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El joven Diego
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Jaime M. de los Santos

Íncipit

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El joven Diego

Lo encontré; en una plataforma. Como si fuera una manzana y yo Eva —sin hoja de parra—. Lo devoré; en menos de siete minutos. Poco más de lo que se necesita para leer este 'Íncipit'

Foto: 'El joven Diego'. 2021. Osama Chami y Enrique Gimeno. (Michael Oats)
'El joven Diego'. 2021. Osama Chami y Enrique Gimeno. (Michael Oats)

Esta mañana, cuando he llamado a Osama Chami estaba en Londres —él estaba en Londres—. Yo aquí, en Madrid; saliendo de la barbería y camino al Teatro Real; con prisa —tengo una cita con Marta Rollado—. Cansado. Anoche me desvelé. Cogí el portátil. Recorrí mis redes; las de otros; las de él. Vi que había un corto que no había visto y me puse impaciente a buscar. Lo encontré; colgando de una plataforma. Como si fuera una manzana y yo Eva —sin hoja de parra—. Lo devoré; en menos de siete minutos. Un poco más del tiempo que se necesita para leer este 'Íncipit'. En la pantalla, con un chaleco que podría ser de fuerzas, Diego —Iván Pellicer— le habla a un teléfono. Como el personaje de Cocteau —pero a través de auriculares con cable—. Frente a una mesa gastada. Con las uñas en proceso casi de destrucción. Anuente. Al otro lado una voz. Distorsionada —al principio—. Clara —después—. Como si al monstruo que intuimos se le hubiera escurrido la máscara para dejar a la vista que no es más que un hombre. Otro. Desde que arranca la escena —casi fija— siento que asisto a un ejercicio siniestro. Y como en casi todo lo terrible —que diría Rilke—, encuentro belleza. 'El joven Diego' —no creo que tenga más de veinte años— es la pala central de un tríptico inconcluso que se funde en Francis Bacon. Que recupera mitos como el de Saturno —devorando a sus hijos—.

placeholder 'Saturno devorando a sus hijos'. 1819. (Francisco de Goya/Museo del Prado)
'Saturno devorando a sus hijos'. 1819. (Francisco de Goya/Museo del Prado)

Al 'divino' parricidio, Francisco de Goya le dedicó la estampa más terrible, la más sangrienta, la más brutal —un anciano deforme, casi un insecto, tragándose un torso inerte—; a los nacidos bajo su signo, el de Saturno, Susan Sontag les consagró páginas llenas de luz; reflexiones atravesadas por la duda. Intentos por atisbar los límites, de haberlos, entre moral y cultura. Sontag, que amó a las mujeres —igual que Colette—, se dijo —y lo dejó escrito—, “voy a ser extremadamente buena y mereceré el amor”. Eso es vivir —dicen—, amar y ser amados —“quien lo probó lo sabe”—. Por eso Diego llora —igual que un niño— cuando le dicen que lo desean; porque necesita ser visto, abrazado, devorado. Aunque desaparezca. Aunque se funda en otra carne; la del que mira. Ahí están. Dos hombres unidos por la palabra, por un deseo: el que solo oímos, igual que un depredador corriente; el que vemos —sumido en su drama—, dispuesto a dar el paso, a entregarse, a dejarse comer. A todos nos han comido —alguna vez—. Todos hemos querido comer —a alguien—. Y en esos banquetes casi siempre acechan fantasmas. También la duda.

placeholder 'La verdad ignorada'. 2021. (Emilio Peral Vega/Cátedra)
'La verdad ignorada'. 2021. (Emilio Peral Vega/Cátedra)

