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En busca del tiempo perdido
Cada rincón de Venecia representa un nuevo paradigma, un pedazo de un tiempo que en verdad parece perdido y que, minucioso, Marcel Proust se dispone a recuperar
El 9 de julio de 1902, la cara norte del 'campanile' de San Marcos despierta atravesada por una profunda grieta. El ladrillo, que parece deshacerse, se abre en una llaga que amenaza con corromper el cuerpo de ese símbolo unívoco de la ciudad-estado que sigue mirando a Oriente. Cinco días más tarde, a las nueve horas y cuarenta y siete minutos de la mañana, cae desplomado sobre la 'piazza'. Henriette Nigrin acaba de bajarse de un 'vaporetto'. Viene dispuesta a sumarse al gineceo que guarda a Fortuny en el Palazzo Martinengo. El escombro de la torre alcanza al Duomo; anega la salida al mar. La 'loggetta' del Sansovino y todos sus relieves olímpicos yacen desmembrados. Por entre la broza asoman restos de victorias aladas, un brazo de Minerva y lo que parecen las fauces de uno de los leones hasta entonces rampantes sobre el friso; balaustres, florones, hojas de acanto, de vid.
Parte de esa panoplia vegetal, de ese universo poderoso, también respira en los quitones de perfil matemático que Fortuny y Henriette recrearán en su taller del Palazzo Orfei, en cada uno de sus tejidos; hojas lanceoladas, roleos, claveles, cardos, uvas, granadas. La naturaleza dispuesta a entreverar la carne, trepando por entre las telas, agarrada fuerte a esas urdimbres de algodón, de terciopelo de seda. Piezas hechas para mujeres fuertes, para mujeres libres. Para mujeres como la Albertina de Proust.
Marcel Proust, que ha viajado a “ese cementerio de felicidad” que es la Venecia de 1900, observa la sombra infinita que proyecta el 'campanile' sobre el pavimento blanco y gris de la 'piazza', sobre las tracerías góticas del Palazzo Ducale que se pierden en la profundidad cerúlea del canal grande. Aún no se ha derrumbado. Todo es un descubrimiento en esa ciudad con perenne olor a sal. En la Scuola di San Giorgio degli Schiavoni encuentra a Vittore Carpaccio y su minuciosidad narrativa; en la Gallerie della Accademia, toda la luz y el color de su pintura inmensa. Cada rincón representa un nuevo paradigma, un pedazo de un tiempo que en verdad parece perdido y que, minucioso, se dispone a recuperar. Le acompaña su madre, la misma que le inspira uno de los pasajes más angustiosos de ese colosal tratado del mundo moderno que es En busca del tiempo perdido, ese beso que “duraba tan poco (…) que era para mí un momento doloroso”.
Ese dolor lacerante, ese pesar “que destrozaba toda la calma que un momento antes me traía (…) su rostro lleno de cariño”, sobrevive a lo largo de toda la obra como un eco incesante, como un fragor que se hace infinito con la llegada de Albertina. Desde Balbec teme su libertad, su naturaleza mundana y apasionada. La quiere cautiva en París, custodiada por Francisca, en el mismo apartamento donde, de niño, soñaba con el exaltado mundo de Oriana, la duquesa de Guermantes. Es ella la que le incita a regalarle a su 'prisionera' las túnicas de Fortuny, los vestidos de aquel “mago”, del “hijo genial de Venecia”. Envuelta en uno de ellos, un gabán azul con adornos dorados, se perderá para siempre.
Marcel, imagen especular del propio Proust, atormentado y sensible, también viajará a Venecia, la ciudad “rutilante de un sol que hacía casi imposible mirarlo”, de rumor de agua; y en la Academia, frente a 'Il miracolo della reliquia della Croce', de Carpaccio, entre la turba de góndolas y rostros acerados, bajo la muchedumbre de chimeneas bulbosas, descubrirá a Albertina. O, al menos, su gabán azul con adornos dorados. Allí se inspira Fortuny, en un pasado por el que transita con mirada antropológica, con urgencia creativa. Allí están sus hopalandas, sus casullas y sus capas, “renaciendo, suntuosas, de sus cenizas”. Allí campean todas las formas de un tiempo que tampoco quiere perder. Rodeadas de belleza.
En el mismo escenario, “un determinado paisaje marino y su pasado medieval”, Thomas Mann envuelve a Gustav von Aschenbach en esa pugna implacable por la belleza que es 'Muerte en Venecia'. La belleza del joven Tadzio, del amor imposible; la de una ciudad asediada por la peste. La inexpugnable belleza de mujeres encerradas en sus velos de piedra calada, bañadas por el mar del Lido. Luchino Visconti, inmenso y crepuscular, en su cinta, hará que se escuche a Mahler. Ciento treinta minutos en do sostenido menor. Ciento treinta minutos de honda y exuberante tristeza. De caída. La enfermedad, la pasión prohibida e irrenunciable, el sofocante calor, el miedo y la dicha, degradan a Aschenbach hasta convertirlo en mueca, en una máscara asustada cubierta de afeites. La muerte por la belleza. Es 1912 y el 'campanile' de San Marcos se alza soberbio sobre los tejados de mármol de la Zecca, junto a la Biblioteca Marciana. Otra vez.
El 9 de julio de 1902, la cara norte del 'campanile' de San Marcos despierta atravesada por una profunda grieta. El ladrillo, que parece deshacerse, se abre en una llaga que amenaza con corromper el cuerpo de ese símbolo unívoco de la ciudad-estado que sigue mirando a Oriente. Cinco días más tarde, a las nueve horas y cuarenta y siete minutos de la mañana, cae desplomado sobre la 'piazza'. Henriette Nigrin acaba de bajarse de un 'vaporetto'. Viene dispuesta a sumarse al gineceo que guarda a Fortuny en el Palazzo Martinengo. El escombro de la torre alcanza al Duomo; anega la salida al mar. La 'loggetta' del Sansovino y todos sus relieves olímpicos yacen desmembrados. Por entre la broza asoman restos de victorias aladas, un brazo de Minerva y lo que parecen las fauces de uno de los leones hasta entonces rampantes sobre el friso; balaustres, florones, hojas de acanto, de vid.