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Mi ahora, su ahora y el de 'Doña Rosita, anotada'
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Jaime M. de los Santos

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Mi ahora, su ahora y el de 'Doña Rosita, anotada'

Ahora, un ahora diferente al del primer párrafo, de regreso a mi mesa, también negra, con más café y un día menos, pienso en Lorca

Foto: Manuela Paso, Francesco Carril y Fernanda Orazi, en 'Doña Rosita, anotada', dirigida por Pablo Remón. (Vanessa Rábade)
Manuela Paso, Francesco Carril y Fernanda Orazi, en 'Doña Rosita, anotada', dirigida por Pablo Remón. (Vanessa Rábade)

Esta primera línea que estoy escribiendo ahora y que será leída por usted en algún momento indeterminado, que también es ahora, su ahora, es siempre la que más me cuesta escribir. No soy de principios ni finales. Los arranques me generan angustia; el final sed. Me muevo mejor en los nudos, entre toda esa materia que muñe un texto. En mi ahora, estoy sentado en una silla oscura de madera de roble tapizada en lienzo de algodón gris. Los brazos, que son igualmente de roble, están torneados; el respaldo coronado por la esquematización de lo que pudo ser un motivo floral. Hoy irreconocible. La compré en el Rastro, en uno de esos chamarileros que sacan sus tripas a la acera; que se exhiben sin orden al sol. No es cómoda. Pero me gusta. Hace tiempo que opté por la belleza. A mi izquierda, en una taza de Marimekko beis con un desperfecto en el asa, hay café americano. Bebo. Usted no sé dónde está; ni siquiera sé si está sentado, como yo. O de pie. No sé si ha dejado de leer y simplemente ya no está. No lo sé. Eso es lo mismo que piensa Rosita. Tampoco ella sabe si él está; si, en verdad, alguna vez estuvo. Y acepta. Consiente. Como Narciso, vive enamorada de una esperanza sin cuerpo, de promesas que son agua. Puro llanto.

El ahora de Rosita es circular; y está orlado de “eléboros, fucsias y crisantemos”. Su amor, que no es más que un puñado de cartas, es porque ella quiere que sea. Existe porque decidió creer. Si no crees no queda nada. “Pero lo sabían todos y yo me encontraba señalada por un dedo que hacía ridícula mi ilusión de prometida”. Por eso se acaba; porque son los demás los que saben. Y se queda seca. Fernanda Orazi, gigante, que es la Rosita de nuestro ahora, nuestra 'Rosita anotada', viste de blanco y alza la voz. “¿Es que no tiene derecho una pobre mujer a respirar con libertad?”. Hasta hace poco no. Hasta hace poco las mujeres, por el simple hecho de serlo, ni siquiera podían votar; “demasiado peligroso”. Tampoco soñar. Demasiado audaz. Culpa de Eva.

placeholder Fernanda Orazi y Francesco Carril, en 'Doña Rosita, anotada', dirigida por Pablo Remón. (Vanessa Rábade)
Fernanda Orazi y Francesco Carril, en 'Doña Rosita, anotada', dirigida por Pablo Remón. (Vanessa Rábade)

Igual que esa Eva, también Rosita habita un parque, “con Luis Passy violáceos y altair blanco plata con puntas heliotropo”. Entre una tía y un aya. Ese es su mundo, su perpetuo ahora; su 'hortus conclusus'. “Jardín cerrado, fuente escondida”. Y ese será su final. Rosita, la mujer marcada por el sino, la víctima encarnada. La que se retuerce cuando baja al paseo, cuando escucha murmurar, “solterona”. En una España que no la ve; que no quiere verla. Porque no existe. Porque es solo una mujer. Una mujer incompleta, expectante, abatida, yerma. Un sujeto pasivo con derecho a asentir. Poco más. Que llora y no sabe por quién. Yo creo que lo hace por ella, por su causa. Al presentirse obsoleta, cansada. Por eso Federico García Lorca, como un precoz Damien Hirst, la aísla en ese fanal vetusto, viscoso, en esa casa sin tiempo donde es regada con frases cortas, piadosas. Como una flor. Otra más.

placeholder ‘Away from the Flock’, Damien Hirst,  1994. Tate Modern.
‘Away from the Flock’, Damien Hirst, 1994. Tate Modern.

