Es noticia
Florencia y Donato —di Betto Bardi, 'Donatello'— bien valen una misa
  1. Cultura
  2. Íncipit
Jaime M. de los Santos

Íncipit

Por

Florencia y Donato —di Betto Bardi, 'Donatello'— bien valen una misa

Ana Milán no conocía Florencia. Y la envidio —ya no—; por tener la oportunidad de sorprenderse, de ver por vez primera, de renacer

Foto: 'Convito di Erode', Donatello. 1423-27. Battisterio di San Giovanni, Siena.
'Convito di Erode', Donatello. 1423-27. Battisterio di San Giovanni, Siena.
EC EXCLUSIVO Artículo solo para suscriptores

Acaba de sonar el timbre en mi casa. Me traen un sobre guarecido de burbujas con un catálogo dentro: 'Donatello. Il Rinascimento'. Regresé de Florencia el sábado —con el libro ya pedido—, sin ganas. Siempre siento lo mismo cuando la dejo; una especie de morriña que me hace añorarla con solo atravesar una de sus puertas antiguas y perderme en ese campo que retrató Benozzo Gozzoli en la 'Cappella dei Magi' —cuajado de cipreses y pinos carrascos—. Había llegado el lunes para ver la exposición que dedican a Donato di Betto Bardi, 'Donatello'; porque siempre deseo volver —también—. Llegué y corrí al Arno —para asegurarme de estar allí—; y sin demora a Santa Maria Novella —esta vez con 'El Quattrocento en Italia' de Renato de Fusco al fondo de un bolso de napa—. Siempre lo hago al comienzo, ir y mirar a Alberti de frente; sus formas pulidas, perfectas, musicales; su alma. Venían Ana y Eloy. Y yo, señalando con el dedo enhiesto, “fijaros en el sol romano que campa en el frontón de la iglesia”. Y ellos, con la mano en la frente, intentando mirarlo, a pesar del otro, del de verdad, el que brilla en el cielo toscano entre nubes delgadas —como las de Botticelli—.

placeholder Ana Milán mirando la 'Dama col mazzolino', de Andrea Verrocchio, 1475.
Ana Milán mirando la 'Dama col mazzolino', de Andrea Verrocchio, 1475.

Sobre lápidas pisadas de un cementerio lleno —con plegarias en latín—, se accede a su planta de salón; inmensa. La luz cambia al filtrarse por sus vanos, estrechos —casi saeteras—; cubiertos con vidrios en mitad de cada 'campata'; sobre altares sencillos con 'palas' de la Pasión —casi todas—. La única que no es mueble es la que dibujó Masaccio, al fresco, la Trinidad. La primera Crucifixión con perspectiva euclidiana; cobijada por un arco de triunfo de orden corintio. La luz, que entra cálida en el templo, hace brillar el suelo —un damero—, y más aún la línea meridiana que marca los signos zodiacales. Los tres nos tiramos al suelo en busca del nuestro —yo un león—; por debajo de la Cruz de Giotto —que flota—. De ahí al 'chiostro' verde, en busca de los primeros Uccello. Y al 'capellone degli Spagnoli'. Y al fin, a la Officina Profumo Farmaceutica di Santa Maria Novella, en busca de 'Acqua di rose'. Iba a intentar describir lo que se siente al pasar bajo una bóveda de flores blancas que conduce a un montón de salones con olor a campo, a talco, pero van ya 400 palabras —eso apunta mi pantalla— y no he pasado del primer cuarto del primer día en la ciudad de los Medici.

placeholder Palazzo Strozzi —interior—. Benedetto da Maiano e Il Cronaca, 1489-1538.
Palazzo Strozzi —interior—. Benedetto da Maiano e Il Cronaca, 1489-1538.

No lo había dicho —ya sí—, pero Ana Milán no conocía Florencia. Y la envidio —ya no—; por tener la oportunidad de sorprenderse, de ver por vez primera, de renacer. Creo que de todas mis 'primeras veces', allí fue la mejor. La suya, dice, que “casi”. Lo del 'moscato' en Procazzi, frente al Palazzo Dudley, atardeciendo —con 'cannoli de ricota' y música de Gigliola Cinquetti—, también voy a omitirlo; y la cena con vino de Chianti. El martes fue entero —casi— para Donatello; la coartada para el viaje. Primero en el Bargello —antiguo ayuntamiento y cárcel—, después en el Palazzo Strozzi. Y a caballo, como el Gattamelata, la Badia Fiorentina —casi por casualidad—. Entramos para ver la tumba del Margrave de Toscana —esculpida por Mino da Fiesole— y nos topamos con un ceremonial salmodiado por 16 voces casi blancas —y tapadas por mascarillas aún— que nos reconfirmó en nuestra fe —fuera la que fuese la de cada uno—. Allí escuchó otras voces —igualmente bellas— Dante, y las fijó para siempre en su ' Divina Comedia'. Allí intentó entenderlo Bocaccio para, después, hacerlo entender.

