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1918, mucho más que una gripe
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Jaime M. de los Santos

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1918, mucho más que una gripe

Fue el año de la enfermedad pero también hubo luces necesarias en mitad de la negrura de la guerra: luces que llegaron de la cultura

Foto: Firma de paz en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles
Firma de paz en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles

Enero de 1918. Empieza el año y en todas las noches europeas, bajo cada uno de sus cielos, hay miedo, hay dolor. Siguen sonando disparos. El hambre recorre las calles y se mezcla con la sangre de quienes han cejado en su intento de seguir viviendo. Escenas cruentas sepultan la poca fe que resiste, esa a la que se aferran los que ya nada tienen que perder. Plegarias cortas junto a ataúdes baratos. Salmodias desprovistas de canto, calladas. El invierno es más duro, más frío, más gris que en los años anteriores.

Julio de 1918. Marne se convierte de nuevo en escenario de la barbarie. La canícula anuncia el principio del fin. Con los vencidos cada vez más dibujados, arranca cierto sentimiento de excitación en un bando. Toca rehacerse o, al menos, soñar con la reconstrucción. Nadie quiere ya guerra. No quedan nichos que llenar. No quedan lágrimas. En un sótano de la casa Ipátiev, en Ekaterimburgo, son asesinados todos los miembros de la familia Romanov, “el comité ejecutivo de los Urales ha decidido ejecutarles”. La gripe se hace fuerte y se alterna con las balas. Aún no se ha mostrado en toda su magnitud, pero arrecia al son del resto de plagas.

Foto: Enfermos atendidos en masa en plena epidemia de la llamada gripe española.

Octubre de 1918. La gripe ya mata con más virulencia que las bombas. Ha llegado desde Kansas y muerde con saña la poca vida que se hacina en Occidente. Si, 20 meses antes, el presidente Wilson enviaba tropas a Francia porque “el mundo debe ser un lugar seguro para que exista la democracia”, en primavera, esos mismos soldados traen consigo la influenza. Acaba la guerra, pero la muerte no cesa. Como si el último libro de la Vulgata, el Apocalipsis, hubiese sido develado y sus jinetes camparan más libres que nunca.

Noviembre de 1918. En Rethondes, el día 11, se firma el armisticio que pone fin a la Gran Guerra, a la I Guerra Mundial. Dos días antes, el káiser Guillermo II ha abdicado. Faltan siete meses para que, en Versalles, se firme el primero de los tratados de paz. Se decide el futuro del mundo, pero nadie parece verlo. Hay que humillar a Alemania.

Foto: Cuerpo de la Cruz Roja en St. Louis durante la epidemia de gripe de 1918. (Universal History Archive)

Diciembre de 1918. Los fallecidos por gripe superan a los de la guerra. La alegría de la paz queda sepultada por la desesperación de la pandemia. Las iglesias, de un lado y de otro, se llenan de réquiems, de rostros hirsutos cansados de tanto llorar.

Cultura luminosa

Pero en 1918 también hubo luces. Quizás imperceptibles para quienes padecieron aquel drama. Tenues para los que sentían sobre su cuerpo el peso del metal. Pero necesarias en mitad de la negrura. Luces que llegaban de la cultura, desde el fondo de unas almas tan dolientes como todas las demás, pero dotadas con la gracia de la suprema belleza.

Un año de cambio, de profunda reflexión. De diálogo. De premura. El 8 de febrero, en la morgue de Viena, Egon Schiele se postra ante los restos de Gustav Klimt. Quiere dibujarlo. Quiere captar su último aliento, la última versión de su yo. Allí reposa el artista, pero, también, todo un tiempo que se acaba. Mientras, en Berlín, en la Galería I. B. Neumann, tiene lugar la primera velada dadaísta, “con su frenesí de timbales y tam-tams”; y en París, Ozenfant y Le Corbusier publican 'Après le cubisme', donde sientan las bases de una nueva forma de sentir la arquitectura, un “lirismo matemático” que contraviene de forma áspera el “decorativismo” de la pintura cubista. Picasso, por su parte, se casa con la bailarina Olga Koklowa y pinta arlequines, naturalezas muertas y bañistas (de Biarritz), que retuercen sus anatomías como en los exóticos lienzos de Ingres.

placeholder Pablo Picasso, 'Les-baigneuses' (1918).
Pablo Picasso, 'Les-baigneuses' (1918).

