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Jaime M. de los Santos

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Los años veinte del siglo veinte fueron eso, la consagración de la vida, la constatación de una libertad recién conquistada, nueva

Foto: Todo el equipo de 'La casa de los espíritus'. (Jesús Ugalde)
Todo el equipo de 'La casa de los espíritus'. (Jesús Ugalde)

Tras la muerte llegó la verdad asfixiante de la destrucción. Como siempre. Los europeos miran atrás y solo sienten guerra a uno y otro lado de Versalles. Y gripe (española o no). Hay vencedores, siempre los hay, aunque todo esté vencido. Los pueblos pretenden renacer. Colocan cruces sobre montículos yermos de tierra seca; surge el anhelo de libertad, la necesidad de mirar adelante. Incluso con un ojo cerrado, a la pata coja; así los retrata Otto Dix. Siempre ha habido guerras, piensan, siempre las habrá, pero aquel conflicto ha tocado a todos, a todos desangra; y todos quieren vivir. Los años veinte del siglo veinte fueron eso, la consagración de la vida, la constatación de una libertad recién conquistada, nueva. El triste prefacio a más asedios, a más guerra; peor. Aunque no lo pudieran creer. Y surgen nuevas necesidades, otras bellezas. Miradas utópicas sobre las cosas de siempre. Cien años después, muchas veces de soledad, junto a otras muertes igual de injustas, Calixto Bieito recupera en el Guggenheim de Bilbao, la luz de un tiempo que lo que no quiso es vivir a tientas, de un mundo que se preveía mejor. Al que quisieron llamar 'loco'. Nada hay tan loco como creerse cabal. “Solo quien esté afectado de necedad podrá llamarse verdaderamente hombre”, escribió Erasmo de Rotterdam. Pero aquellos locos años veinte no fueron solo cosa de hombres no, ni tampoco tan felices. Hubo mujeres valiosas. Activas. Necesarias. Como siempre. Que solo querían seguir siendo libres, volar, votar. Y llevar el pelo corto. Las acabaron llamando locas.

placeholder 'Maika', Christian Schad, 1929. Colección particular. En la exposición ‘Los locos años veinte’. Museo Guggenheim. Bilbao.
'Maika', Christian Schad, 1929. Colección particular. En la exposición ‘Los locos años veinte’. Museo Guggenheim. Bilbao.

A Clara del Valle, que es Carmen Conesa, con su pelo infinito y su bata de cola, también se lo podrían haber dicho, loca. Tal vez lo hicieran. Ella sí que se adelantaba a las cosas. Carme Portaceli también; y la ha querido etérea, casi una santa. Una asceta frente a un mar de dudas, en un conflicto constante que rebasa los muros de su hacienda, 'Las Tres Marías'. Que amenaza con destruir todo. Pierde a sus padres, en accidente de coche, y su madre la cabeza, y en París, justo al otro lado de la tierra, a la vez, Fernand Léger incide en que la vida es “dura y está llena de privaciones”. 'La casa de los espíritus' habla de eso; de amor, de la sangre, de fanatismo, de libertad. De privaciones. Presentes en cualquier vida. De uno u otro modo. Portaceli reconstruye esa verdad absoluta con la mirada clavada en el hoy y da vida a un tiempo de injusticias que sustrajo el poder a quienes, en justicia, consiguieron detentarlo. En mitad de otra guerra que tuvo “a media humanidad sumida en un 'destripadero' de metralla”. Las sociedades son reflejo de lo que ocurre en las casas y estas, consecuencia de lo que sienten los pechos. Y en los pechos, casi siempre, siembran las madres. Bueno y malo. Por eso hay que mirarse dentro, cultivar el alma, quererse y querer. Dejarse querer. Eso hace Clara. Buscar más hondo, más allá. Y mirar a sus hijos para que sean siempre quienes quieran ser. Incluso para que puedan estar equivocados.