placeholder Victoria alada de la tumba del Margrave de Toscana, de Mino da Fiesole, 1469-81. Badía Fiorentina.
Victoria alada de la tumba del Margrave de Toscana, de Mino da Fiesole, 1469-81. Badía Fiorentina.

Donatello, algo más tarde que Dante, miró a esa antigüedad clásica que nunca dejó de existir en Italia —ahí está San Miniato al Monte—, pero lo hizo con ojos nuevos, tratando de medir; colocando al hombre como sostén de la tierra —pero sin olvidarse nunca de Dios—. Mesuró el mármol —y la arcilla— y fundió cuerpos en bronce como si respiraran; para el 'campanille' de Santa Maria del Fiore; para los nichos de Orsanmichele; para púlpitos y cantorías. Devolvió a la muerte la épica del pasado e hizo acompañar al finado de sensuales 'putti' —los 'spiritelli'—, de guirnaldas y veneras. Definió la nueva forma de hacer relieves como si pintara, aplicando lo estudiado por Brunelleschi a sus pórticos semihundidos; el más bello, el que sirve de banco a San Giorgio —encargo de 'l´Arte dei corazzai e spadai'—. En la primera sala del Bargello, en tinieblas, excitados por tanta belleza, nos quedamos atrapados a uno de esos relieves que llaman 'stiacciati', el de la 'Madonna col Bambino delle nuvole'. En silencio. Buscando los ángeles que parecen brotar. No imaginábamos que detrás de un muro liviano pintado de añil había otra Madonna emergiendo en la roca, la 'della scala' de Miguel Ángel Buonarroti.

placeholder 'Madonna col bambino delle nuvole', de Donatello, 1440.
'Madonna col bambino delle nuvole', de Donatello, 1440.

Nos costó recuperar el habla, y creo que no lo hicimos del todo hasta volver al mundo, al ruido. Después de que Ana se mirara en Verrocchio —en su 'Dama col mazzolino'—. Abrumados. Con ganas de más. Y hubo más. La mole que es el Palazzo Strozzi la erigió Benedetto da Maiano para uno de los ricos comerciantes que pugnaban con los Medici por el control de la República, Filippo Strozzi. Un paralelepípedo pesado y grácil, abierto y cerrado, contradictorio. Hoy, en su 'primo piano' —de bóvedas de crucería impoluta—, se despliegan más trabajos del que, según Vasari, fue “un escultor fuera de lo común (…), un maestro”. De su 'Crocifisso para la Santa Crocce', escribió que estaba hecho con 'straordinaria fatica'; hoy, a cierta altura, cuelga junto al de su amigo Brunelleschi, frente al 'David vittorioso', como introito a una sinfonía que se va desplegando en función de ideas, de recursos y temas; de un virtuosismo inaudito. Escribiré solo de una de esas obras, una de las planchas en bronce —la del 'Convito di Erode'— para el frontal de la pila del 'battisterio' de San Giovanni de Siena. Una galería 'a la romana' tallada, una perspectiva infinita, una coreografía taimada con la cabeza —ya separada del torso— de san Juan desdoblada, queriendo contar una historia —la de él—. Llena de figuras idealizadas que sienten, que incluso se retuercen como si anunciaran sus trabajos futuros, los de los púlpitos de San Lorenzo; antesala al Manierismo.

placeholder La 'Deposizione', de Pontormo, 1526-28. Cappella Capponi.
La 'Deposizione', de Pontormo, 1526-28. Cappella Capponi.

