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Picasso. 7 de octubre de 1943. 'Busto de mujer'
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Jaime M. de los Santos

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Picasso. 7 de octubre de 1943. 'Busto de mujer'

El Museo del Prado albergará un Picasso de 1943 durante cinco años

Foto: 'Suite TOC núm. 6'. Les Impuxibles. Foto, Silvia Poch.
'Suite TOC núm. 6'. Les Impuxibles. Foto, Silvia Poch.

Ayer desayuné con Carlos Chaguaceda. Con vistas a San Jerónimo el Real. Entre casas de principios del siglo XX y furgonetas matutinas de reparto frugal. Todavía no hace el calor que los dos sabemos que hará en un par de horas. El cielo está casi transparente. Vengo de correr, con pantalón corto. Carlos, que corre mucho más que yo, en realidad mucho más que cualquiera, lleva americana 'beige'. El Museo del Prado acaba de colgar un Picasso, al lado del 'Calabacillas' de Velázquez. Frente a los rasgos eremíticos de las caras de El Greco. Muy cerca del 'Caballero de la mano en el pecho'; impertérrito. Me habla de eso, entusiasta. Y de muchas cosas más. Es el director de comunicación de la pinacoteca. Estoy deseando cruzar la calle, bajar la escalera que salva la cuesta del Buen Retiro y colarme en la mole vilanoviana. Lo consigo. Al entrar siento frío; se me pone de punta la piel. Llego por fin a Picasso, a su 'Busto de mujer'. A esa tela que pinta en un solo día, un siete de octubre, mientras el mundo se rompe asaetado por la profunda herida de la guerra, entre gritos de dolor y venganza. Hace poco más de un año que Stefan Zweig se ha quitado la vida, en medio de esa “larga noche” en la que, insiste, “Europa se destruyese a sí misma”; otra vez. Un año en el que Picasso no ha dejado de mirar a España mientras sigue pintando anatomías fragmentadas, retorcidas, dolientes. Igual de monstruosas que las de aquellas “gentes de placer” a las que Velázquez dotó de una infinita y bella dignidad. Hoy tan cerca.

placeholder 'El bufón Calabacillas', Diego Velázquez, 1635-1639. Museo del Prado.
'El bufón Calabacillas', Diego Velázquez, 1635-1639. Museo del Prado.

La mujer del busto nos mira y también se mira. A la vez. Está rota. Asediada por una indefinida atmósfera que la vuelve más densa, más real. Parece una Infanta. O una chamana; con ese ojo increpante soñado sobre las cejas. O un fósil. Constituye entera un eco de aquel otro lienzo que pintó para el Pabellón de la España Republicana. En París. Cuando dirigía el Prado. Asolado por otra guerra, indigna; que enfrentó a hermanos. 'El Guernica' aún crepita en la pincelada lisa, casi abstracta, en los gestos. Pero el color vive, se cuela entre el trazo negro y espeso que delimita cada plano. Que lo acota hasta diseccionar, aún más, la figura. Ahora, ahí expuesta, respira entre los clásicos; porque lo es. Entre la historia siempre viva de un pasado sensible. En un juego constante de espejos que ilumina la verdad del arte. La única verdad que existe. Deambulo por la galería central. Esquivo a un grupo de niños que observan a 'Carlos V en la batalla de Mühlberg' —siempre guerras—. Bajo la escalera, que también gira sobre sí, con los ojos del gigante de Carducho sobre mi espalda derecha. Dicen que ya colgó de otra escalera, la de 'bufones'. Junto al mismo 'Calabacillas'. Junto al 'Niño de Vallecas'. En el palacio de recreo del Rey Planeta. Acabo en El Bosco. Siempre lo hago. Perdido en 'La extracción de la piedra de la locura'. Otro ojo abierto. Una ventana a los 'demonios' del hombre, a su necedad inherente. En mitad de un llano. La piedra no es una piedra, es un tulipán de lago. El cirujano miente. Todos están locos. ¿Lo estamos todos?

placeholder 'Busto de mujer'. Pablo Picasso. 1943. Museo del Prado.
'Busto de mujer'. Pablo Picasso. 1943. Museo del Prado.

