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La isla bonita
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Jaime M. de los Santos

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La isla bonita

Hace unos días, igual que Saulo, yo también me caí del caballo —metáfora pura, porque les tengo alergia— con solo avistar el perfil de La Palma

Foto: Cementerio de Todoque, en La Palma. (Alfonso Escalero, 2022)
Cementerio de Todoque, en La Palma. (Alfonso Escalero, 2022)

Hasta no hace mucho, de forma casi urgente, pueril, me despachaba ante lo que ofrece la naturaleza con un irreflexivo y frágil, “soy un urbanita y solo encuentro belleza en lo que han construido los hombres —y mujeres—”. Por entonces ya mentía —y no me gusta mentir—; pero la vehemencia de la que soy portador no me dejaba reconocer que, cada agosto, en Son Servera, por ejemplo, encuentro la felicidad más infinita frente a un infinito azul de mar; entre olivos y algarrobos. Bajo el sol. Aun así, recaía en la necesidad de decirme —todo lo que decimos nos lo estamos dirigiendo a nosotros— que, parte de mi descanso estival, requería de perfiles arquitectónicos, de corredores enfilados sosteniendo obras maestras. No es cierto. O no del todo. Porque no ha desaparecido mi necesidad de artificio —que casi siempre es, de uno u otro modo, extensión del natural—, pero ahora soy capaz de reconocer mi búsqueda, mi inclinación, digamos endémica, por el paisaje. Y paisajes hay muchos —algunos atrapados en lienzos—, pero, como Petrarca, en los que yo pienso ahora es en los que abrazan nuestros pueblos, en los que son horizonte y meta. Los que aparecen —por vez primera— en Giotto como reflejo de ese mundo que palpita extramuros; ignoto. Del que Serlio invita a aprehender.

placeholder 'Mata Mua', de Paul Gauguin, 1892. (Colección Carmen Thyssen-Bornemisza)
'Mata Mua', de Paul Gauguin, 1892. (Colección Carmen Thyssen-Bornemisza)

Al no tener pueblo —cosa del azar; mis padres son del más castizo Madrid—, quizá mi contacto con el entorno se haya limitado a las cumbres de los plátanos de sombra que taladran nuestras aceras, al escaso flujo de un río renco —el Manzanares—, a los atardeceres rosas que retrató Velázquez. Y como parece ser que quien somos tiene que ver mucho con lo que fuimos cuando no éramos casi nada, me había encajado en la falaz idea de que lo natural no enseña, no colma. Craso error. Hace unos días, igual que Saulo, yo también me caí del caballo —metáfora pura, porque les tengo alergia— con solo avistar el perfil de La Palma. Volaba para, como Umbral, hablar de mi libro; para recorrer esa lengua negra que inmisericorde besa desde hace muy poco el mar —añil oscuro—; y me encontré un paraíso de hojas de plátano —estos con fruto—, de estrellas que brillan más fuerte, de paz. La isla es un cono; uno afilado y verde. Con caminos que serpentean entre bosque bajos. Con todos los climas y todos los tiempos —el que pasa lento y el que huye, se escapa—. Una exaltación y un recuerdo de lo que pudo ser el paraíso; el de Brueghel o el de Milton. Gauguin lo encontró en Tahití. Yo, hasta ahora, en 'Mata Mua'. Y en 'Les Vessenots en Auvers'. Y a orillas de la laguna Estigia.

placeholder El fuego asediando una vivienda de Los Llanos de Aridane. Alfonso Escalero, 2022.
El fuego asediando una vivienda de Los Llanos de Aridane. Alfonso Escalero, 2022.

