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Para una historia universal de la infamia
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Ricardo Menéndez Salmón

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Para una historia universal de la infamia

A poco que rastree en su memoria cinematográfica, cualquier espectador recordará una serie de discursos que jalonan su educación sentimental. La mayoría suele reproducir un mismo

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A poco que rastree en su memoria cinematográfica, cualquier espectador recordará una serie de discursos que jalonan su educación sentimental. La mayoría suele reproducir un mismo esquema: un momento álgido de la peripecia, un instante para los tribunales de la moral, un público más o menos ajeno, indiferente o abiertamente hostil al otro lado de la representación. Una figura sola, inflamada por una injusticia padecida y dueña de un acento elegiaco, toma el testigo, se apropia de la escena y dicta la soberanía de su juicio. La imagen se vuelve apoyatura, marco, mero decorado.

Entre tanto, la palabra reivindica sus poderes y deviene un agujero negro capaz de succionar emociones, razón y prejuicios. Punto sin retorno de la acción, este episodio capital se hace un hueco en el corazón de quien lo contempla y perdura como el instante por antonomasia de una narración ejemplarizante. Los casos podrían multiplicarse atendiendo a la biografía de cada cual. Citemos unos cuantos que habitan en el recuerdo: Charles Laughton como Albert Lory en Esta tierra es mía de Jean Renoir; Marlon Brando como Marco Antonio en Julio César de Joseph Leo Mankiewicz; Montgomery Clift como Rudolph Petersen en ¿Vencedores o vencidos? de Stanley Kramer.

Uno de los momentos más emotivos de la historia del cine es aquel en que Kirk Douglas, encarnando al coronel Dax, denuncia en Senderos de gloria, la obra de Stanley Kubrick, la monstruosidad a la que el ejército francés ha sometido su propia dignidad. El sostén casi oracular de la escena (la frase de Samuel Johnson según la cual "el patriotismo es el último refugio de los canallas") ha fecundado la conciencia de millones de espectadores.

Lo curioso del caso es que, dentro del material literario que inspiró la película, la novela homónima de Humphrey Cobb, editada ahora por Capitán Swing, el coronel Dax apenas desempeña un papel secundario (en la película suplanta a otro carácter, el teniente Étienne) y la frase del escritor inglés que sirve de motivo a su discurso ni siquiera existe. La licencia cinematográfica no resulta en todo caso obstáculo para reconocer una evidencia: la narración de Cobb merece figurar por derecho propio en los anales de una historia universal de la infamia.

Los alegatos contra el militarismo han adoptado múltiples formas. La que Cobb escoge para insinuar su asco es muy inteligente. El desmán que narra es de tal magnitud que no precisa de una justificación ad hoc para denigrarlo. Basta con exponer las estaciones del disparate y mostrar, con una distancia y contención espléndidas, las reacciones que el absurdo suscita en sus protagonistas.Senderos de gloria supone, en primer lugar, la evidencia de cómo se gesta una carnicería de despacho. Sólo más tarde se explica cómo una vileza espantosa, la confesión de una negligencia horrible, apenas se puede ocultar mediante el cometido de una infamia aún mayor. Es la habitual lógica del poder: para ocultar una vergüenza, perpetrar una aberración.

La única jerarquía visible en la novela es la del mando, lo cual equivale a decir la del capricho más brutal e irreprimible, aquel que, en época de guerra, un hombre puede ejercer sobre otro por el hecho de precederlo en el escalafón. Esta jerarquía desmiente cualquier atisbo de mérito entre las personas, esperanza alguna de individuación. Lo único que salva o condena es ser soldado, sargento o general. La historia de esta iniquidad se escribe, pues, desde el despliegue de galones cosidos a una guerrera, no desde la educación, el talento o la virtud. Por eso el episodio bélico que Cobb nos traslada resulta tan patético. Porque ningún hombre puede declararse ajeno a él. Lo enorme de su arbitrariedad hace imposible ignorarlo.

En 1916, durante la Primera Guerra Mundial, un regimiento francés es obligado por sus superiores a atacar una posición inexpugnable, el Pimple. Dentro de la economía objetiva de la guerra, el Pimple es intrascendente, pero dentro de la ecología de los mandos y sus estrategias de promoción y reconocimiento, el Pimple forma parte de un delicado ajedrez que se asocia a la gloria. Lanzadas contra el Pimple, las tropas de asalto reciben la respuesta que cabía esperar: el fuego enemigo las obliga a volver a sus posiciones de partida.

Materialmente, es imposible avanzar. El ojo del general que asiste a esta imposibilidad advierte sin embargo otra cosa. Y lo que advierte es cobardía. El regimiento que ha sido despedazado nada más asomar la cabeza de sus trincheras no ha intentado en realidad tomar el Pimple. Un elenco de hombres ha ignorado el dictado de sus superiores. Así que, en consecuencia, hay que llevar a cabo una acción interna de castigo. Evidenciar la irresponsabilidad de las tropas mediante un acto sumarísimo, una punición soberana.

Es aquí donde Senderos de gloria abandona el terreno del antimilitarismo y se convierte en una disputa más amplia en torno al concepto de humanidad. Porque lo que el mando exige a sus oficiales es que escojan, de entre la masa de hombres a su disposición, a aquellos que deben morir para satisfacer el capricho de un Moloch que quiere dar ejemplo. El libro enciende entonces su antorcha moral, la que Kubrick, sirviéndose de otro lenguaje, reenviará al discurso de Dax.

Enfrentar a un hombre al más terrible de los compromisos: que decida el nombre de aquel a quien debe matar, no sólo a sabiendas de que es un compatriota, sino a sabiendas de que no es culpable, de que su muerte sólo servirá para que alguien pueda ignorar el delirio moral que puso en marcha una lotería de la carne. Imposible no recordar la sentencia de Jünger en Tempestades de acero ante la visión del soldado inglés muerto: «El Estado, que nos exime de la responsabilidad, no puede librarnos de la aflicción».

Ya se apuntó la fuerza que el cine posee para grabar en la memoria lecciones morales. Si alguien hubiera recreado en una pantalla el discurso fúnebre de Pericles durante la guerra del Peloponeso, ese discurso perduraría hoy con mayor intensidad que el texto de Tucídides. Y sin embargo conviene acudir al original del historiador griego para no ignorar ni uno solo de los acentos de ese fragmento apasionado, ni un apunte humano de sus inflexiones. Del mismo modo, y por estremecedora que siga resultando todavía hoy la visión de Senderos de gloria, es un regalo formidable tener acceso al texto de Humphrey Cobb. No en vano, la literatura alcanza estadios del ánimo donde ninguna imagen llega. A esas regiones son a las que apunta este libro bello y furioso, y que cuenta una historia, en puridad, insoportable de aceptar.

A poco que rastree en su memoria cinematográfica, cualquier espectador recordará una serie de discursos que jalonan su educación sentimental. La mayoría suele reproducir un mismo esquema: un momento álgido de la peripecia, un instante para los tribunales de la moral, un público más o menos ajeno, indiferente o abiertamente hostil al otro lado de la representación. Una figura sola, inflamada por una injusticia padecida y dueña de un acento elegiaco, toma el testigo, se apropia de la escena y dicta la soberanía de su juicio. La imagen se vuelve apoyatura, marco, mero decorado.

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