wolfe relata son hijas del azar, y como tal arrojan al rostro del hombre su condición de criatura.

Un hombre aplastado por un camión, un borracho víctima de una caída y un obrero que se precipita al vacío son manifestaciones de una instancia ciega y sin escrúpulo, ante la que apenas cabe detenerse, recogerse durante un instante de piedad o estupor y proseguir la marcha. Cualquier otra consideración resulta improcedente.

El espejo de la ciudad no devuelve a su habitante reflejo alguno, salvo su intrascendencia. Mediante la escritura, Wolfe recoge este hecho que habla de una diferencia de grado insalvable. No hay continuidad posible entre la metrópoli y las conciencias que la habitan. En la muerte accidental, inesperada, innegociable, este desfase cobra un sentido que nos deja inermes ante el poder de los acontecimientos.

Y sin embargo es la cuarta muerte, aquella que sucede ante los ojos del mundo de modo casi pacífico, sin violencia ni crueldad, como el tránsito de la vigilia al sueño, la que provoca un pavor más hondo en quienes la contemplan. Es la extinción de un cualquiera, del hombre sentado en un banco del metro a quien la muerte, literalmente, acomete en un suspiro, ante el discurrir desdeñoso de la multitud, la que interpela a nuestra intimidad sin remedio, la que hace zozobrar nuestros cimientos.

Porque quien muere ahí, parece decir Wolfe, encarnado en ese irlandés no muy inteligente pero sin duda perspicaz, que ha vivido siempre un peldaño por encima de la pobreza gracias a sus manejos y a sus pequeñas artimañas, es el alma misma de la humanidad, el precipitado de millones de cuerpos, la suma nada memorable pero irrenunciable de nuestras circunstancias. Y porque es a ella, a nuestra fragilidad vagabunda, a la que la muerte hermana y presta su singular pátina, esa que en la escritura de Wolfe nos hace recordar siempre cuánto de heroico se esconde en el mero hecho de estar vivo.

Hay escritores que, a pesar de transcurrir como meteoros, bien porque escribieron poco, bien porque su vida fue breve, dejan huella imperecedera en su tiempo. Thomas Wolfe ejemplifica una de esas trayectorias vertiginosas, que dibujan en la literatura de su época y en la del porvenir un surco profundo.

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