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Roma vuelve a abrir, 'Roma città aperta'
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Jaime M. de los Santos

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Roma vuelve a abrir, 'Roma città aperta'

No hay peor guerra que la del miedo y, casi siempre, ese es un castigo que nos inoculan quienes, más temerosos que nosotros mismos, nos requieren débiles. Es hora de abrir las ciudades

Foto: 'Sin título (de la serie 'Trevi. Roma')', Martín Blázquez, 2011.
'Sin título (de la serie 'Trevi. Roma')', Martín Blázquez, 2011.

Cada vez somos más los que necesitamos de algún tipo de máscara para afrontar nuestro mundo. Cada vez son más los pretextos que inventamos para, esquivos, sencillamente ser otros. Cada vez es mayor el sentimiento de desarraigo, de futilidad. Cada vez que, 'Narcisos', nos miramos a un espejo, nos percibimos como miembros cada vez menos activos de esta cada vez más pasiva sociedad. Anna Magnani nunca necesitó de ambages ni mentiras, de máscaras, de inflamadas premisas a la hora de inventar la realidad. “No he hecho nunca el más mínimo esfuerzo para parecer otra persona”. Rapsoda de la verdad, de la inminente certeza del hoy, supo dibujar en su rostro la rudeza del dolor contenido, de la ansiedad controlada, del auténtico temor. También una sorda alegría. Sus ojos, abisalmente ciertos, intensamente negros, transitaban, ascéticos, por entre los restos de un tiempo perdido; por una ciudad, Roma, que, desvelada por Roberto Rossellini, lloraba y rezaba a sus muertos, a medio camino entre la culpa y la desesperación. Loba capitolina, matrona omnisciente, su cuerpo, breve, no cedía al dolor y, roto, se transformó en icónico tótem.

Es la Roma neorrealista. La Roma del hambre. La eterna Roma 'eterna'. La 'Roma città aperta'. En uno de los fotogramas, colas de negativo a falta de película virgen, consecuencias de la guerra, se la ve correr frente a un puñado de hombres sin cara que están a punto de perder lo único que les queda, la vida. La calle no es calle, es paredón. Un muro de la vergüenza donde, otro puñado de hombres, pero sin alma, disparan al miedo. No hay peor guerra que la del miedo y, casi siempre, ese es un castigo que nos inoculan quienes, más temerosos que nosotros mismos, nos requieren débiles. Es hora de abrir las ciudades. También los pechos. Es momento de repensar la realidad.

placeholder Anna Magnani en un fotograma de 'Roma città aperta', Roberto Rossellini, 1945.
Anna Magnani en un fotograma de 'Roma città aperta', Roberto Rossellini, 1945.

Desde hoy, Roma vuelve a estar 'aperta' a todos cuantos la amamos. Volver a sus calles, a su luz, a su pulso quedo, puede que sea uno de esos deseos que, entreverado de leyendas, todo ser sensible haya tenido alguna vez. A Roma se la siente. La pagana y la cristiana. La imperial, la de los Papas y la profundamente bella. La de las siete colinas. El Gianícolo es la octava. Allí fue crucificado san Pedro, boca abajo. Allí erigieron, los Reyes Católicos, su templo más clásico, el más moderno. 'San Pietro in Montorio'. Un edículo de mármol con vistas a la infinitud, bajo un cielo plano, intensamente azul. En las frías metopas, la historia del santo. Bajo sus tapias, la euforia del ayer.

Roma es siempre ayer. Ese es su hoy. También su mañana. Vive, quieta, sin esperar nada, sin alterar su 'tempo', mecida por una especie de indolente gloria. Es implacable. Caótica y devota. Exuberante. Escenográfica y sensual, se abre como esas frutas maduras, exultantes, que, a pleno sol, inducen al deseo. Como las que retrata Caravaggio, contundentes, carnales, desbordando el cesto. Dispuestas a ser devoradas. Roma es eso, una naturaleza muerta “siempre viva”, un túmulo de sagrada belleza. Hasta allí, peregrinarán sedientos, todos los que, alguna vez, quisieron ser algo, los que aún anhelan conocer los porqués del arte. En sus fuentes, hedonistas, crepitantes, ahogarán su afán de saber, el obstinado ímpetu de la imaginación. También Velázquez.

placeholder 'Cesta de frutas', Caravaggio, 1599. Pinacoteca Ambrosiana.
'Cesta de frutas', Caravaggio, 1599. Pinacoteca Ambrosiana.

