Íncipit
Por
El gusto francés: retratos cortesanos y objetos preciosos
A todas las mujeres del mundo se las ha intentado borrar, sin excepción; por indómitas, por “bruxas”, por peligrosas
Es martes. Salgo de desayunar con Bárbara Fernández -en una mesa alta de madera gastada; un croissant de los que suenan y un café americano con toda su cafeína-. Nos despedimos; ella se va a no sé qué pueblo de la sierra norte de Madrid; yo, bajo por Recoletos. Hace un sol de invierno plano, viento del que ya no congela. Encierro las manos en los bolsillos del abrigo que ya comentó Ángeles Caballero -ese negro y largo, el de Dries van Noten-. A mi derecha, una banderola -casi un pendón- me habla de algo que yo ya sabía, 'El gusto francés' -que suene Alain Delon dentro de mis orejas es solo casualidad; 'Je n´aime que toi'-. Así reza en versalita, 'El gusto francés', sobre un fondo tan blanco como el duelo de las reinas de Francia -'le deuil blanc'-.
Por detrás del título y la fachada -diseño sobrio de Agustín Ortiz de Villajos-, me aguarda la constatación del 'savoir faire' anunciado, en forma de retratos cortesanos y objetos preciosos. Busco en 'Mi música', en el móvil, una carpeta que bauticé 'Air de Paris' lo mismo que Duchamp; de un viaje de antes del encierro -diseñada en aras de cierta inmersión chauvinista-. Además de Alain Delon, otra vez, cantan Barbara y Françoise Hardy; Nicole Croisille y Camille Lellouche; Edith Piaf y Dalida. Todas mujeres menos Delon -que no canta, frasea-. Todas voces graves, gruesas. Me paro ante una tela con una cara redonda, frente a una beldad extraña -como de pájaro-. Los ojos son del tamaño de la boca, marrones; el pelo cano. No tiene diez años. María Antonia Fernanda de Borbón, dice la cartela; Louis-Michel Van Loo. Es una Flora bajo un cielo nublado, como de lluvia pesada. Una figurita de marfil encarnado.
Vuelvo a la acera y el cielo es azul, intensamente azul. Como si todas las nubes estuvieran con la Infanta, en su lienzo; en forma de palio de nimbos; sobre su cabeza. Y pienso en Goya -que también viajó a Francia, a “recibir las aguas” de Burdeos-, en un aguafuerte de su serie 'Los Caprichos' -el veintiséis-, 'Ya tienen asiento'; donde dos mujeres medio transparentes se tocan con sillas de enea -en vez de peinetas-, casi un ejercicio de prematuro surrealismo. Llevan las faldas alzadas, además, hasta casi taparlas el rostro. Un poco como las cobijadas de Vejer; pero desnudas las piernas, descalzas. Como en un desayuno sin yerba, sin mañana. Dos víctimas de la veleidad del macho -oculto y deforme como los de 'La Quinta'-, del miedo, del hambre, de la necesidad. Con las cabezas cubiertas y, eso sí, sentadas. Yo, de la mía -sin una gota de pelo excepto el que emerge por encima de la boca-, no consigo quitarme esa idea de fiscal, aquello de “sentar la cabeza”. Me lo decía mi madre. Y todas las madres a todos los hijos. Como si estar de pie, bailando, fuese solo un trance, un instante. Miro el reloj, en el móvil -de nuevo-; no es tarde para ir al Museo del Prado, a ver de cerca el grabado de Goya. La verdad es que no es tarde para nada. Tampoco para perder la cabeza. Un poco.
Ya dentro -del museo-, bajo el cielo de piedra de Villanueva, me hundo en sus salas; donde siguen poniendo orden -o lo intentan-; entre toda esa verdad. A las Majas, ahora, les han dado más aire, su sitio; justo frente a la Venus recreándose con el amor y la música, de Tiziano -igual que en tiempos de Manuel Godoy-. Miro sus cuerpos, la posición de los brazos, su piel nívea, y me acabo enredando en un rostro que parece una máscara. Superpuesto al mármol de su carne. Como si lo hubiesen perdido -y no la cabeza-, como si el pintor se lo hubiera borrado -el de verdad-.
A todas las mujeres del mundo se las ha intentado borrar, sin excepción; por indómitas, por 'bruxas', por peligrosas. Porque Eva mordió la fruta del saber -la única vetada- y le invitó a morderla a Adán. Porque sí. Y no se puede olvidar -ni esconder-; no se puede ignorar. Tampoco chillar. Ya no. Es tiempo de belleza, de razón; no de monstruos -por mucho que el sueño los pueda provocar-. Sigue siendo el tiempo de la cultura -que siempre ofrece salidas-. Por eso miro a Olalla Gómez Valdericeda -y ella a Goya, en JUSTMAD-, de la mano de Rebeca Marín. Y me coloco bajo su silla para comprobar que sigue habiendo techos de cristal; y también que vuelan -las sillas. Y los sueños. Y las ideas-. Para mirar el cielo con otra mirada. Desde abajo. Sin sentarme a esperar. Haciendo que las cosas ocurran. Porque dejar que pasen sin más puede que parezca cómodo, pero no merece la pena. Nunca.
*'El gusto francés'. Fundación MAPFRE. Hasta el 8 de mayo.
JUSTMAD. Hasta el 27 de febrero.
Es martes. Salgo de desayunar con Bárbara Fernández -en una mesa alta de madera gastada; un croissant de los que suenan y un café americano con toda su cafeína-. Nos despedimos; ella se va a no sé qué pueblo de la sierra norte de Madrid; yo, bajo por Recoletos. Hace un sol de invierno plano, viento del que ya no congela. Encierro las manos en los bolsillos del abrigo que ya comentó Ángeles Caballero -ese negro y largo, el de Dries van Noten-. A mi derecha, una banderola -casi un pendón- me habla de algo que yo ya sabía, 'El gusto francés' -que suene Alain Delon dentro de mis orejas es solo casualidad; 'Je n´aime que toi'-. Así reza en versalita, 'El gusto francés', sobre un fondo tan blanco como el duelo de las reinas de Francia -'le deuil blanc'-.
- El joven Diego Jaime M. de los Santos
- Si te digo que lo hice Jaime M. de los Santos
- El título que no fue Jaime M. de los Santos