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Artes vivas y un montón de predicciones susurradas -más-
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Jaime M. de los Santos

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Artes vivas y un montón de predicciones susurradas -más-

Artes vivas hay, ya, en más latitudes, incluso en teatros que pasan desapercibidos para el mundanal elector

Foto: 'Familie'. Milo Rau. 2020
'Familie'. Milo Rau. 2020

No sé jugar al ping-pong. No bailo flamenco, ni doy palmas -se me acaban poniendo moradas-. No sé de casi nada. Y lo poco que creía saber empieza a disolverse entre patas de gallo ignoradas y un poco de flacidez sucinta. Son los años; “y la madurez”, me dice la que ha sido mi secretaria los últimos años, Pilar. Yo que pensaba que al madurar se ensanchaban las certezas, resulta que no, que la serenidad que traen los años tiene que ver más con cada vez más dudas -que tampoco sé si son razonables-. Estoy en Sevilla. En el Teatro Central. Sentado en primera fila. No se corre ningún cortinaje, ya están sobre las tablas los enseres de la historia que nos quieren contar. Una pantalla de plasma. Un actor. Una bailaora. Y una mesa de ping-pong. “Artes vivas” lo llaman quienes sí que saben cosas. Auto-ficción. Un retablillo -que no es el de 'Don Cristóbal'- donde pasan las cosas normales de la vida. Amor, desamor, mentiras, miedos, sueños, hambre, sed. La que baila es Belén Maya. La primera vez que la vi -casi era pequeño- llevaba una bata de cola verde; movía las manos con raza; sobre un fondo casi incoloro, plano; en una secuencia de aquel 'Flamenco' de Carlos Saura. He vuelto a esa cinta tantas veces que podría soñarla. Por Belén, sí. Por Aída Gómez, sobre todo.

placeholder Con Aída Gómez en una Master-class de guitarra española
Con Aída Gómez en una Master-class de guitarra española

Con Aída he viajado, vivido; lo he compartido todo -incluso las guitarras de Caño Roto-. He aprendido lo que de verdad “pellizca” el alma. Nuestro prefacio, hace mucho, fue en un despacho lleno de orquídeas blancas, con el Madrid de entreguerras de fondo. Los dos de negro. Ella con la boca roja, los ojos profundos, moviendo los brazos -como si nunca abandonase el son-. Yo impresionado -un poco-. Aída baila y la tierra se para -o gira más fuerte, no lo sé-; baila y se transforma en rayo, ese que ansiaba tener Bernarda Alba entre sus dedos de gancho -“qué pobreza la mía”, dirá al no saberse igual que Júpiter-. En otras butacas, bajo otros focos, siempre me agarra y me dice, al oído, muy bajo, que me fije en “ese giro”, en “ese cuello”, en “ese arte que mata” -aunque el arte siempre es vida-. Y lo sabe bien porque ella es arte. Y vida. Pero hoy estoy en Sevilla. Solo. En un teatro que mira al río -Guadalquivir-. Con la modorra de no haber dormido en mi cama. Con muchos cafés encima -americanos-. Escribiendo un mensaje, mientras se apaga la luz, a Manolo Llanes; para que me invite a ver a Jan Fabre -en mayo- y a Stella Höttler, la nueva 'Cassandra'.

placeholder 'Santa Justa y Santa Rufina'. Francisco de Goya. 1817. Catedral de Sevilla
'Santa Justa y Santa Rufina'. Francisco de Goya. 1817. Catedral de Sevilla