Hoy, otro ahora sin lindes, es Pablo Remón quien, con mirar de entomólogo, observa a la mujer apagada, al insecto que sobrevuela el jardín. Y fabrica otra historia, casi mágica, que abraza con fuerza a Lorca, que permite a Rosita salir. Del pozo. De la negrura. De la farsa. Para acabar transformándola en Rosa. Como ella, todos vivimos en la mentira. A todos nos han engañado. De una u otra forma. Alguna vez. Y no creo que esté tan mal. O al menos, no siempre. Cuando somos pequeños y las personas mueren nos dicen que van al cielo. Y miramos al cielo. Y con eso nos basta. Y da igual lo mayores que nos volvamos, si se trata de pedir seguimos levantando la cara. En busca de nubes, supongo. Persiguiendo a Magritte. Por eso, cuando las tías de Pablo, que hace diez años que no están porque han muerto, llaman, él mira al techo, “donde había pegado una constelación de estrellas luminosas”.

placeholder 'El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella', Alberto Sánchez, 1937. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.
'El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella', Alberto Sánchez, 1937. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía.

Ahora, un ahora diferente al del primer párrafo, de regreso a mi mesa, también negra, con más café y un día menos, pienso en Lorca. De nuevo. En su asesinato. Injusto. Terrible. En lo que debieron sentir los suyos; en aquel ahora maldito. Once meses más tarde, en julio del 37, Alberto Sánchez también mira hacia arriba. 'El pueblo español tiene un camino que conduce a una estrella' se erige como un tótem hasta casi tocar el cielo. Su escultura, casi un fuste, se funde con la arquitectura de Sert, con el sueño utópico de un todo mejor. En su trágico ahora España se desangra. Se acumulan los muertos en su pena, en infinitas listas de nombres llorados. Como el de Lorca; sin cuerpo. En París lo velan. Max Aub ha instalado un altar laico que celebra su vida, sus letras. La luz atraviesa las celosías y dibuja sobre el suelo una cárcel de sombras. Una jaula que ya no retiene a Rosa, que es un pájaro. Que en nuestro ahora, al fin, es feliz.

*'Doña Rosita, anotada'. Texto y dirección: Pablo Remón.

Versión libre de 'Doña Rosita la soltera, o el lenguaje de las flores', de Federico García Lorca.

Teatro Pavón Kamikaze. Hasta el 13 de diciembre.

Esta primera línea que estoy escribiendo ahora y que será leída por usted en algún momento indeterminado, que también es ahora, su ahora, es siempre la que más me cuesta escribir. No soy de principios ni finales. Los arranques me generan angustia; el final sed. Me muevo mejor en los nudos, entre toda esa materia que muñe un texto. En mi ahora, estoy sentado en una silla oscura de madera de roble tapizada en lienzo de algodón gris. Los brazos, que son igualmente de roble, están torneados; el respaldo coronado por la esquematización de lo que pudo ser un motivo floral. Hoy irreconocible. La compré en el Rastro, en uno de esos chamarileros que sacan sus tripas a la acera; que se exhiben sin orden al sol. No es cómoda. Pero me gusta. Hace tiempo que opté por la belleza. A mi izquierda, en una taza de Marimekko beis con un desperfecto en el asa, hay café americano. Bebo. Usted no sé dónde está; ni siquiera sé si está sentado, como yo. O de pie. No sé si ha dejado de leer y simplemente ya no está. No lo sé. Eso es lo mismo que piensa Rosita. Tampoco ella sabe si él está; si, en verdad, alguna vez estuvo. Y acepta. Consiente. Como Narciso, vive enamorada de una esperanza sin cuerpo, de promesas que son agua. Puro llanto.

Federico García Lorca
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