Los 'ballets russes' de Serguéi Diághilev (y Cocteau, Satie, Koklowa y Picasso) vuelven a España. Hacen su estreno en Valladolid, con Joaquín Turina al frente de vientos y maderas, de metales y cuerdas. Un espectáculo total donde cuerpos y notas se entreveran con vestidos que no son sino extensiones de toda la crepitante vanguardia; obras de arte al servicio del gesto, de músicas inopinadamente nuevas. El matrimonio Delaunay, que también regresa, pero a la más que neutral Madrid, pretende crear, junto al ruso, un “negocio teatral relativamente nuevo”, para el que piden consejo a un extenuado Ramón María del Valle Inclán (que vive su paso de la estética a la ética). No lo consiguen; sí, el encargo para una renovada 'Cleopatra', donde crepita ostentoso todo el ideario orfista.

Se escucha, tímida, pero en toda su modernidad, la 'Historia de un soldado' de Ígor Stravinsky, “obra para ser leída, tocada y bailada”; también 'Gianni Schicchi' de Puccini y 'Frontispice', para piano, de Ravel. Se pintan los expresionistas telones de 'El gabinete del doctor Caligari', y Griffith, “padre del cine moderno”, estrena 'Lo más grande en la vida'. En la capital de la recién creada República de los Soviets, Kazimir Malévich desvela su manifiesto suprematista, “semilla de todas las posibilidades”, su 'Cuadrado blanco sobre fondo blanco'; un nuevo evangelio colgando de los restos de un imperio que ha dejado de existir. El blanco convertido en “desierto de la nada”. El cuadrado alumbrando la génesis de un nuevo orden.

placeholder Malevich, 'Cuadrado blanco sobre fondo blanco' (1918).
Malevich, 'Cuadrado blanco sobre fondo blanco' (1918).

“Dadá es nada”, grita Tristan Tzara desde Zúrich. La nada. Ese sentimiento que padecieron millones de ciudadanos en todo el mundo. Ese vacío absoluto que se instaló en ciudades y pechos. Un silencio ronco que no era blanco sino negro, como los lienzos de Ródchenko. No hubo un solo rincón que no penara el azote, que no sufriera el duelo, primero de la guerra, después de la gripe. Ni un fragmento de tierra que no sintiera la letanía salada de la pena.

Julio de 1919. Autocomplacientes miradas colisionan con los espejos del gran salón de Versalles. Se multiplican, se confunden con las guirnaldas que cuelgan sobre los vanos. La tramoya diseñada por Le Brun convertida en campo de batalla. El último, piensan. Dos décadas más tarde, la vieja Europa amanecerá con el drama de los desplazados, con la infamia de los campos de concentración, con una guerra que pondrá fin a todo. Pero, ahora, toca festejar la victoria bajo la atenta mirada del Rey Sol pintado en la bóveda; celebrar el fin, como dirá Lloyd George, “de todas las guerras”.

Enero de 1918. Empieza el año y en todas las noches europeas, bajo cada uno de sus cielos, hay miedo, hay dolor. Siguen sonando disparos. El hambre recorre las calles y se mezcla con la sangre de quienes han cejado en su intento de seguir viviendo. Escenas cruentas sepultan la poca fe que resiste, esa a la que se aferran los que ya nada tienen que perder. Plegarias cortas junto a ataúdes baratos. Salmodias desprovistas de canto, calladas. El invierno es más duro, más frío, más gris que en los años anteriores.

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