Lo de las artes vivas no lo inventó Llanes, pero casi. Y las trajo a Sevilla antes de que amanecieran en otros rincones presuntamente avezados -más-. He cogido muchos trenes para ver textos que no llegaban a Madrid. Bastante antes de conocernos; incluso de conocerme -para eso todavía me queda un rato-. Y “bajaba” y me perdía en sus propuestas y, de paso, siempre, entre la oscuridad que envuelve a las santas Justa y Rufina -de Goya- en la sacristía de los cálices. En la catedral que es “una montaña hueca, un valle invertido”, según Theophile Gautier. Con sus cuellos de diosas y sus vestidos talares. Con unas palmas que casi parecen plumas -de escribano-. Con la Giralda de tramoya. Aquí, en esta ciudad de luz, se levantó en 2016 otro monte, el Olimpo; el de Fabre. Y pudimos tocar el cielo -durante veinticuatro horas-. Con los nervios de un montón de neófitos, de pulgas frente a la eternidad -que, a veces, tiene confeti-. Cuando en mayo vuelva y me enfrente a 'Cassandra' -y sus profecías-, prometo escucharla. Yo sí. No sea que, como en Troya, vuelva a ser la primera en predecir otro ocaso, otras muertes, más miseria. Y nadie la crea -ni se ponga a salvo-.

placeholder 'Mount Olympus'. Jan Fabre. 2015
'Mount Olympus'. Jan Fabre. 2015

Artes vivas hay, ya, en más latitudes, incluso en teatros que pasan desapercibidos para el mundanal elector. A mí me gusta Condeduque, en Madrid. Porque lo engulle un edificio de piedra pintada de aire marcial -con un portal abrupto de Pedro de Ribera-. Porque cuando escalas a sus salas tienes vistas de pájaro sobre el Palacio de Liria. Porque esta semana le ha dejado -más bien Natalia Álvarez-Simó, su directora; una mujer valiente que, ella también, mira a Sevilla con fruición- a Milo Rau que nos presente 'Familie'. Y eso hace el director suizo, enfrentarnos al neo-burgués modelo de familia de occidente desde la cotidianeidad narcótica de un tiempo que pasa sin que apenas pase nada; en un espacio tan alienante como acomodaticio. Sin esperar a Godot pero casi. Exento, él sí, de toda neutralidad. Después de dar voz a Orestes en Irak; a Antígona perdido en el Amazonas. Rescatando la necesidad verdadera que de pocas cosas se tiene; una, la familia. Sea esta como sea; con los miembros y mimbres que quiera tener -porque va de eso, de querer-. Aunque, no tan lejos, siga ganando Orbán -que solo ve y defiende la que quiere. Y se equivoca-. Así es la democracia, así también -y las familias-. Solo casi perfecta. Nada más.

*

'Resurrexit Cassandra'. Jan Fabre. Teatro Central de Sevilla. 13 y 14 de mayo.

'Familie'. Milo Rau. Centro de cultura contemporánea Condeduque. Madrid. 8 y 9 de abril.

No sé jugar al ping-pong. No bailo flamenco, ni doy palmas -se me acaban poniendo moradas-. No sé de casi nada. Y lo poco que creía saber empieza a disolverse entre patas de gallo ignoradas y un poco de flacidez sucinta. Son los años; “y la madurez”, me dice la que ha sido mi secretaria los últimos años, Pilar. Yo que pensaba que al madurar se ensanchaban las certezas, resulta que no, que la serenidad que traen los años tiene que ver más con cada vez más dudas -que tampoco sé si son razonables-. Estoy en Sevilla. En el Teatro Central. Sentado en primera fila. No se corre ningún cortinaje, ya están sobre las tablas los enseres de la historia que nos quieren contar. Una pantalla de plasma. Un actor. Una bailaora. Y una mesa de ping-pong. “Artes vivas” lo llaman quienes sí que saben cosas. Auto-ficción. Un retablillo -que no es el de 'Don Cristóbal'- donde pasan las cosas normales de la vida. Amor, desamor, mentiras, miedos, sueños, hambre, sed. La que baila es Belén Maya. La primera vez que la vi -casi era pequeño- llevaba una bata de cola verde; movía las manos con raza; sobre un fondo casi incoloro, plano; en una secuencia de aquel 'Flamenco' de Carlos Saura. He vuelto a esa cinta tantas veces que podría soñarla. Por Belén, sí. Por Aída Gómez, sobre todo.

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