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El último día de Federico García Lorca en Madrid
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Jaime M. de los Santos

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El último día de Federico García Lorca en Madrid

Su última jornada en la capital, el 16 de julio de 1936, estuvo plagada de dudas

Foto: Guillermo Weickert en 'Esto no es la casa de Bernarda Alba', dirigida por Carlota Ferrer. Teatros del Canal, 2017. (Ilde Sandrin)
Guillermo Weickert en 'Esto no es la casa de Bernarda Alba', dirigida por Carlota Ferrer. Teatros del Canal, 2017. (Ilde Sandrin)

Vaslav Nijinsky se cree dios. Firma con la 'D' de Dios. “Dios en un cuerpo” bello y grácil. El suyo. Salvaje. En sus diarios, tan herméticos y dolientes como su espíritu, tan asfixiantes, emerge su verdadero yo, su fuerza infinita, la que no han sido capaces de contener los psiquiatras; aquella que se erigía en pasión mientras bailaba, cuando volaba como un pájaro de fuego. Toda la oscuridad de una vida de luz vertida en páginas de trazo histérico, de sexo y desesperación, de miseria. De locura. Sus palabras, sus ideas, sus terrores, cada uno de sus versos secos y entrecortados, lacerantes, se publican tras un expurgo, tras una desnaturalización que trata de hacerlo cuerdo, asumible, sano. La responsable taxidermista: su mujer. Es 1936. Enero. En España, Francisco Largo Caballero habla de “socialismo marxista, de socialismo revolucionario”, de “la conquista del poder”. Nijinsky escribe, “yo no soy socialista, (…) yo soy del partido de Dios. No quiero guerras ni fronteras”. Es un genio. Un “fauno redentor”. Un artista inmenso. Como Federico García Lorca.

En marzo de 1919, en Zúrich, Eugen Bleuler diagnostica de esquizofrenia a Nijinsky, acaba de iniciar su Diario; a Madrid, por fin, llega García Lorca. Es un poeta incipiente, un músico avezado. Un alma sensible. Madrid se muestra en toda su modernidad. Una capital renovada, neutral, atravesada por una Gran Vía que huele a París; que acoge a los Delaunay y su orfismo mágico, que suena a Manuel de Falla, a Joaquín Turina. Una ciudad de teatros: el Real, el Español, el Alcázar, el Calderón. En el Teatro Eslava estrenará 'El maleficio de la mariposa. Tragedia simbólica de amor imposible'. Trasunto entomológico de su particular drama. Un fracaso. Un “hermoso pateo”. Ya está instalado en la Residencia de Estudiantes, el único sitio de Madrid “donde yo puedo vivir”, insiste. Un espacio de libertad para hombres libres que se abren a la vanguardia, al mundo. Un faro a base de ladrillo rojo encaramado en lo alto de uno de esos cerrillos del Madrid de ayer, junto al viejo hipódromo, rodeado de chopos. Donde la llama la encienden Dalí, Buñuel y Pepín Bello. También Lorca.

placeholder 'Naturaleza muerta', Salvador Dalí, 1924. MNCARS.
'Naturaleza muerta', Salvador Dalí, 1924. MNCARS.

Es allí donde Buñuel, una tarde, le pregunta si es “maricón”; de allí donde, Federico, herido en lo más vivo, se levanta y huye. Pero Madrid ya representaba una huida, un rincón donde perderse, donde intentar ser quien en verdad es. Otro caparazón. Como también lo serán Cuba y Nueva York. Arquitecturas que le asfixian, que le reportan nuevos placeres. Que le sirven de acicate para nuevos poemas. 'Poeta en Nueva York' es una llaga, un nuevo modo de entender el arte. También su vida. El joven “de ojos soñadores” recorriendo el camino de la frustración del cuerpo con la insatisfacción intacta. Aquella cucaracha que amaba a una mariposa sin alas, llorando porque “no soy un hombre, ni un poeta, ni una hoja”.

placeholder Guillermo Weickert, Pep Tosar y Nao Albet, en 'El público', dirigido por Álex Rigola. Teatro de La Abadía y Teatre Nacional de Catalunya, 2015. (Ros Ribas)
Guillermo Weickert, Pep Tosar y Nao Albet, en 'El público', dirigido por Álex Rigola. Teatro de La Abadía y Teatre Nacional de Catalunya, 2015. (Ros Ribas)

