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A 'Los que hablan'
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Jaime M. de los Santos

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A 'Los que hablan'

Concatenar palabras y llenar el aire es sencillo, lo verdaderamente difícil es decir algo

Foto: Luis Bermejo y Malena Alterio, en 'Los que hablan'. (Laura Ortega)
Luis Bermejo y Malena Alterio, en 'Los que hablan'. (Laura Ortega)

Hablar no cuesta dinero. Yo prefiero escribir. Concatenar palabras y llenar el aire es sencillo. Lo verdaderamente difícil es decir algo. Hay quienes hablan porque piensan que los oyen. Porque creen que tienen algo que decir. Algunos preferimos los silencios dramáticos. Los hay, incluso, que insisten en que nadie les entiende; y acaban hablándose a sí mismos. Sobre pedestales de nada. En mitad de foros imposibles. Luego están los que solo hablan con los dedos, casi en su totalidad pulgares; por los codos. Los que hablan solos. Cuando quiero saber, escucho. Antes preguntaba; por el vicio de hablar. Lo que no he dejado es de hacerlo conmigo. Cada vez más. El de ayer hablándole al de hoy; el de hoy al de mañana. Nos enseñan a hablar. A escuchar, muy poco. A entendernos, nada.

En mi casa se habla porque sí. ¿Por qué no? De todo. Del viento. Con la seguridad incauta del que se sabe seguro. Hemos crecido en medio de infinitos parlamentos que, pensábamos, no servían de nada. Aún me sorprendo cuando los noto en mi boca. Y es que hay palabras que sí que germinan. Que no pasan. Que te tocan. Lo importante es distinguirlas, abrazarlas. En casi todos mis recuerdos alguien habla. O come. O come y habla. Cada vez que me reúno con gente es para comer (beber, solo bebo agua y café). O hablar. Excepto cuando voy al teatro, la liturgia del silencio en la palabra. Allí solo hay que aplaudir. No esperan más. Saber que en ese lado nadie aguarda una idea buena, un parlamento elaborado, resulta liberador. Ser solo a través de los ojos. De las orejas. Callado.

Cuando voy con gente es para comer excepto en el teatro, la liturgia del silencio

Escribo 'orejas' y pienso en El Bosco, en el Infierno de su particular 'Jardín de las delicias'; abrazando una navaja. Como un carro de combate. Mucho más que una representación (diga lo que diga Magritte). Un dardo. A Luis Bermejo lo he tenido tan cerca que a veces pienso que era a mí a quien hablaba. A mis orejas. Dentro de un cajón de madera. De pino. Él era el tío Vanya. Ahora, a quien tiene en frente es a Malena Alterio; abstracta. Hablan. No es absurdo. Si acaso, tan absurdo como la vida. Lo que no hay son ambages. Ni red. Solo una mesa sencilla, como en los jugadores de cartas de Cézanne; casi cubista. Tampoco ellos se miran. O sólo a veces, pero esperan a que el otro lance. Una palabra. Otra. Más o menos conexas. Hilvanadas. “Aunque no las tenga a mano”. Y construyen todas las preguntas, todas las respuestas. Pero lo mejor es que te dejan callado. Sales, vuelves al suelo y no sabes si hablar. ¿Para qué?

placeholder 'Tríptico del Jardín de las Delicias', El Bosco, 1490-1500. Museo del Prado.
'Tríptico del Jardín de las Delicias', El Bosco, 1490-1500. Museo del Prado.

Suena el teléfono. Es Marisa González. Habla. Quiere saber de mí, de Alejandro. Como Malena, tampoco sé “de dónde viene lo que tengo que decir”. Pero lo digo. Un chorro infinito. Es la costumbre. Si pensáramos antes, por poco que fuera, diríamos más cosas. Aunque se nos viera menos. Cosas de verdad. El problema no está en hablar sino en lo que decimos. En la huella de nuestras frases. Vuelvo a Marisa. Todo lo que dice es cierto. Siempre. Quiero hablarle de lo que he visto, transformar en palabras mi emoción. Lo hago. Bastante más alto de lo que debiera. Otro vicio del mundo moderno. Sigo en la calle. Me miran. Bajo la voz. “Tienes que verla”, insisto. “Es tan real, tan bella. Tan necesaria. Tan tú”. Cuelgo y busco a Mina. Para mis orejas. Alberto Lupo le da la réplica, la trata de envolver. 'Parole, parole, parole', insiste ella. 'Come la prima volta', dice él.

placeholder Malena Alterio, Pablo Rosal y Luis Bermejo. (Laura Ortega)
Malena Alterio, Pablo Rosal y Luis Bermejo. (Laura Ortega)

Las primeras veces suelen virar al caos. Especialmente en el amor. Y eso que al comienzo es cuando más locuaz te sientes; porque lo quieres decir todo. Abarcarlo todo. Mostrarte del todo. Después llega el tiempo y “con oír tu forma de toser”, te reconocen. Esto lo dice Luis Bermejo. Con normalidad. No puedo estar más de acuerdo. Es cuando todo se allana y empiezan los monosílabos. Mejor aún, cuando amanecen las preguntas para no ser terminadas. Porque lo saben todo de ti. O eso creemos. Pero las ganas de hablar siguen enteras. Crepitantes. Y buscan donde anidar. Regreso a El Bosco, al falso Paraíso de la tabla central. Ahí los amantes anidan en conchas, en el interior de corolas, bajo el agua. Parecen escucharse. Quizá no sea el amor lo que se acabe, quizá lo que se acaban son las ganas de escuchar.

A los que hablan: cuídense de sus lenguas. De ellas depende el presente.

*'Los que hablan'. Texto y dirección: Pablo Rosal.

Producción: Teatro del Barrio / Teatro de La Abadía. Hasta el 7 de febrero.

Hablar no cuesta dinero. Yo prefiero escribir. Concatenar palabras y llenar el aire es sencillo. Lo verdaderamente difícil es decir algo. Hay quienes hablan porque piensan que los oyen. Porque creen que tienen algo que decir. Algunos preferimos los silencios dramáticos. Los hay, incluso, que insisten en que nadie les entiende; y acaban hablándose a sí mismos. Sobre pedestales de nada. En mitad de foros imposibles. Luego están los que solo hablan con los dedos, casi en su totalidad pulgares; por los codos. Los que hablan solos. Cuando quiero saber, escucho. Antes preguntaba; por el vicio de hablar. Lo que no he dejado es de hacerlo conmigo. Cada vez más. El de ayer hablándole al de hoy; el de hoy al de mañana. Nos enseñan a hablar. A escuchar, muy poco. A entendernos, nada.