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Y, yo digo, esto es un museo
Un museo no podía, no debía, ser un simple escenario para la contemplación, un arsenal estratificado de hitos: había que alterar el proceso, la mirada del espectador
La iconografía cristiana ha identificado siempre a san Juan Evangelista, autor del 'Apocalipsis', el más hermético de los libros que recoge la 'Biblia', con el águila, el ave que, según los bestiarios medievales, más alto volaba, la que más cerca estaba de Dios. Lo dice Calderón en uno de sus autos sacramentales, “yo, águila perspicaz, que / al sol miré más de cerca, / puedo desde aquí, mejor / informarte de las señas”. Quizás, cuando Marcel Broodthaers decide inaugurar su Musèe d´Art Moderne, lo que persiga sea precisamente eso, la más elevada de las visiones del hecho artístico, la más libre, la más próxima a la verdad. Y, tal vez por eso, lo llamara 'Département des Aigles', de las águilas, para, desde arriba, alcanzar a verlo todo.
“Sí Duchamp decía, esto es una obra de arte; yo dije, esto es un museo”. Uno erigido sobre cajas vacías, caparazones inertes esperando a ser, de nuevo, cómplices de la idea; en torno a reproducciones baratas de trabajos pretéritos, dispuestas en la pared como estampas, unas junto a otras, en un interminable y cabal compás. El museo elevado a obra. El contenedor, tradicional adalid de la cultura, transformado en contenido, en lugar privilegiado para la reflexión. Broodthaers, el poeta jeroglífico, lo que pretendía era teorizar sobre los modos de pensar el arte, incidir en la necesidad de instituciones vivas que atendieran las demandas reales de los creadores; que superaran las rémoras postrománticas que, en definitiva, les tenían anquilosadas.
Un museo no podía, no debía, ser un simple escenario para la contemplación, un arsenal estratificado de hitos. Había que alterar el proceso, la mirada del espectador. Que pasara de pasiva a especulativa, de neutra a cómplice. Que asumiera la emoción como aspecto esencial del nuevo relato. Un relato fraguado en el conocimiento, en el estudio metódico de cada certeza, también de cada posibilidad; en la visión fragmentada de un hecho que, pareciendo absoluto, siempre se manifestará de forma arbitraria.
La liturgia de la belleza requiere de silencio, de introspección; de un mirar desprovisto de premura, de prejuicios. Transitar por las corrientes de esos silos de la cultura, atravesar sus cielos, sus sueños, es, siempre, un hecho iniciático, una oportunidad. Hay museos que fueron iglesias, que conservan cierto aroma a fe. Templos devenidos en otros altares, a veces laicos, en nuevas creencias; rendidos a la inmediatez, a la barbarie de la distancia. Mientras el cada vez más inhumano todo se impone, ese instante ante una tela, frente al frío mármol de un busto, es capaz de construirnos, de transformar nuestro interior. “Alimento espiritual”, que dejó escrito Kandinsky.
Hay museos que parecen iglesias. Moles varadas en mitad de lo cotidiano, entre casas, simultaneando mesura y virtud, exaltación y crudeza. Templos erigidos para la salvación del pasado, para su inapelable y sana custodia; renombrados ante la inopinable necesidad de seguir siendo. Estamos hechos de pasado. Somos eso, ayer. El presente es un invento fugaz, un instante verosímil que, por lo general, anda enredado en la construcción del mañana. Y la memoria puede que sea el único modo de asegurar el efímero ahora, el breve soplo del aquí.
Los museos, y no solo las obras de arte como también dijo Kandinsky, son “hijos de su tiempo”. Depósitos, más o menos estrictos, de sentimientos elevados, de instantes vividos, de “sueños soñados”. Cubículos que aguardan, pacientes, a ser ocupados por quienes sentimos la necesidad de conocernos, por los que conocen la necesidad del arte. Catálogos, muchas veces, de formas asumibles que, sin embargo, nos negamos a experimentar. Por eso, en su desnudo en el Louvre, Cristina Lucas transforma la piedra en piel, para enfrentarnos al absurdo de la moral aprehendida, para sacarnos de ese letargo auto impuesto que nos impide mirar. Es solo un hombre desnudo. Tan desnudo como los que le rodean. Tan hierático. Pero su desnudez no es lo que perturba, ni lo que mueve, lo que agita es la verdad. La verdad hecha carne.
El museo del Prado es una de esas verdades a medias. De carácter secular, concebido como “museo de todos los productos naturales”, según Juan de Villanueva, su alma es basilical, en fondo y forma, retórica. Rebosante de momentos, de milagros, de recuerdos y evidencias, de bufones, gestas y gestos, su grandeza asfixia. Es como un enorme cetáceo, como la ballena de Jonás, en cuyas entrañas, indemnes, seguras, se acumulan todas las respuestas. De todas las preguntas posibles, mi preferida es la que me dirige, siempre distinta, la infanta Margarita. Desde el interior de ese tabernáculo bidimensional que es 'Las meninas', ocupando el espacio de un santo, de un paladín, me mira silente, nos mira solemne. Si el espejo del fondo refleja esta orilla, si, Velázquez, fijos sus ojos en quienes, ingenuos, contemplamos la escena, lo que pinta es este mundo, el nuestro, el milagro se desvela, el tiempo se rompe. Y no es que los allí dispuestos en friso, llenos de vida, fantaseen con abandonar el lienzo, no; lo que ha conseguido, desde ese rincón del antiguo Alcázar de Madrid, es que, nosotros, al fin, seamos pintura. Espectáculo vivo frente al teatro cortesano. Simples e incautos objetos de museo.
La iconografía cristiana ha identificado siempre a san Juan Evangelista, autor del 'Apocalipsis', el más hermético de los libros que recoge la 'Biblia', con el águila, el ave que, según los bestiarios medievales, más alto volaba, la que más cerca estaba de Dios. Lo dice Calderón en uno de sus autos sacramentales, “yo, águila perspicaz, que / al sol miré más de cerca, / puedo desde aquí, mejor / informarte de las señas”. Quizás, cuando Marcel Broodthaers decide inaugurar su Musèe d´Art Moderne, lo que persiga sea precisamente eso, la más elevada de las visiones del hecho artístico, la más libre, la más próxima a la verdad. Y, tal vez por eso, lo llamara 'Département des Aigles', de las águilas, para, desde arriba, alcanzar a verlo todo.