Íncipit
Por
De cuánto necesito ir a Italia
Pero no quiero volver solo a Venecia, no; necesito a Italia, toda entera. Y hago café -en cafetera italiana- y apunto en mi Moleskine —como el errante Chatwin— todo lo que quiero mirar
Freud tiene cuarenta y cuatro años cuando pisa por vez primera Roma; no lo ha hecho antes por miedo a verse decepcionado ante una ciudad construida en su mente a base de ilusión -y libros y estampas-, por temor a no sentir lo que esperaba y necesitaba sentir. Lo mismo me pasaba a mí con Venecia. Había visto y leído tanto sobre esa ciudad calada, sobre sus cubiertas ampulosas y sus galerías inundadas, que me resistía a la verdad de lo que es cierto, al ruido del hoy. Como Freud, también yo fantaseaba con unas calles que existen solo en mi cuerpo, en los lienzos de Canaletto, en las fotografías de Mariano Fortuny y en las frases eternas de Marcel Proust. Nunca la temí tanto -ni la deseé con más fuerza- como cuando me sumergí otra vez en ese tumulto de emociones que es En busca del tiempo perdido. Leía y me imaginaba bajo las teselas doradas de San Marco, en un vaporetto cruzando a San Giorgio Maggiore, ahogándome frente al Paraíso infinito retratado por Tintoretto en la Sala dei Maggior Consiglio. Leía y quería habitar sus palazzi, trepar por sus puentes, llevar bastón –“la mente de un hombre se adivina por la manera de sostener el bastón”, escribió Honoré de Balzac-. En septiembre de 2020 -al fin- fui y la descubrí entera, descarnada; un poco menos llena -el virus que opacó todo no nos dejaba vivir-, sensual. La vi y se me clavó en los ojos, en las letras.
Ayer, lo que vi otra vez fue Don´t look now -de Nicolas Roeg- y regresé a Venecia; a esa Venecia de fachadas abrasadas por la sal y vie sin retorno, decadente y única. Hay algo extremadamente desasosegante en esa cinta manchada de rojos, desasosegante e hipnótico. Desde el inicio, cuando el agua se vuelve sangre y cubre la imagen de la vidriera de San Nicolò dei Mendicoli que Donald Sutherland sujeta en sus manos, el tiempo se presenta desordenado y anhelante, agorero; un círculo -como los de Petrarca- que vive en el siguiente sin darse cuenta de que -tal vez- no es otro que el anterior, o el presente pero visto con ojos distintos. Un tiempo irrealis que dice André Aciman -en mi caso con música de Mahler- y que padece la pareja protagonista de El placer del viajero. Ian McEwan hizo de la ciudad de oriente injertada en occidente, siniestra tramoya para los que buscan perderse; con su apariencia exultante y exquisita belleza, laberíntica. Pero en la novela americana -la segunda de McEwan-, el minotauro no es otro que el placer carnal, el sexo, el deseo que les enviste hasta hacerles perder la luz. Cuando estuve, mientras perseguía a Bellini, alumbrado, me crucé con Verrochio y el condottiero Colleoni -que es más un centauro- por sorpresa, con ese dédalo imbricado que no entiende de brújulas.
Pero no quiero volver sólo a Venecia, no; necesito a Italia, toda entera. Y hago café -en cafetera italiana- y apunto en mi Moleskine -como el errante Chatwin- todo lo que quiero mirar. Encuentro placer -al que no sé poner palabras- en eso de escribir con tinta o -mejor- con un lápiz Blackwing; a veces, incluso, dibujo -mal, muy mal- los alzados que me esperan -el tabernáculo del Santo Sepolcro, los mármoles de San Miniato o los de la capella Pazzi, la cornisa severa del palazzo Medici- y saco flechas marcando hitos. A Florencia quiero llevar a Marisa González; porque no la conoce y eso es en sí una oportunidad. Una oportunidad para recuperar los apuntes de aquella Teoría del Arte II -que impartía Blasco Esquivias-, para esforzar mi mirada en los cuerpos de ese remolino enrejado que copa la cappella Capponi -pintada por Pontormo-. Mi Florencia -como la Nápoles de Sorrentino o el Milán de Guadagnino- no es más que mía porque es la suma de todo lo que -sólo yo- quería saber, de todo lo que me ha sorprendido mientras la he ido absorbiendo. Imagínenme en pantalón corto y sin huir del sol, saliendo del Bargello del brazo de Ana Milán, intentando comunicarme con Il santo bevitore para asegurarme una mesa con vistas a la pileta labrada por Buontalenti; se abre el portón de la Badia Fiorentina -bajo un tímpano vidriado de los della Robbia- y oigo música, frases cantiladas. Entramos. El tiempo se para. Aún quedan Florencias por conquistar.
En el coche -con capota- salimos de la ciudad hasta encajarnos entre los paisajes de Botticelli -cuatro siglos más tarde y los campos siguen siendo los mismos, con cipreses enfilados y construcciones repartidas-. Sobre una loma, sostenido por viñedos, se levantó Corsignano, una villa de piedra discreta que se convirtió en Pienza. Pío II -que nació allí- decidió renombrarla y llamó a Alberti -“que no hay entre los artistas modernos quien le haya podido superar”- para que estrenara la nueva antigüedad; y levantó una iglesia, un pozo y un palacio que son un tratado de arquitectura, una piazza minúscula donde cabe todo lo aprendido en Vitrubio, en Serlio, donde el poder terrenal pugna con el de la fe. La via que vertebra esta città ideale se retuerce para asegurar la sombra, para modificar las miradas; se abre en canal por su centro para volverse platea. Y expectante me como un helado -de limone- casi tan bueno como los de San Gimignano, y sueño con lo que debió ser porque se parece mucho a lo que soñó el Papa latino. Edgar Allan Poe -que viajó a la luna-, escribió que “todo lo que vemos o percibimos es sólo un sueño dentro de un sueño”; Calderón que “los sueños, sueños son”. Yo, no me resisto a soñar en Italia, con Italia, a través de esas estampas -copiando a Dickens- que de Italia he levantado.
Freud tiene cuarenta y cuatro años cuando pisa por vez primera Roma; no lo ha hecho antes por miedo a verse decepcionado ante una ciudad construida en su mente a base de ilusión -y libros y estampas-, por temor a no sentir lo que esperaba y necesitaba sentir. Lo mismo me pasaba a mí con Venecia. Había visto y leído tanto sobre esa ciudad calada, sobre sus cubiertas ampulosas y sus galerías inundadas, que me resistía a la verdad de lo que es cierto, al ruido del hoy. Como Freud, también yo fantaseaba con unas calles que existen solo en mi cuerpo, en los lienzos de Canaletto, en las fotografías de Mariano Fortuny y en las frases eternas de Marcel Proust. Nunca la temí tanto -ni la deseé con más fuerza- como cuando me sumergí otra vez en ese tumulto de emociones que es En busca del tiempo perdido. Leía y me imaginaba bajo las teselas doradas de San Marco, en un vaporetto cruzando a San Giorgio Maggiore, ahogándome frente al Paraíso infinito retratado por Tintoretto en la Sala dei Maggior Consiglio. Leía y quería habitar sus palazzi, trepar por sus puentes, llevar bastón –“la mente de un hombre se adivina por la manera de sostener el bastón”, escribió Honoré de Balzac-. En septiembre de 2020 -al fin- fui y la descubrí entera, descarnada; un poco menos llena -el virus que opacó todo no nos dejaba vivir-, sensual. La vi y se me clavó en los ojos, en las letras.