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La importancia de ser Kamikaze
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Jaime M. de los Santos

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La importancia de ser Kamikaze

El madrileño Teatro Pavón Kamikaze, un espacio para la libertad, cierra cinco años después de su nacimiento tras haber revolucionado la vida cultural de la capital

Foto: Buxó, Del Arco, Tejada y Elejalde. (Vanessa Rábade)
Buxó, Del Arco, Tejada y Elejalde. (Vanessa Rábade)

Año 2016. Premios Valle-Inclán. Salón de baile del Teatro Real; el mismo que una vez se convirtió en hemiciclo. Llueve. En mi mesa redonda, están Natalia Menéndez, Bárbara Lennie, Isabel González e Israel Elejalde. Las cosas van sucediendo. Y sucediendo. Y con el café empiezan las confidencias; el mío, ya lo saben, americano. Ha ganado Aitana Sánchez Gijón. Por su Medea. A través de las ventanas se pueden ver los tejados del viejo Madrid; sobre la alfombra, de la Real Fábrica, más de un zapato desnudo, sin dueña. Es tarde. Elejalde me cuenta un proyecto “necesario”. No hace mucho que le he visto destrozándose el pecho hablando de amor, sobre las tablas del Canal; texto de Pascal Rambert. Imposible escapar a su entusiasmo. En ningún caso. “Hacen falta teatros”, me dice. No puedo estar más de acuerdo. Volvemos a vernos. Pocos días después. En Alcalá 31. Le acompañan Miguel del Arco, Aitor Tejada y Jordi Buxó. Quieren abrir una ventana al arte. Otra. Por detrás de una fachada del modernismo pobre, junto a esa corriente imperativa que conduce al Rastro, en cuesta. Los veo hablar; entre ellos. Escucho sus caras, sus manos, y siento que lo que dicen no solo es cierto, es urgente. Imprescindible.

Cinco años después se van. Dentro de tres días. Cuando más falta nos hacen. A todos. Llamo a Irene Escolar. “Nos quedamos sin un espacio para la libertad”. Es verdad. La cultura puede que represente su último refugio. Sin ella puede que no haya nada; ni pasado, ni futuro. El presente, inexorable, ya ha dejado de existir. Por eso, nos corresponde construirlo. Desde donde cada uno pueda. Como sepa. Para que se vuelva un ayer brillante. También desde una butaca, entre la oscuridad. Nada como un teatro para ser libre. Allí, yo, lo he visto todo. Con la luz apagada. Con los ojos abiertos. Al Kamikaze he ido cada vez que han apostado por algo. A vivir. A soñar. En la sala. En el ambigú. En la acera. “El teatro va más allá de lo que ocurre en escena”, prosigue Irene. “Rebosa”. Es precisamente en la calle donde hemos visto a 'Las bellezas' de Carlota Ferrer vibrar; hablando del aire, acaparando todo. Donde descubrí a Conchi Espejo. A las puertas del Pavón.

placeholder El Pavón Teatro Kamikaze. (Vanessa Rábade)
El Pavón Teatro Kamikaze. (Vanessa Rábade)

Miguel del Arco mira fuerte y sonríe grande, incluso con la boca cubierta. “Tuvimos ofertas para dirigir un teatro público, pero queríamos hacer algo nuestro”. Lo sé. Me lo dijo a mí en el Central. “Un espacio de encuentro ciudadano. De diálogo y reflexión”. Así han hecho. Han dado luz, oportunidades. Han transformado ese dédalo de calles que convergen a los pies de Cascorro. Han celebrado a Homero. A Shakespeare. A Federico García Lorca. Han devorado el vacío, a los hombres de gris. Tan comunes hoy. Tan peligrosos. Pero se van; no porque quieran. “Es inasumible”. En un momento de 'Ensayo', también de 'Rambert', María Morales le espeta al resto de actores, “cuando nosotros desaparezcamos otros vendrán después”. El problema está en si los que llegan no están a la altura; en si, grises o no, olvidan que sin arte no hay nada. O muy poco. “Y habrá quienes creerán que es un problema de su tiempo. Pero no. Es un problema crónico. Una necesidad colectiva”, me escribe Fernanda Orazi. Desde Argentina. “Con la que estos cuatro locos quisieron cargar”. Siempre he creído que la cultura tendría que ser obligatoria; todo sería mejor. Ahora más.

placeholder Aaron Lee en 'Yo soy el que soy'. (Joaquín Pérez)
Aaron Lee en 'Yo soy el que soy'. (Joaquín Pérez)

Ayer volví al Kamikaze. A una sala con vistas a Embajadores y dos guitarras clásicas colgadas de un gancho. A mi espalda, un espejo raído cubre el muro. En él se reflejan del Arco y Buxó. La escena es como de Vivian Maier. Casi en blanco y negro. Cosas del cielo. “Desde el siglo de oro no había una dramaturgia tan brillante en este país”. Pienso en José Padilla. En Pablo Remón. “Hace falta un espacio donde puedan sentirse libres, donde puedan trabajar”. Otra vez la palabra libertad. “Libres para debatir, para confrontar. Para hablar de cultura”. Esto lo ha dicho Jordi. Muy serio. Debajo de nosotros, hacen cola. En cuarenta minutos Aaron Lee se subirá a esa caja de resonancia que pronto veremos vacía. Con su violín. La música le salvó la vida. A él también le han llamado maricón. De sus manos brota sabiduría. Belleza. En un momento, a media luz, toca la 'Ciaccona' de Bach; y eres feliz. Para el que no lo entienda. Para quien se resista. La vida trata de eso. De ser feliz. De hacer que los que están a nuestro lado sientan felicidad. Con todo. A pesar de todo.

Yo he sido feliz en el Pavón Kamikaze. Eso tiene la cultura.

Año 2016. Premios Valle-Inclán. Salón de baile del Teatro Real; el mismo que una vez se convirtió en hemiciclo. Llueve. En mi mesa redonda, están Natalia Menéndez, Bárbara Lennie, Isabel González e Israel Elejalde. Las cosas van sucediendo. Y sucediendo. Y con el café empiezan las confidencias; el mío, ya lo saben, americano. Ha ganado Aitana Sánchez Gijón. Por su Medea. A través de las ventanas se pueden ver los tejados del viejo Madrid; sobre la alfombra, de la Real Fábrica, más de un zapato desnudo, sin dueña. Es tarde. Elejalde me cuenta un proyecto “necesario”. No hace mucho que le he visto destrozándose el pecho hablando de amor, sobre las tablas del Canal; texto de Pascal Rambert. Imposible escapar a su entusiasmo. En ningún caso. “Hacen falta teatros”, me dice. No puedo estar más de acuerdo. Volvemos a vernos. Pocos días después. En Alcalá 31. Le acompañan Miguel del Arco, Aitor Tejada y Jordi Buxó. Quieren abrir una ventana al arte. Otra. Por detrás de una fachada del modernismo pobre, junto a esa corriente imperativa que conduce al Rastro, en cuesta. Los veo hablar; entre ellos. Escucho sus caras, sus manos, y siento que lo que dicen no solo es cierto, es urgente. Imprescindible.

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