Mirando la tabla de El Patinir, su 'Paso de la laguna Estigia', veo en parte La Palma; lo que desde el sofá, no hace tanto, era capaz de ver en mi sobrevenida y falsa seguridad de urbanita. Con la tierra abierta en fuego y el cielo encapotado de humo, de ceniza. Con una mancha como alquitrán anegando casas y vidas —que es lo que son los sueños que el volcán se llevó—; también muertos. Porque en su orgía de lava no respetó ni las cruces del camposanto, sumándole al polvo que somos y en el que nos convertimos, a las lágrimas vertidas, más desesperación; y roca hirviendo. Hoy, lo que era pena y miedo, es un cuadro fauvista. Con masas de color absoluto. Superpuestas. Encrespadas. Y Los Llanos de Aridane —campo de batalla a su pesar— un ejemplo de todo; sobre todo de dignidad —y fortaleza—. Ya bailan. Ya cantan y celebran; en torno a un quiosco pegado a una plaza con forma de salón y bancos de piedra. Bajo el palio de copas de los laureles de India que son de Cuba —plantados en 1864—; a resguardo. Porque allí la vida es eso. Sobre todo para los que han padecido más de un enjambre sísmico. Todavía hay.

placeholder 'El paso de la laguna Estigia', de Joachin Patinir, 1520-24. (Museo del Prado)
'El paso de la laguna Estigia', de Joachin Patinir, 1520-24. (Museo del Prado)

Ana vende y vendía libros; allí. No ha dejado de leer; ni lo hará. Aunque algunas de esas historias colmaten, junto a su casa y las de los suyos, el nuevo perfil de su calle: un pedregal. Y se le llenan los ojos de sal mientras lo recuerda —no creo que nunca olvide—. Y vuelve su mirada a la lectura; “es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y el corazón”. Esto lo dijo Lorca, en Fuente Vaqueros, donde tanto le costaba volver; mientras alumbraba una biblioteca pública —él, que no tenía libros “porque regalo cuantos compro, que son infinitos”—. Ana es de Todoque. Todoque ya no existe. Ni su iglesia blanca de San Pío. Le quedan 'Los Remedios' de la parroquia —delicada y 'milagrera' talla flamenca—, y la 'Virgen de las Nieves' de Santa Cruz —paradójica advocación para quien escapa del fuego—. A Ella la piensan a diario. Todos. De todas las edades. De todo credo y condición. Puede que sea lo más democrático de cuanto ocurre en la isla —además de un volcán que nada sabe de clases en su pasión destructora—. Pero aun no dejándola de pensar, solo la celebran una vez por lustro; austeros. Y hacen que descienda de su cumbre. Y se agolpan en romería para poder verla entre aplausos. Un —pseudo— auto —casi— sacramental recortado sobre el poderoso manto de naturaleza viva, vibrante. Con el océano del hijo de Clímene como cuarta pared.

placeholder Volcán de La Palma, de Alfonso Escalero, 2022.
Volcán de La Palma, de Alfonso Escalero, 2022.

Hasta no hace mucho, de forma casi urgente, pueril, me despachaba ante lo que ofrece la naturaleza con un irreflexivo y frágil, “soy un urbanita y solo encuentro belleza en lo que han construido los hombres —y mujeres—”. Por entonces ya mentía —y no me gusta mentir—; pero la vehemencia de la que soy portador no me dejaba reconocer que, cada agosto, en Son Servera, por ejemplo, encuentro la felicidad más infinita frente a un infinito azul de mar; entre olivos y algarrobos. Bajo el sol. Aun así, recaía en la necesidad de decirme —todo lo que decimos nos lo estamos dirigiendo a nosotros— que, parte de mi descanso estival, requería de perfiles arquitectónicos, de corredores enfilados sosteniendo obras maestras. No es cierto. O no del todo. Porque no ha desaparecido mi necesidad de artificio —que casi siempre es, de uno u otro modo, extensión del natural—, pero ahora soy capaz de reconocer mi búsqueda, mi inclinación, digamos endémica, por el paisaje. Y paisajes hay muchos —algunos atrapados en lienzos—, pero, como Petrarca, en los que yo pienso ahora es en los que abrazan nuestros pueblos, en los que son horizonte y meta. Los que aparecen —por vez primera— en Giotto como reflejo de ese mundo que palpita extramuros; ignoto. Del que Serlio invita a aprehender.

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