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El ministro descreído y 'la dama de Shanghái'
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Jaime M. de los Santos

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El ministro descreído y 'la dama de Shanghái'

El poder se ha valido siempre de la cultura para dignificar su tiempo, para elaborar un relato que fuera capaz de emocionar. La ha protegido. La ha admirado

Foto: 'La dama de Shanghái', de Orson Welles (1948).
'La dama de Shanghái', de Orson Welles (1948).

Hay, en la historia universal del cine, títulos que, por su poderosa narración, por la inmensidad de su trama, trascienden esa premura propia del mirar hasta el punto de convertirse en paradigma de una realidad sublimada. Hay, además, secuencias que representan un todo, que son capaces, por sí solas, de dar forma a una idea, de ser, al mismo tiempo, verso y prosa. Esa es la grandeza de Orson Welles, su capacidad para crear de la nada, con celuloide en vez de barro, verdades inmutables, imágenes que condensan sentimientos que parecían imposibles de representar. Entre todas ellas, hay una especialmente elocuente, que, a pesar de lo claustrofóbico, de su inquietante negrura, supura solemnidad: el laberinto de espejos en el que Elsa Bannister se sumerge hasta acabar condenada. Un poliédrico y reluciente instrumento de tortura donde el reflejo de la dama de Shanghái y su viscoso marido se multiplica como el eco de un temor, como un permanente y vil recuerdo que, incesante, regresa para arrasarlo todo.

Tres son las Parcas según Ovidio, “las tríplices diosas” que diseñan nuestro existir. Tres las artífices del pasar de los días, las encargadas de dibujar esa hipérbole que es la vida. Tres matronas romanas que portan el hilo, Nona, Décima y Morta, y a las que, en puridad, habría que sumar una cuarta, Crisis. También regresa para acabar con todo. También define, silencia, acosa. Es por ella que los días pesan, que las horas se mezclan con bruma, entretejidas por el hilo del destino; ese que corta, tensa y con el que asfixia. Y, siempre que arrecia, cada vez que campa inmisericorde por la tierra, las artes, la belleza, la poiesis, padecen su densa ira.

placeholder 'El infierno (de la obra de Dante)', pintado por Sandro Botticelli. 1480-1495. Museos Vaticanos.
'El infierno (de la obra de Dante)', pintado por Sandro Botticelli. 1480-1495. Museos Vaticanos.

“Un país en donde no se comprende el arte (…) es un país de gente desdichada (…), un país sin espíritu”, dirá Ionesco en plena asunción de metas que, pensaba, no eran más que espejismos, “una de las amenazas que pesa sobre la humanidad que no tiene tiempo de reflexionar”. Y, justo ahí, arrecia Crisis, devorando el pensamiento crítico, racionándole al espíritu su alimento vital, la cultura; ese espejo donde la sociedad se mira, su percepción más íntima, la más sensible, la más real. Segarla es dejar sin testigos, sin rastro visible. Cuando Rita Hayworth, macabra, dispara a su esposo, lo que precisamente busca es eso, eliminar para siempre su yo más real, el que ese reflector incorruptible le devuelve amplificado.

placeholder Un detalle de la Cappella dei Magi. Benozzo Gozzoli. 1459. Palazzo Medici Ricardi. Florencia.
Un detalle de la Cappella dei Magi. Benozzo Gozzoli. 1459. Palazzo Medici Ricardi. Florencia.

Un tiempo sin pasado no es tiempo. Un pasado sin cultura no es pasado. Intentar asolarla, someterla, arrinconarla, silenciarla, apretar, en definitiva, el gatillo, es como quitarse la vida. Dante aseguraba que quien se mata a sí mismo, acaba devorado por arpías, en el séptimo de los círculos de su Inferno. No creo en el infierno. No creo en las arpías. Lo que sí creo es que, quien no es capaz de ver en las artes el reflejo del mundo, quien no comprende su magnitud, permanecerá ciego. Pero no como Max Estrella, que sabía que “las imágenes más bellas en un espejo cóncavo” pueden parecer “absurdas”, no; ciego de indolencia, de apostura. Pero, claro, para ver hay que creer.

Orson Welles, que no rezaba “porque no quiero aburrir a Dios”, sí creía que, “cuando todas nuestras ciudades sean polvo”, cuando todo desaparezca envuelto por “la final y universal ceniza”, la catedral de Chartres, “ese rico bosque de piedra (…), será lo que escojamos (…) para testificar lo que pudimos llevar a cabo”. La cultura como última esperanza, como vestigio, como testigo mudo de nuestra grandeza. Trascender puede que sea uno de los principales anhelos de toda sociedad. Ser hoy pero también mañana. Escapar al ominoso olvido. Por eso Piero de Medici se hace retratar junto a los suyos en la capilla de su palacio florentino, para, metamorfoseado en séquito de los Magos de Oriente, burlar a la sempiterna muerte; por eso, la indemne efigie de Luis XIV inunda cada rincón de Versalles, para convertirlo en infinito.

placeholder La Galería de los Espejos del Palacio de Versalles (1684) con una de las esculturas de Takashi Murakami que se instalaron en 2010.
La Galería de los Espejos del Palacio de Versalles (1684) con una de las esculturas de Takashi Murakami que se instalaron en 2010.

Al rey sol le fabricaron su imagen. Su poder, tan absoluto como abstracto, requería de una estructura que, además de hacerle omnipresente, consiguiera volverle eterno. Pinturas, monedas, tapices, estatuas, ópera, danza, todo en pos de su dignidad, todo a su semejanza; y el palacio, privilegiada tramoya, como soporte de ese sistema, como escenario para su exaltación mundana. El poder se ha valido siempre de la cultura para dignificar su tiempo, para elaborar un relato que fuera capaz de emocionar. La ha protegido. La ha admirado. Ha querido hacerla suya para volverse historia. Incluso, cuando la ha destruido, ha creado una propia, un nuevo altar donde expiar culpas, desde el que hacer propaganda.

La cultura. Esa idea, a veces vaga, que nos recuerda qué somos, quién somos, cómo y qué hicimos. Ese transitar por verdades a medias, por caminos sin metas. Ese espejo que, hoy roto, es más que una oportunidad. Un refugio. Un consuelo. Cuestión de fe.

Hay, en la historia universal del cine, títulos que, por su poderosa narración, por la inmensidad de su trama, trascienden esa premura propia del mirar hasta el punto de convertirse en paradigma de una realidad sublimada. Hay, además, secuencias que representan un todo, que son capaces, por sí solas, de dar forma a una idea, de ser, al mismo tiempo, verso y prosa. Esa es la grandeza de Orson Welles, su capacidad para crear de la nada, con celuloide en vez de barro, verdades inmutables, imágenes que condensan sentimientos que parecían imposibles de representar. Entre todas ellas, hay una especialmente elocuente, que, a pesar de lo claustrofóbico, de su inquietante negrura, supura solemnidad: el laberinto de espejos en el que Elsa Bannister se sumerge hasta acabar condenada. Un poliédrico y reluciente instrumento de tortura donde el reflejo de la dama de Shanghái y su viscoso marido se multiplica como el eco de un temor, como un permanente y vil recuerdo que, incesante, regresa para arrasarlo todo.

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