placeholder Carmen Conesa (Clara) y Gabriela Flores (Férula), en 'La casa de los espíritus'. (Jesús Ugalde)
Carmen Conesa (Clara) y Gabriela Flores (Férula), en 'La casa de los espíritus'. (Jesús Ugalde)

Yo, que quería ser actor y me quedé en la butaca, mirando, sueño con ser Clara. Con ser Alba. Con ser la áspera Férula. Es Gabriela Flores, una actriz gigante, la que amarra a la hermana de Esteban Trueba. Contenida. Con una voz despejada que anuncia tragedia. De negro. Ella mira despacio, piensa fuerte, y al fin, recibe todo el amor que nunca tuvo, que no había sentido, y al que tenía derecho; como cualquiera. En brazos de su cuñada. Esteban no la perdona. Y la exilia. Porque esa ternura solo puede ser de él; para él. Y se va. Para siempre. Isabel Allende habla de pérdidas, sobe su valor; “uno viene al mundo a perderlo todo”. Y dibuja un círculo. Con un principio abocado a extinguirse y un final que no acaba. Que se repite. “He sentido una libertad inmensa dirigiendo esta obra. Y alegría”, me dice Carme. “Es lo que ahora me hace feliz”. Hemos quedado a comer. En mi casa. Lentejas. También está Carlota Ferrer. Hablamos mucho, sin parar. A veces duda, sobre grandes cosas. Sobre pequeñas. Me gusta verla dudar, me veo en ella. “La cultura nos hace grandes”. Lo sé. “Y libres”. Hay que ser libre para mirar al otro, para escuchar al otro. Para ponerse en su piel. Nunca fue tan urgente eso de habitar otra piel. Como hizo Dorothea Tanning. Y hay que mirar a los niños, vengan de donde vengan, sean de donde sean, y hablarles de libertad. En libertad. Para que aprendan a usarla. Para que sepan que nadie, nunca, se la podrá robar.

placeholder 'Hôtel du Pavot, Chambre 202', Dorothea Tanning, 1970-73. Tate Modern
'Hôtel du Pavot, Chambre 202', Dorothea Tanning, 1970-73. Tate Modern

*'La casa de los espíritus'. De Isabel Allende. Dirección: Carme Portaceli. Hasta el 16 de mayo. Teatro Español. Madrid.

'Los locos años veinte'. Hasta el 19 de septiembre. Museo Guggenheim. Bilbao.

Tras la muerte llegó la verdad asfixiante de la destrucción. Como siempre. Los europeos miran atrás y solo sienten guerra a uno y otro lado de Versalles. Y gripe (española o no). Hay vencedores, siempre los hay, aunque todo esté vencido. Los pueblos pretenden renacer. Colocan cruces sobre montículos yermos de tierra seca; surge el anhelo de libertad, la necesidad de mirar adelante. Incluso con un ojo cerrado, a la pata coja; así los retrata Otto Dix. Siempre ha habido guerras, piensan, siempre las habrá, pero aquel conflicto ha tocado a todos, a todos desangra; y todos quieren vivir. Los años veinte del siglo veinte fueron eso, la consagración de la vida, la constatación de una libertad recién conquistada, nueva. El triste prefacio a más asedios, a más guerra; peor. Aunque no lo pudieran creer. Y surgen nuevas necesidades, otras bellezas. Miradas utópicas sobre las cosas de siempre. Cien años después, muchas veces de soledad, junto a otras muertes igual de injustas, Calixto Bieito recupera en el Guggenheim de Bilbao, la luz de un tiempo que lo que no quiso es vivir a tientas, de un mundo que se preveía mejor. Al que quisieron llamar 'loco'. Nada hay tan loco como creerse cabal. “Solo quien esté afectado de necedad podrá llamarse verdaderamente hombre”, escribió Erasmo de Rotterdam. Pero aquellos locos años veinte no fueron solo cosa de hombres no, ni tampoco tan felices. Hubo mujeres valiosas. Activas. Necesarias. Como siempre. Que solo querían seguir siendo libres, volar, votar. Y llevar el pelo corto. Las acabaron llamando locas.

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