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De cómo ser hombre por necesidad
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De cómo ser hombre por necesidad

Es Gabriela Flores la que se vuelve piel y hombre y nos enseña las tripas, su lucha, su pena; mientras ve cómo el nazismo trepa, se ensancha

Foto: Gabriela Flores en Hombre por necesidad. Teatro del Barrio. Madrid
Gabriela Flores en Hombre por necesidad. Teatro del Barrio. Madrid

Vuelvo de Cádiz, de la entrega de los Premios Max. Vuelo, bebo café -esto ya lo saben porque siempre bebo café- y escribo. Anoche, en el patio de butacas del Teatro Manuel de Falla, crepitaban algunos de nuestros más grandes artistas; dramaturgos, coreógrafas, escenógrafos y actrices, bailarinas, clowns, directoras, iluminadores y músicos; excitados. En la puerta, un poco antes, acompañando a Bruno García, frente a los arcos de perfil nazarí que definen su fachada, Eduardo Guerrero y Carme Portacelli -entre muchos otros genios- hacen fila. Me abrazan -o yo a ellos- vestidos como de clac, de fiesta, de domingo; igual que la Tarara, con su “vestido verde/lleno de volantes/y de cascabeles”. Esto lo cantaba Lorca y lo incendió Camarón. Y volvió a sonar sobre las tablas porque Camarón es de la Isla de León y un dios con la boca de plata. Me alegró, mucho, que se reconociera a Pablo Messiez y su Voluntad de creer -tal vez porque yo creo mucho-; y a Javier Ballesteros por Cucaracha con paisaje de fondo que, no lo puedo evitar, me recuerda a Franz Kafka; un balneario olvidado, -ínsula de Barataria y sucedáneo de habitación- donde enclaustró a un montón de mujeres -en obras- que no pueden ser madres -yermas para una sociedad embridada-. Allí cuelga su manzana, que no la de Eva, la de la hilaridad como medio, como fin.

placeholder Con Bruno García en los Premios Max
Con Bruno García en los Premios Max

Tras los aplausos la cama -pronto-. Y con el alba, las sombras de las calles de Cádiz que caen a plomo, las que arrojan los fustes -igual que troncos de piedra- del Hospital de Mujeres, institución femenil para el cuidado de esa mitad del mundo doblemente olvidada; mujeres necesitadas, pobres, tristes, arrumbadas. Mujeres que, incluso, se hacían pasar por hombres para sobrevivir. Tras un portón un zaguán y al fondo un patio -con Vía Crucis de cerámica- y otro más, y en el centro una escalera imperial guarecida por grutescos de escayola blanca. En su capilla barroca -que es de la Virgen del Carmen-, entre rocalla dorada, cuelga un San Francisco de El Greco. Un famélico santo -que fue de Lorenzo Armengual- que mira al cielo con su barba afilada, con los estigmas abriéndole las palmas; los ojos en lágrimas -como los del San Pedro Toledano-, el cíngulo apretándole, seco. El gris de lo que debió ser lana brilla gracias a ese rompimiento del cielo que atraviesa el negro de carbón vegetal, que arroja vida a la tela. Su perfil es hipnótico, un icono pasado por Venecia. Me siento en un banco hiper barnizado que huele a cera, a reparador; no hay nadie, quizá algún eco. Desenvuelvo una torta de polvorón -huele a matalahúga-. Pongo música, Philippe Verdelot -sólo para mis orejas-, miro al techo; sobre mi cabeza -afeitada- una sucesión de bóvedas baídas con un herbolario expandido -reflejo del paraíso anhelado, de las hiervas necesarias para curar-, un paisaje.

placeholder La visión de San Francisco. El Greco. 1605
La visión de San Francisco. El Greco. 1605

También Ella Gericke se convirtió en hombre, en su marido muerto, al final de la República de Weimar. Casi un ejercicio necrófago porque si no come de su carne lo va a hacer gracias a ella, a esa carne que devoran los gusanos y que ella esconde; a unas ropas que le transfieren derechos, alguna oportunidad. Es Gabriela Flores la que se vuelve piel y hombre y nos enseña las tripas, su lucha, su pena; mientras ve como el nazismo trepa, se ensancha. Una actriz que reconstruye la farsa de quien no quiere mentir pero se ve obligada, bajo un gabán militar; con la verdad dibujada con llanto, con hambre y miedo. Me sentaron en primera fila y no dejé de mirarle a los ojos -como los de San Francisco también llenos de agua-, buscándola. A poco más de un metro de toda la tragedia de aquel mundo desplegada; El mundo de ayer -que escribió Zweig-. Gabriela es toda verdad, y belleza. Y bondad. Con una voz grande. Con un cuerpo locuaz que se mueve como lo haría un insecto, como esa cucaracha de Kafka a la que han tirado una manzana -símbolo inventado para pecar-. Con una contundencia que no es método -aunque lo tenga-, que consigue arañarte por dentro. Hombre por necesidad es mucho más que un texto teatral, es la vida que le dejaron vivir a todas las Ella de la tierra; un segundo en una historia que no podemos permitir que se muera. Ya murieron ellos y ellas. Que sepan allí donde estén que, al menos, se les recuerda.

placeholder Patio del Hospital de mujeres. Cádiz
Patio del Hospital de mujeres. Cádiz

Vuelvo de Cádiz, de la entrega de los Premios Max. Vuelo, bebo café -esto ya lo saben porque siempre bebo café- y escribo. Anoche, en el patio de butacas del Teatro Manuel de Falla, crepitaban algunos de nuestros más grandes artistas; dramaturgos, coreógrafas, escenógrafos y actrices, bailarinas, clowns, directoras, iluminadores y músicos; excitados. En la puerta, un poco antes, acompañando a Bruno García, frente a los arcos de perfil nazarí que definen su fachada, Eduardo Guerrero y Carme Portacelli -entre muchos otros genios- hacen fila. Me abrazan -o yo a ellos- vestidos como de clac, de fiesta, de domingo; igual que la Tarara, con su “vestido verde/lleno de volantes/y de cascabeles”. Esto lo cantaba Lorca y lo incendió Camarón. Y volvió a sonar sobre las tablas porque Camarón es de la Isla de León y un dios con la boca de plata. Me alegró, mucho, que se reconociera a Pablo Messiez y su Voluntad de creer -tal vez porque yo creo mucho-; y a Javier Ballesteros por Cucaracha con paisaje de fondo que, no lo puedo evitar, me recuerda a Franz Kafka; un balneario olvidado, -ínsula de Barataria y sucedáneo de habitación- donde enclaustró a un montón de mujeres -en obras- que no pueden ser madres -yermas para una sociedad embridada-. Allí cuelga su manzana, que no la de Eva, la de la hilaridad como medio, como fin.

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