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De osos pardos y señoras con carrito
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Jaime M. de los Santos

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De osos pardos y señoras con carrito

Por eso es tan importante esta fiesta, porque restaña las heridas del pasado. Ese que nos hizo pasar por locos, "vagos y maleantes", "raza maldita", sodomitas y degenerados, "peor que bestias"

Foto: 'педик es maricón'. Cristóbal Tabares. 2022
'педик es maricón'. Cristóbal Tabares. 2022

En Chueca, encaramados a uno de esos muros medianeros del Madrid que llamaban de “chisperos”, casi siempre al sol -porque en Madrid el sol brilla incluso de noche-, una familia de osos que bien podían pasar por pardos se erige en torre uno detrás de otro; como en un juego de matrioskas desplegado, desinhibido. Ayer mismo paseaba bajo su plantígrado mirar a la vez que me topaba con un grupo de señoras con carrito hablando de esas cosas que importan más que mucho; sus cosas -que casi siempre son las de todos-. Pasó un coche sin capota, un taxi sin aire y una pareja de amantes cosida fuerte por las manos. Que fueran dos chicos no tiene más importancia que la del amor revelado -que es mucha-. Que fueran dos chicos muy jóvenes me hizo sentir bien. Y nostalgia. Y mayor -muy-. La primera vez que me perdí en Chueca no tenía dieciocho. Había contestado a un anuncio por palabras de la sección de contactos de un periódico que, supongo, sería El País -mi padre todavía decía ser socialista-. Llamé al número que aparecía impreso -aprovechando que no había nadie en casa-, dejé un mensaje en un buzón que se convirtió en cita. Eduardo. Enfermero. Solo un poco menos joven que yo. Más bajo. Fuimos a un resto, hoy borrado, del Madrid que fue pueblo, Acuarela; una casita pintada de azul con ventanas a la calle y velas cortas repartidas por las mesas de mármol. Pedí un café. Me encomendé a San Antón -vecino y animalista-. Intenté no parecer nervioso, asustado. Hablé poco. Fui yo.

placeholder De osos pardos y señoras con carrito
De osos pardos y señoras con carrito

Era domingo. Insistió en acompañarme. Me inventé una dirección. En un portal que no era el mío me dio un beso, el primero. Se fue. Me fui. Me acosté. No dormí. Han pasado veinticinco años y, aún hoy, me duele la tripa cuando lo pienso -que es donde debo tener el corazón-. Porque, de puro miedo, se fijó para siempre; el beso; y la oscuridad de los ojos apretados; y el temor a que me vieran. Durante un tiempo, el que vino de inmediato tras el beso, me convencí de que era invisible. Cambié de amigos. Me cambió del todo la voz. Cogía un autobús en un barrio que no era el de mis padres. Inventé excusas que debían rimar mal con la vida de antes. Crecí. En Chueca yo también me desplegaba, como si todo lo demás fuese mentira -a excepción del teatro que, aun no siendo verdad, era en lo único que creía-; asumía esa porción que, siendo la más mía, me resultaba punzante. El Bosco pintó un erizo en su 'Jardín de las delicias', sobre el fondo blanco de una enseña; yo lo tenía dentro. Hubo más primeras veces. Fui descubriendo ese dédalo de calles imbricadas, que lo que allí acontecía era tan poco normal como en el resto de Madrid -mi mundo-. Llegó septiembre, la universidad. Y Virginia. Y Teresa. Y un nuevo cuadro -con menos luz-. Cada viernes, bailábamos juntos en bares colmados de humo, con la vista puesta en Chueca -más que ninguno yo-. Nos escapábamos -al fin- y bailábamos más fuerte, con más ganas; después de inventar pretextos a retiradas urgentes -y clandestinas-.

placeholder ‘La Rue Montorgueil’. Claude Monet. 1878.
‘La Rue Montorgueil’. Claude Monet. 1878.

Cinco lustros más tarde, hoy, Augusto Figueroa se ha cubierto de banderas como si fuera la 'Rue Montorgueil' -casi-, un palio de colores que al viento no solo da sombra, da paz. Las aceras se estiran y la música campa en el aire; y en las orejas; y en los pies -con o sin alzas-. Virginia y Teresa tienen hijos libres y siguen cantando ABBA; yo, el bigote negro, la barba con canas y el 'Noa, Noa' de Massiel como fondo sonoro. Hay fiesta, sueños; e incluso quien dice que no es para tanto, que no hace falta exhibir. Que todo está conseguido, alcanzado. No es cierto. Hemos llegado a una cumbre, sí; quedan más. Y nos debemos volver muro -como en 'El sueño de una noche de verano'- para que no se cuelen los malos, para no dar ni un paso atrás -ni siquiera a un lado-. Para que, igual que Tisbe, podamos siempre hablar de amor; del verdadero -que son todos-. Y sentirlo. Dicen que no hay nada más grande que el amor. También por uno mismo. Por eso es tan importante esta fiesta, porque restaña las heridas del pasado. Ese que nos hizo pasar por locos, “vagos y maleantes”, verdugos o “raza maldita”, sodomitas y degenerados, “peor que bestias”. El mismo que a mí me arrinconó en un patio de un colegio público por ser distinto, mientras me decían “marica”; porque no eran los otros niños los que me acosaban, era su tiempo -inmensamente confundido-, lo poco de verdad que les habían transferido. Ahora que son ellos quienes educan para el futuro que no olviden que erraban. Que no insistan en la afrenta -porque duele. Mucho. Créanme-.

placeholder En el Orgullo de Madrid
En el Orgullo de Madrid

En Chueca, encaramados a uno de esos muros medianeros del Madrid que llamaban de “chisperos”, casi siempre al sol -porque en Madrid el sol brilla incluso de noche-, una familia de osos que bien podían pasar por pardos se erige en torre uno detrás de otro; como en un juego de matrioskas desplegado, desinhibido. Ayer mismo paseaba bajo su plantígrado mirar a la vez que me topaba con un grupo de señoras con carrito hablando de esas cosas que importan más que mucho; sus cosas -que casi siempre son las de todos-. Pasó un coche sin capota, un taxi sin aire y una pareja de amantes cosida fuerte por las manos. Que fueran dos chicos no tiene más importancia que la del amor revelado -que es mucha-. Que fueran dos chicos muy jóvenes me hizo sentir bien. Y nostalgia. Y mayor -muy-. La primera vez que me perdí en Chueca no tenía dieciocho. Había contestado a un anuncio por palabras de la sección de contactos de un periódico que, supongo, sería El País -mi padre todavía decía ser socialista-. Llamé al número que aparecía impreso -aprovechando que no había nadie en casa-, dejé un mensaje en un buzón que se convirtió en cita. Eduardo. Enfermero. Solo un poco menos joven que yo. Más bajo. Fuimos a un resto, hoy borrado, del Madrid que fue pueblo, Acuarela; una casita pintada de azul con ventanas a la calle y velas cortas repartidas por las mesas de mármol. Pedí un café. Me encomendé a San Antón -vecino y animalista-. Intenté no parecer nervioso, asustado. Hablé poco. Fui yo.

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