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Íncipit
Por
De soportes privilegiados y otras poéticas fabricadas
Siempre que puedo, persigo mis obsesiones como otra obsesión más; en su estado primigenio; con su pretérita e incorruptible pátina
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Ver arte en el contexto para el que fue pensado es bastante único. Asomarse a los muros que se enlucieron para sostener según qué tela, qué busto, casi excepcional. Nos hemos acostumbrado a mirar lienzos en extensiones jalonadas de cartelas con lámparas perfectas que matan los brillos; hemos asumido que las sombras que proyectan Crucificados famélicos sobre la blanca pared son la mejor forma para entender su espíritu. No es así. A la vez que museos y salas de arte -muchas veces de materiales imposibles- hemos alzado nuevos significantes para viejas expresiones que poco tienen que ver con su esencia; nos han tapado un ojo -con cierta saña- y ofuscado el entendimiento; no nos dicen la verdad -ni queremos saberla-. Es cierto que, en plena revisión museográfica, como bálsamo aséptico y sanador, se ha optado por el silencio de colores planos para las nuevas estructuras portantes -sorteando sobrevenidos contextos, nuevas lecturas-, pero la ausencia de ruido no es silencio verdadero, no; por más que busque anestesiar. De ahí que, siempre que puedo, persiga mis obsesiones como otra obsesión más; en su estado primigenio; con su pretérita e incorruptible pátina. Goya es una de ellas, una manía que visito cada poco y en su -más o menos- estado original.
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Subir los empinados peldaños de la Santa Cueva -en Cádiz- recuerda a Platón en lo que a entendimiento se refiere: por detrás de la penumbra que huele a incienso, la verdad del arte y no su reflejo -tres lunetos de tema gastronómico y sabor clasicista-. Los pintó Goya y allí siguen, entre cornisas torneadas y capiteles jónicos, por encima de una cripta -que no lo es- con un Calvario danzante de Giovanni Gandolfo. Imaginen, ahora, luz de velas y cierta humedad -esa que escala el espinazo-, bisbiseos y golpes de pecho, al celebrante de espaldas y, en viernes santo, música de Haydn -los siete adagios que compuso para este oratorio-. Esa era la experiencia -casi milagrosa- que atravesaba a quienes cruzaban el angosto vano abierto a la calle; y un día al año, telas de sarga negra colmatando ventanas e incidiendo en la luz del misterio divino y de la única lámpara prendida -además-. Puro teatro, boato, una maquinaria para ver y creer; un relato total, unívoco, intenso, trascendente -y necesario-. El imperante “todo laico” de hoy, nos ha bendecido con la tan ansiada -y frágil- libertad, ha hecho de los que tenemos fe seres voluntariosos, electores, discrepantes y anuentes, pero nos ha sustraído esa otra mitad sensible que en parte cubría el arte. La inmediatez en todo, la fragmentación de todo, la falta de análisis permanente nos ha vuelto inmediatos, fragmentarios y nada analíticos pero, también, con poca capacidad para estremecernos.
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En Cádiz, lo que Goya recrea es en sí pura escenografía; espacios dibujados igual que bambalinas -casi de cartón piedra en La parábola de la boda-, delicados juegos de luz que enfocan los cuerpos como en escena -sobre todo en la Multiplicación de los panes- y composiciones ordenadas para ser vistas -casi una platea en La última cena- en un todo hiperbólico. Y el visitante, descreído o no, con sólo alzar los ojos se topa con todas esas figuras -de perfil remarcado- que buscaban catequizar y que hoy parecen calladas -a la fuerza-. Más arriba, en las cuatro pechinas sobre las que se alza la cúpula de San Juan el Real de Calatayud, los Padres de la Iglesia emergen de la negrura sin querer adaptarse al borde. Entre nubes. Con gestos ampulosos, teatrales. La pincelada de Goya es aquí urgente, viva; las caras casi un esbozo, una máscara. Me veo mirando arriba, desde donde ellos nos miran como Petrarca tras alcanzar la cumbre del Mont Ventoux -igual que Dios-. A Dios, Goya lo retrató en el coreto de El Pilar de Zaragoza, como un tetragrama de oro al que todos los ángeles -que anuncian a los que abren telones en San Antonio de la Florida- contemplan; un poder centrípeto -y masón- en un cielo de violentos ocres que perfuma un incensario agitado por el más clásico de todos, el más italianizante y pagano, el más bello.
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Sabatini es -en parte- el responsable de la italianización de la arquitectura española. Ingeniero preciosista, va a levantar en Valladolid un convento -dedicado a San Joaquín y Santa Ana- para el que insiste al rey Carlos III que le pida a Goya tres lienzos. En Semana Santa regresé a mirarlos -cara a cara-. La Muerte de San José es el que más me impresiona; con ese foco intenso y dramático que parte la escena en dos, con ese fondo en total penumbra. Una escena íntima, familiar, para la que pudo servirse del recuerdo de su padre recién fallecido. Lo mejor son las manos, oferentes las del Hijo, implorantes en la Madre, exhaustas y ya entrecruzadas -como las de todos los muertos de la tierra- sobre el vientre de José; y la cama -que es casi un sepulcro-; y la túnica monumental de Jesús. Yo, que me considero un espectador perpetuo, siento ante ese instante el mismo placer que las majas que se acodan frente al Milagro de San Antonio de Padua -en San Antonio de la Florida-, en esa baranda que transformó Goya en tambor. Mujeres embozadas que conversan, rezan y nos vuelven a observar desde un gallinero que -aunque a lo lejos- les permite observar todo. Mujeres reales con preocupaciones de ayer. Mujeres de un teatro sacro infinito que no podemos borrar.
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Ver arte en el contexto para el que fue pensado es bastante único. Asomarse a los muros que se enlucieron para sostener según qué tela, qué busto, casi excepcional. Nos hemos acostumbrado a mirar lienzos en extensiones jalonadas de cartelas con lámparas perfectas que matan los brillos; hemos asumido que las sombras que proyectan Crucificados famélicos sobre la blanca pared son la mejor forma para entender su espíritu. No es así. A la vez que museos y salas de arte -muchas veces de materiales imposibles- hemos alzado nuevos significantes para viejas expresiones que poco tienen que ver con su esencia; nos han tapado un ojo -con cierta saña- y ofuscado el entendimiento; no nos dicen la verdad -ni queremos saberla-. Es cierto que, en plena revisión museográfica, como bálsamo aséptico y sanador, se ha optado por el silencio de colores planos para las nuevas estructuras portantes -sorteando sobrevenidos contextos, nuevas lecturas-, pero la ausencia de ruido no es silencio verdadero, no; por más que busque anestesiar. De ahí que, siempre que puedo, persiga mis obsesiones como otra obsesión más; en su estado primigenio; con su pretérita e incorruptible pátina. Goya es una de ellas, una manía que visito cada poco y en su -más o menos- estado original.