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Leer para no olvidar las calles desiertas
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Jaime M. de los Santos

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Leer para no olvidar las calles desiertas

Cuando las mujeres se exilian no dejan la guerra; la guerra no les deja. Y combaten de otra forma. Lo hacen siempre. Y guían al pueblo. No siempre con el pecho descubierto -o sí-

Foto: 'Guernica'. Pablo Picasso. 1937. MNCARS
'Guernica'. Pablo Picasso. 1937. MNCARS

Hace dos años -menos tres días- se decretaba el estado de alarma en nuestras calles, y el asfalto se quedaba literalmente mudo, desierto, casi brillando -en su soledad-. Desde las ventanas -algunas con flores, otras con lluvia pegada y llanto. Todas con palmas-, veíamos, muy quietos, transitar ambulancias, coches fúnebres -demasiados- y asustados viandantes que, igual que gatos sin ganas, no se despegaban de la pared -como si estas fueran amuletos de piedra-, en pos de lo básico para comer -y beber-. Hacía frío, al principio -eso decía el termómetro; yo no pisé la acera en cincuenta y seis noches y no pude comprobarlo-, y Segunda, igual que todos, se encerró en su piso del barrio de San Fermín -el suyo con una terraza larga y estrecha abierta a una calle aún más delgada-; bajo unos techos demasiado bajos; de todos el más alto -sin ascensor-. Segunda -que es nombre de santa romana- ha cuidado de mí desde siempre -o casi-; desde que, manoseando los dieciocho, pernoctaba en su salón muchos sábados -mis padres viven lejos y la noche siempre es breve-, entre una manta de punto arrugada.

placeholder Clarice Lispector
Clarice Lispector

“Segu” es la madre de Laura, mi amiga -que se cambió el apellido para regalarla-, y de tres hijos más. Toda su vida ha limpiado -para los demás-. Ha puesto orden. Ha cocinado. Por detrás de una sonrisa pequeña. Con el pelo rubio pintado. Con el encierro, se quedó sola en su casa sin rincones y decidió emplear su tiempo en ella. En nadie más. Era la primera vez. Y rescató una bicicleta de las que no se mueven del sitio para seguir avanzando; de hierro oxidado. Y abrió un libro; nunca lo había hecho; no lo había vuelto a hacer -desde niña, en Asturias-. Y se perdió entre palabras. Desde ese día, su televisor se ha quedado callado, frito -como las migas de ayer que hace con pimentón, en una sartén grande-; ahora es solo un espejo gris ahumado. Y ella lee, solo lee. Y da largos paseos con sus amigas de siempre pero con ideas nuevas. Junto al Manzanares. Por el jardín que dibujó Ricardo Bofill. La primera fue Isabel Allende; y se la bebió entera. De seguido. Doce tomos con sus lomos que no deja de mirar con orgullo, que aún limpia -con los restos de una sábana, que “es mejor”-. Lo último, me dice, mi novela. Porque me quiere -mucho-. Y en menos de una semana. Ahora quiero que lea a Clarice Lispector, 'Para no olvidar'. Porque dice que empieza a no acordarse de algunas cosas.

placeholder -Los cuerpos sin vida de Stefan y Lotte Zweig en su casa de Petrópolis
-Los cuerpos sin vida de Stefan y Lotte Zweig en su casa de Petrópolis

Clarice Lispector nació en Ucrania; lo mismo que Sonia Delaunay -que llegó a España escapando de una masacre, la primera de las mundiales-. Y se fue a Brasil, como Stefan Zweig. Él huía de la guerra. Ella lo haría hoy; huir, escapar, refugiarse. De otra guerra que es la misma. Como todas. Zweig se quitó la vida hace ahora ochenta años, en Petrópolis, con veneno. Porque quería libertad. Con miedo. “Es mejor finalizar en un buen momento”, escribió como epílogo. Y dejó la nota sobre la corva de su perro. Y 'El mundo de ayer', sin publicar. A Lispector también la imprimieron cuando no estaba; para que nunca dejara de estarlo -no del todo-. Nos legó un texto bello -entre muchos-, más breve que la mayoría, que titula 'Reclutamiento', donde dice sentir cómo “los pasos se están volviendo más nítidos (…). Y más”, hasta que “yo marcho con ellos”. A los hijos de Vasily los acaban de reclutar -en Kyiv-; trabaja bajo tierra, en un aparcamiento privado de la calle Espalter. Tiene la piel blanca. Escucha a Chaikovski -que era ruso y dedicó su segunda 'Sinfonía, en do menor', a Ucrania-. Siempre sonríe. Bueno, ya no. Ahora espera a que su nuera llegue de la guerra para ponerse a salvo, para no tener que encerrarse -con sus nietas- en otras cavernas. Y le tiembla la voz cuando le agarras la mano. Mientras que no sabes qué más decir. Porque todo es poco. Nada.

placeholder ‘Dubonnet’. Sonia Delaunay. 1914. MNCARS.
‘Dubonnet’. Sonia Delaunay. 1914. MNCARS.

Cuando las mujeres se exilian no dejan la guerra; la guerra no les deja. Y combaten de otra forma. Lo hacen siempre. Y guían al pueblo. No siempre con el pecho descubierto -o sí-. A las mujeres se las ha exiliado desde que Eva mordió la manzana. Se las ha silenciado. Se las arrinconó. Ya no. No tanto. No en occidente. Hoy, deciden. Mandan. Sueñan. Y abrazan a sus hijos mientras salen de sus casas para salvar la vida. En occidente, sí. También. Como en 'Guernica' -con más muertos entre sus brazos-. En el inmenso friso, un grito, lo que Picasso retrata es la muerte que, otra vez, nos atraviesa; es la desolación. La respuesta de quienes no tienen nada, solo lágrimas. En blanco y negro. Sobre una tarima pintada en el último momento, como si fuera un teatro. Sin palcos. Solo tramoya que mata. A “Segu” le hemos regalado 'Guerra y paz'. Vasily solamente quiere paz. Aunque a su hijo le toque estar en la guerra. Así, como en una lotería inhumana. De repente. A la vista de todos. En un escenario que son sus calles pero mudas, desiertas, casi brillando -en su soledad-.

*

'Para no olvidar'. Clarice Lispector. 1978. Ed. Siruela.

'El mundo de ayer'. Stefan Zweig. 1943. Ed. Acantilado.

'Guerra y paz'. León Tolstoi. 1867. Ed. Alba.

Hace dos años -menos tres días- se decretaba el estado de alarma en nuestras calles, y el asfalto se quedaba literalmente mudo, desierto, casi brillando -en su soledad-. Desde las ventanas -algunas con flores, otras con lluvia pegada y llanto. Todas con palmas-, veíamos, muy quietos, transitar ambulancias, coches fúnebres -demasiados- y asustados viandantes que, igual que gatos sin ganas, no se despegaban de la pared -como si estas fueran amuletos de piedra-, en pos de lo básico para comer -y beber-. Hacía frío, al principio -eso decía el termómetro; yo no pisé la acera en cincuenta y seis noches y no pude comprobarlo-, y Segunda, igual que todos, se encerró en su piso del barrio de San Fermín -el suyo con una terraza larga y estrecha abierta a una calle aún más delgada-; bajo unos techos demasiado bajos; de todos el más alto -sin ascensor-. Segunda -que es nombre de santa romana- ha cuidado de mí desde siempre -o casi-; desde que, manoseando los dieciocho, pernoctaba en su salón muchos sábados -mis padres viven lejos y la noche siempre es breve-, entre una manta de punto arrugada.

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