Dice María Velasco que decía Anton Chéjov que, “si para curar una enfermedad, la que sea, se prescriben muchos remedios, es que es incurable”. Igual que vuelvo a El Bosco vuelvo a María. Su escritura me prende y no me deja salir. Desde el sábado por la noche no me saco la vida de Clara Peya. De la cabeza. La parte que nos ha dejado entrever. Subida a las tablas de Matadero. Se ha convertido en mi particular tulipán de lago —quizá la Estigia—, en esa pregunta que no me hacía con fuerza; no lo suficiente. ¿Estamos todos locos? “Quien no lo está es porque no tiene un diagnóstico”. Yo quiero el mío. No soy tan diferente. Ninguno lo somos. Clara, que se desdobla como en un naipe francés, nos obliga a mirarla. Y a través de ella, a todos los que cargan con trastornos de la personalidad. En silencio. Con la cabeza llena de piedras. Y el corazón. Toca el piano y llama a su hermana Ariadna, “hasta veintiuna veces seguidas”. Quiere dejar la medicación. Del todo. Pero no es tiempo de hazañas; el encierro de hace un año nos ha vuelto a todos más frágiles, un poco más monstruos. Convive con su mal, tienen una “relación abierta”. Y se expone. Como nunca. Entre teclados y haces de luz. Buscando el anonimato; por momentos. Y se refugia en el arte; para tratar de parar su guerra. Haciendo equilibrios. Como 'La acróbata de la bola'. Todos andamos sobre la no exactitud, atravesados por fallas, pendiendo de un hilo. Tratando de ver sin dejar de mirarnos. Como la mujer del cuadro. Como el 'Busto de mujer'.

placeholder 'La acróbata de la bola', Pablo Picasso, 1905. Museo Pushkin.
'La acróbata de la bola', Pablo Picasso, 1905. Museo Pushkin.

*'Suite TOC núm. 6', Les Impuxibles —Clara y Ariadna Peya—, Judith Pujol y María Velasco.

Ayer desayuné con Carlos Chaguaceda. Con vistas a San Jerónimo el Real. Entre casas de principios del siglo XX y furgonetas matutinas de reparto frugal. Todavía no hace el calor que los dos sabemos que hará en un par de horas. El cielo está casi transparente. Vengo de correr, con pantalón corto. Carlos, que corre mucho más que yo, en realidad mucho más que cualquiera, lleva americana 'beige'. El Museo del Prado acaba de colgar un Picasso, al lado del 'Calabacillas' de Velázquez. Frente a los rasgos eremíticos de las caras de El Greco. Muy cerca del 'Caballero de la mano en el pecho'; impertérrito. Me habla de eso, entusiasta. Y de muchas cosas más. Es el director de comunicación de la pinacoteca. Estoy deseando cruzar la calle, bajar la escalera que salva la cuesta del Buen Retiro y colarme en la mole vilanoviana. Lo consigo. Al entrar siento frío; se me pone de punta la piel. Llego por fin a Picasso, a su 'Busto de mujer'. A esa tela que pinta en un solo día, un siete de octubre, mientras el mundo se rompe asaetado por la profunda herida de la guerra, entre gritos de dolor y venganza. Hace poco más de un año que Stefan Zweig se ha quitado la vida, en medio de esa “larga noche” en la que, insiste, “Europa se destruyese a sí misma”; otra vez. Un año en el que Picasso no ha dejado de mirar a España mientras sigue pintando anatomías fragmentadas, retorcidas, dolientes. Igual de monstruosas que las de aquellas “gentes de placer” a las que Velázquez dotó de una infinita y bella dignidad. Hoy tan cerca.

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