El deseo entre iguales —o mejor dicho, la forma en que fue enfrentado en la literatura española previa a la guerra civil—, lo atraviesa como si fuera camino a Combray Emilio Peral Vega en ' La verdad ignorada' —“un análisis filológico-literario que presta especial atención a la forma expresiva que adquiere la pulsión homoerótica”—. A Emilio lo encontré cuando estudiaba Historia; mientras trabajaba en La Moncloa. Al otro lado de un túnel. Al fondo de un aula. Hablando de Lorca —y Mecano—. Bajo el peso de una torre fina de ladrillo rojo. Nadie —al menos yo no lo conozco— habla de literatura con tanta verdad, con tanto entusiasmo, con tanto amor —otra vez— como él. Ese día, con una trasera —lo mismo que un decorado— de pizarra verde empañada, con letras amontonadas y superpuestas casi sin borrar. Aquella tarde, la primera, intentando, como el 'Doctor Tulp', diseccionar al 'Don Perlimplín' de Belisa —'en su jardín'—; para que nos fuera más fácil deglutirlo, incorporarlo a nuestro ser; a través de fragmentos medianos, certeros. Hasta llegar a la víscera, a la sangre, al martirio del marido enamorado. Otro modo de antropofagia. Canibalismo al fin. Como el que narra Gericault en su 'Balsa de la Medusa'; desesperado. Mientras Goya retrata a Saturno entre las sombras de su 'Quinta' —y su sordera—.

placeholder 'La balsa de la Medusa'. 1819. (Théodore Géricault. Museo Louvre)
'La balsa de la Medusa'. 1819. (Théodore Géricault. Museo Louvre)

Mi primera vez en París no fue hace tanto —o sí—. Había cumplido los veinte. Necesitaba estar allí, sentirlo. Llegué y me hundí en el Louvre, de golpe, todo un día; con la excitación de un neófito. Dejándome devorar por esa ballena de piedra varada; como Jonás. Me perdí en sus salas. Pude ver lo que solo había leído. Y me encontré con la infinitud del friso de Gericault; con esos cuerpos ensombrecidos, devastados, descompuestos. En esa balsa, sobre esa urdimbre improvisada de maderos, a la deriva, también se comió carne humana; asfixiados por el hambre. Por la necesidad. Por el miedo. Venía de la sorpresa de 'La Gioconda', encapsulada y pequeña, rodeada de cabezas encrespadas y camaritas réflex, de cuerpos en punta. Huía del rumor de lenguas —como si anduviera en Babel—, de los grupos depositados —solo— frente a muy pocas obras —las que marcaba la guía—. Y allí estaban esos hombres rotundos —todos hombres—, devastados. Frente a la grandeza de Jacques-Louis David. Entre más lienzos de Historia. Imponiéndose en su macabra verdad. Como Diego. Otro hijo de Saturno. Otra víctima del tiempo. De la necesidad.

- 'El joven Diego'. 2021. Osama Chami y Enrique Gimeno Pedrós.

- 'Bajo el signo de saturno'. 1980. Susan Sontag. Ed. Debolsillo.

- 'La verdad ignorada'. 2021. Emilio Peral Vega. Cátedra.

Esta mañana, cuando he llamado a Osama Chami estaba en Londres —él estaba en Londres—. Yo aquí, en Madrid; saliendo de la barbería y camino al Teatro Real; con prisa —tengo una cita con Marta Rollado—. Cansado. Anoche me desvelé. Cogí el portátil. Recorrí mis redes; las de otros; las de él. Vi que había un corto que no había visto y me puse impaciente a buscar. Lo encontré; colgando de una plataforma. Como si fuera una manzana y yo Eva —sin hoja de parra—. Lo devoré; en menos de siete minutos. Un poco más del tiempo que se necesita para leer este 'Íncipit'. En la pantalla, con un chaleco que podría ser de fuerzas, Diego —Iván Pellicer— le habla a un teléfono. Como el personaje de Cocteau —pero a través de auriculares con cable—. Frente a una mesa gastada. Con las uñas en proceso casi de destrucción. Anuente. Al otro lado una voz. Distorsionada —al principio—. Clara —después—. Como si al monstruo que intuimos se le hubiera escurrido la máscara para dejar a la vista que no es más que un hombre. Otro. Desde que arranca la escena —casi fija— siento que asisto a un ejercicio siniestro. Y como en casi todo lo terrible —que diría Rilke—, encuentro belleza. 'El joven Diego' —no creo que tenga más de veinte años— es la pala central de un tríptico inconcluso que se funde en Francis Bacon. Que recupera mitos como el de Saturno —devorando a sus hijos—.

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