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El tiempo recobrado
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Jaime M. de los Santos

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El tiempo recobrado

'Talaré a los hombres de la faz de la tierra'. Una obra clásica, una sucesión de momentos irrepetibles, inolvidables. También es teatro; sincero, desnudo, útil

Foto: Laia Manzanares en 'Talaré a los hombres de la faz de la tierra'. (Mara Alonso)
Laia Manzanares en 'Talaré a los hombres de la faz de la tierra'. (Mara Alonso)

Mi amiga Susanna ha decidido volver a los clásicos. Quiere releerlos todos, para seguir aprendiendo, por si se perdió algo cuando los tuvo entre sus manos, hace años; obligada por un profesor, por las circunstancias, con mayor o menor deseo, con esa inmadurez urgente que reserva un sitio a la sorpresa. Se ha hecho un listado infinito, en el que solo caben los grandes. Ella lo es. En el que se ha dejado fuera a Marcel Proust. “Aún no hay franceses”, se defiende. La primera vez que leí ' En busca del tiempo perdido', solamente me gustó mucho. Hace unos años regresé a lo que dice, a lo que no dice, a su eterno verano en Balbec. Me pareció inolvidable. Es imposible entender la historia del arte del siglo pasado sin sus siete libros, igual que notas. Sin su mirar profundo y bello. Un devenir de recuerdos que cuelgan de objetos igual que telas de araña, que los consigue conectar todos. Un meditado encuentro con la vida, la suya, a través del mundo que lo gesta y gesta a la vez. Casi un cuadro cubista. Una red facetada donde todo cabe porque todo se suma. Donde el niño que fue reivindica su territorio en el adulto que nunca quiso ser. Con el amor de la madre como reiterado paisaje; y la pintura. Una obra grandiosa, reveladora, de contrastes. Una reflexión sobre ese tiempo que se perdió y que solo se recobra en el arte. Con el arte. Una resurrección.

placeholder 'Marcel Proust', J. E. Blanche, 1892. Musée d'Orsay.
'Marcel Proust', J. E. Blanche, 1892. Musée d'Orsay.

Es el tiempo quien construye a los clásicos. A veces cuesta, se resiste, llega un poco tarde. Lo perdemos; más de lo deseable. Hay textos que nacieron ayer y que debieran ser clásicos. De inmediato. Porque lo son. Porque abren una zanja en el pecho de quien los abraza. Eso es 'Talaré a los hombres de la faz de la tierra'. Una obra clásica, una sucesión de momentos irrepetibles, inolvidables. También es teatro; sincero, desnudo, útil. Lo firma María Velasco. Llamo a Mari Fe García. “Vente”, le digo. No sé lo que vamos a ver, no he querido leer nada. Me avisó Joaquín Abella, nada más bajarse de 'Othello'. “Creo que te gustará”. Y me encontré con la propia María, con su vida. Con sus tripas rugiendo y su corazón intacto, con su piel blanca arañada; casi una carnicería. Y todo en un plano corto, muy corto, como el de los 'Disparates' de Francisco de Goya. Una mirada directa con la que pretende adentrarse en los porqués de las cosas, desbrozarlos, sabiendo como sabe que los porqués, casi siempre, se acurrucan junto a muchas más dudas, entre silencios. Allí se instala. Allí nos lleva. Para construir más recuerdos, más dudas. Pocas certezas. Alguna esperanza. Y crece. Como una planta. Como una especie que no se quiere extinguir. Como un tótem que necesita luz. Yo también quiero luz. Y la busco. Y me convierto en una de esas flores que rotan para escapar de la oscuridad. En una jirafa.

placeholder 'Venus recreándose con el Amor y la Música', Tiziano, 1555. Museo del Prado.
'Venus recreándose con el Amor y la Música', Tiziano, 1555. Museo del Prado.

María Velasco es una jirafa; y observa. Observa desde arriba, pero sin querer ser nada, sin suplantar a nadie. No es Petrarca, ni La Cuarta Pared el Mont Ventoux. Mira y traza una línea; invisible. Que va desde su padre a sus miedos. Que atraviesa su historia entera. Lo mismo que Proust, elabora una fábula con su mundo, desde la intensidad de su experiencia más íntima, en comunión con la tierra. Y acaba aferrándose a un árbol. Hasta verse transformada en otro, como Dafne. Pero ella no huye, no pretende escapar; reescribe su historia. Desde las raíces. Haciendo del pasado “una utopía. Una página en blanco”; tiempo recobrado. Una oportunidad para seguir siendo. Y llena la escena de olores, de sabores, de recuerdos, “que son más poderosos que cualquier ideología”. De poesía. Eso es el teatro, poesía hecha carne. En esta pieza, que como cualquier clásico transita por infinitas tramas, la carne no solo se asa, se exhibe, se muestra. Casi se puede tocar. Como en uno de esos cuadros del último Tiziano, hechos con los dedos. Él siempre reivindicó la carne, desde sus primeros lienzos de exaltación casi dionisiaca y anatomías rotundas y sensuales. Pero es al final, con la peste anegando Venecia, cuando sus figuras se convierten en un sentimiento puro, abstracto; hasta hacer del drama humano una revelación.

placeholder Joaquín Abella en 'Talaré a los hombres de la faz de la tierra'. (Mara Alonso)
Joaquín Abella en 'Talaré a los hombres de la faz de la tierra'. (Mara Alonso)

Todos los veranos vuelvo a Mallorca, al mismo rincón rodeado de árboles. Todos los veranos meto en la maleta uno de los siete tomos de 'En busca del tiempo perdido'; no siempre lo leo. Forma parte de la liturgia estival. Y todos los veranos tengo miedo de haberlo perdido, el tiempo. Me asusta la sensación de saber que pasa, que terminará por acabarse. Miedo endémico. Quizá por eso viaje con Proust, para tener un lugar donde esconderme, para estar seguro de que siempre me quedará Balbec. Y su luz.

Mi amiga Susanna ha decidido volver a los clásicos. Quiere releerlos todos, para seguir aprendiendo, por si se perdió algo cuando los tuvo entre sus manos, hace años; obligada por un profesor, por las circunstancias, con mayor o menor deseo, con esa inmadurez urgente que reserva un sitio a la sorpresa. Se ha hecho un listado infinito, en el que solo caben los grandes. Ella lo es. En el que se ha dejado fuera a Marcel Proust. “Aún no hay franceses”, se defiende. La primera vez que leí ' En busca del tiempo perdido', solamente me gustó mucho. Hace unos años regresé a lo que dice, a lo que no dice, a su eterno verano en Balbec. Me pareció inolvidable. Es imposible entender la historia del arte del siglo pasado sin sus siete libros, igual que notas. Sin su mirar profundo y bello. Un devenir de recuerdos que cuelgan de objetos igual que telas de araña, que los consigue conectar todos. Un meditado encuentro con la vida, la suya, a través del mundo que lo gesta y gesta a la vez. Casi un cuadro cubista. Una red facetada donde todo cabe porque todo se suma. Donde el niño que fue reivindica su territorio en el adulto que nunca quiso ser. Con el amor de la madre como reiterado paisaje; y la pintura. Una obra grandiosa, reveladora, de contrastes. Una reflexión sobre ese tiempo que se perdió y que solo se recobra en el arte. Con el arte. Una resurrección.

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