En Oltrarno, nada más cruzar el 'Ponte Vecchio', en la Iglesia de Santa Felicita, en la Capella Capponi, cuelga —quizá— la obra más bella de todo el Manierismo italiano; la 'Deposizione de Pontormo'. Frente a esa tabla danzante, etérea, empolvada, precedida por una reja lavada, se vuelve cualquiera pequeño, humano —falta nos hace—. Pontormo era tan dramático como neurótico, tan difícil; tan hipocondriaco como —dicen— lo soy yo. La carne de ese remolino de cuerpos dolientes parece respirar, envuelta en colores sutiles, a veces planos; atrapados por un trazo negro que los limita como en un esmalte 'cloisonné'. A un palmo, se despliega una Anunciación calculada, bajo un trampantojo de arquitecturas como las de Michelozzo —padre de la Biblioteca di San Marco—. Pinturas, todas, que transportan, elevan, hacen feliz. En un templo que podría entenderse como menor, pero que, como todo en Florencia, custodia cumbres que nunca se movieron del rincón para el que fueron creadas; por 'gracia' de una mujer, Anna María Luisa de Medici —la última descendiente de aquel Giovanni di Bicci de Medici—, y un 'patto di famiglia' que comprometía a los nuevos duques —de la casa de Lorena— a “conservar (…) lo que atraiga la curiosidad de forasteros” en sus emplazamientos naturales, intramuros.

placeholder Sagrestia Vecchia de San Lorenzo. Brunelleschi y Donatello, 1419-22.
Sagrestia Vecchia de San Lorenzo. Brunelleschi y Donatello, 1419-22.

La historia de Donatello termina en 1466. Su cuerpo de ochenta años es llevado junto al de su mayor mecenas —y amigo—, Cosimo 'el vecchio' de Medici, a una tumba discreta en la cripta de San Lorenzo, justo debajo de la Sagrestia Vecchia —un cubo perfecto, cubierto por una cúpula nervada con tondos simulando arquitecturas ideales en cada una de sus pechinas—. Allí sigue. Y sus trabajos repartidos por toda la antigua República. En el Duomo, como rosetón a los pies o en forma de ménsula antropomorfa en la Porta della Mandorla. En la Santa Croce, a través de una 'Annunciazione' —la del Altare Cavalcanti— con una Virgen que es casi una matrona romana y un Arcángel en plena genuflexión; a base de 'pietra serena' sobredorada. En Prato. En Pisa. En Padua. Cuando llegó el jueves, habíamos peregrinado por toda su Florencia —la de Donato—. Un poco por fe, un poco por necesidad de más belleza, volvimos a Santa Maria del Fiore. Nos sentamos en uno de los bancos del segundo tramo, muy cerca de los frescos —que son como tapices— de Andrea del Castagno y Paolo Uccello. Intentando seguir una misa en italiano precedida por una procesión de todos sus celebrantes bajo la gran cúpula de Brunelleschi —pintada por el propio Vasari y Zucchero—. Con olor a incienso, a rosas. Con un coro cantando el 'Nuper Rosarum Flores' de Guillaume Dufay. El mismo motete que pudo escucharse el 25 de marzo de 1436, cuando fue consagrada. Después de que, al fin, se consiguiera cubrir y “dar sombra a todos los pueblos de Toscana”.

placeholder Santa Maria del Fiore. Sobre la pared, frescos de Andrea del Castagno (1456) y Paolo Uccello (1436).
Santa Maria del Fiore. Sobre la pared, frescos de Andrea del Castagno (1456) y Paolo Uccello (1436).

*'Donatello. Il Rinascimento'. Hasta el 31 de julio de 2022. Fondazione Palazzo Strozzi / Musei del Bargello.

Acaba de sonar el timbre en mi casa. Me traen un sobre guarecido de burbujas con un catálogo dentro: 'Donatello. Il Rinascimento'. Regresé de Florencia el sábado —con el libro ya pedido—, sin ganas. Siempre siento lo mismo cuando la dejo; una especie de morriña que me hace añorarla con solo atravesar una de sus puertas antiguas y perderme en ese campo que retrató Benozzo Gozzoli en la 'Cappella dei Magi' —cuajado de cipreses y pinos carrascos—. Había llegado el lunes para ver la exposición que dedican a Donato di Betto Bardi, 'Donatello'; porque siempre deseo volver —también—. Llegué y corrí al Arno —para asegurarme de estar allí—; y sin demora a Santa Maria Novella —esta vez con 'El Quattrocento en Italia' de Renato de Fusco al fondo de un bolso de napa—. Siempre lo hago al comienzo, ir y mirar a Alberti de frente; sus formas pulidas, perfectas, musicales; su alma. Venían Ana y Eloy. Y yo, señalando con el dedo enhiesto, “fijaros en el sol romano que campa en el frontón de la iglesia”. Y ellos, con la mano en la frente, intentando mirarlo, a pesar del otro, del de verdad, el que brilla en el cielo toscano entre nubes delgadas —como las de Botticelli—.

El redactor recomienda