De regreso a Madrid, no vuelve a la Residencia. Se acabaron las ceremonias del té al amparo de los lienzos neocubistas de Dalí, el deambular por entre las adelfas plantadas por Juan Ramón Jiménez. Se acabaron el piano y la biblioteca. Es otro hombre. Ni mejor ni peor. Uno distinto. Donde sí vuelve es al teatro, a su teatro “bajo la arena”. El dramaturgo, más poeta que nunca, desnuda su alma entera en El público hasta enfrentarse a todos sus miedos, a sus más profundas pulsiones. Es la verdad de la carne, de su sangre. La verdad de un teatro que no esconde, que revela. Por eso Enrique, que es Lorca y tantos otros, reprime sus deseos; por eso Gonzalo, que es quien Lorca quiere ser, vive libremente. Sin ambages. Sin caretas. Hasta volverse un mártir. Ese es el precio de la libertad, la soledad “donde tú no aparecerás ya nunca”. La muerte.

De regreso a Madrid, no vuelve a la Residencia. Se acabaron las ceremonias del té al amparo de los lienzos neocubistas de Dalí

La misma muerte que condena a Adela, que hundirá su casa bajo “un mar de luto”; que le llega a Nijinsky más tarde, mucho más tarde, “porque no quiero seguir viviendo”. La muerte exaltada, barroca, que se cuela entre los dedos de una madre “que no tiene un hijo siquiera que poder llevarse a los labios”. La muerte que acecha. Que asedia. La muerte “de amor huido” que entona el Perlimplín engañado; un amor tan esquivo, tan hiriente, como el que deja a Rosita reseca, soltera. Amor y muerte. Eso es la vida. La de Lorca termina un 18 de agosto de 1936. En Granada. Ya es un mártir. Como Gonzalo. Ya está muerto. Para siempre. “Como todos los muertos de la tierra”.

placeholder Fernanda Orazi (Rosita) y Francesco Carril (novio), en 'Doña Rosita anotada', dirigida por Pablo Remón, 2019. (Vanessa Rábade)
Fernanda Orazi (Rosita) y Francesco Carril (novio), en 'Doña Rosita anotada', dirigida por Pablo Remón, 2019. (Vanessa Rábade)

Su último día en Madrid está plagado de dudas. No sabe si viajar a Granada, si arrumbarse en su cuarto y no salir nunca más. Almuerza con Rafael Martínez Nadal. El amigo. El confidente. Le traslada su temor, toda su negrura; le da “horror dormir solo en el piso de la calle Alcalá”, dice. Le habla de Lot y de la destrucción de Sodoma, de la huerta de san Vicente. Es como si viera, como si previera. De un cajón de su mesa saca un paquete. Cinco cuadros de “un drama todavía inédito”. El público. Se lo da. “Si me pasara algo lo destruyes todo”. En su compartimento del tren de mediodía, con la sonrisa ciega, echa las cortinas. No hay abrazos. Es jueves, 16 de julio. Al día siguiente, estalla la guerra.

Vaslav Nijinsky se cree dios. Firma con la 'D' de Dios. “Dios en un cuerpo” bello y grácil. El suyo. Salvaje. En sus diarios, tan herméticos y dolientes como su espíritu, tan asfixiantes, emerge su verdadero yo, su fuerza infinita, la que no han sido capaces de contener los psiquiatras; aquella que se erigía en pasión mientras bailaba, cuando volaba como un pájaro de fuego. Toda la oscuridad de una vida de luz vertida en páginas de trazo histérico, de sexo y desesperación, de miseria. De locura. Sus palabras, sus ideas, sus terrores, cada uno de sus versos secos y entrecortados, lacerantes, se publican tras un expurgo, tras una desnaturalización que trata de hacerlo cuerdo, asumible, sano. La responsable taxidermista: su mujer. Es 1936. Enero. En España, Francisco Largo Caballero habla de “socialismo marxista, de socialismo revolucionario”, de “la conquista del poder”. Nijinsky escribe, “yo no soy socialista, (…) yo soy del partido de Dios. No quiero guerras ni fronteras”. Es un genio. Un “fauno redentor”. Un artista inmenso. Como Federico García Lorca.

Federico García Lorca