Roma es agua. La del Tíber. La de sus fuentes. Incesante manantial de formas, de versos, de inspiración; “con una historia en cada una de sus piedras esparcidas por el suelo”, que escribió Dickens. Generosa, se muestra íntegra, como prodigio del tiempo que, en su caso, no pesa, no pasa; que se amontona en torrentes de piedra que se han vuelto carne, que llenan cada rincón de esta ciudad hecha de esquinas. Mujeres y hombres, santos, santas y deidades, se reparten por entre la multitud, sobre pedestales y cimas, bajo palio. Asoman en capillas, sostienen cirios, palmas, obeliscos. Se enfrentan, desde sus hornacinas, a la rotundidad de otras pieles, de otras beldades. La de Anita Ekberg parece transparente. Sus formas, apasionadamente barrocas, se funden con las de Océano, con la rocalla que emerge, nívea, del 'palazzo Poli', esa tramoya ficticia, sorpresiva y necesaria. Es la 'dolce vita', la caída al vacío; “nuestras mentiras. Nuestras vanidades”. Si, como aseguró Federico Fellini, “pese a todo, la vida tiene una dulzura profunda, innegable”, quizás sea Roma el escenario más propicio.

placeholder Anita Ekberg en la Fontana di Trevi. 'La dolce vita', Federico Fellini, 1960.
Anita Ekberg en la Fontana di Trevi. 'La dolce vita', Federico Fellini, 1960.

El barroco contiene, siempre, algo de impostura, de autoimpuesta teatralidad. Para ensalzar el espíritu, se sirve de la forma en toda su prolija expresividad. Ahí están la Fontana di Trevi, la Piazza Navona o Santa Maria della Pace. Los frescos de Andrea Pozzo, el ponte Sant' Angelo o la santa Cecilia de Maderno. De todas esas Romas que construyen la Roma jubilar, la de Borromini puede que sea la más delirante, la más perfecta y la cúpula de Sant' Ivo della Sapienza, el colmo de la 'ingegnosa', de la invención. Las fórmulas cóncavas, las convexas, se superponen en ese todo impetuoso, hexagonal, en esa suma de contrarios que le confieren 'vita'; una vida que fluye violenta y se eleva hasta alcanzar la linterna, un 'tempietto' helicoidal, flamígero, que retorna al cielo desde su escalonada basa, que lucha contra la irrelevancia. Como nosotros que, más o menos ocultos, más o menos resguardados, requerimos de normalidad; que, sedientos de calle, luchamos por seguir siendo parte de una esquiva existencia, de un mundo real. Pura vida.

Cada vez somos más los que necesitamos de algún tipo de máscara para afrontar nuestro mundo. Cada vez son más los pretextos que inventamos para, esquivos, sencillamente ser otros. Cada vez es mayor el sentimiento de desarraigo, de futilidad. Cada vez que, 'Narcisos', nos miramos a un espejo, nos percibimos como miembros cada vez menos activos de esta cada vez más pasiva sociedad. Anna Magnani nunca necesitó de ambages ni mentiras, de máscaras, de inflamadas premisas a la hora de inventar la realidad. “No he hecho nunca el más mínimo esfuerzo para parecer otra persona”. Rapsoda de la verdad, de la inminente certeza del hoy, supo dibujar en su rostro la rudeza del dolor contenido, de la ansiedad controlada, del auténtico temor. También una sorda alegría. Sus ojos, abisalmente ciertos, intensamente negros, transitaban, ascéticos, por entre los restos de un tiempo perdido; por una ciudad, Roma, que, desvelada por Roberto Rossellini, lloraba y rezaba a sus muertos, a medio camino entre la culpa y la desesperación. Loba capitolina, matrona omnisciente, su cuerpo, breve, no cedía al dolor y, roto, se transformó en icónico tótem.

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