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De Mika, Mina y 'una zebra a pois'
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De Mika, Mina y 'una zebra a pois'

Escribir un día como hoy, de algo como esto, es escribir sobre mí, sobre mi vida, sobre los que me han acompañado —y aún lo hacen—. No es la primera vez, lo sé

Foto: Ángela y yo disfrazados -obra de mi madre-, y al fondo, la lámpara con la pareja danzante
Ángela y yo disfrazados -obra de mi madre-, y al fondo, la lámpara con la pareja danzante

Escribir un día como hoy, de algo como esto, es escribir sobre mí, sobre mi vida, sobre los que me han acompañado -y aún lo hacen-. No es la primera vez, lo sé; sé que a través de estos Íncipit me he desnudado -un poco- para tratar de entender quién soy, para seguir buscando en las artes eso que, según Dostoyevski, “salvará el mundo”; algo que no puedo evitar ni quiero, porque a mí me salvó y me dio alas -y alguna máscara más-. Quien escribe se acaba quedando en sus palabras, inocula sus múltiples yoes en los que -generosos, a veces incautos- deciden acercarse a leer. “Todo lo que puede ser pensado, puede ser representado” escribió Goethe, y yo, que he releído su Werther casi hasta la extenuación, me siento incapaz de convertir en letras no mis pensamientos, sino lo que sentía cada vez que me llamaban maricón. Porque no era miedo o no sólo -miedo me daba que pudieran pegarme-, era vergüenza, soledad, culpa, ganas de llorar en el cuello -por detrás justo de la nuez-. No entendía qué pasaba, qué “cosa tan grande” -como le increpa a la Poncia, Bernarda Alba- era esa que amenazaba mi paz. Y me iba a la cama -sólo a veces- con la seguridad de que el raro era yo, buscando salidas para encontrarme a salvo.

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Mika

Luego vino el teatro -ya lo he escrito- y cierto sentimiento de pertenencia a una comunidad desigual. No siempre colectivizar es sinónimo de llanura; al contrario. Hay veces, muchas, que esa idea suprema de grupo te esconde de una soledad no deseada que muerde hondo, del abismo de esa pregunta que no tiene respuesta. Lo del teatro era otra vida -mejor-, una hiperbólica donde nada estaba prohibido -y, durante años, alimento para un cuerpo voraz-. Ser lo que uno quiere es, posiblemente, lo mejor de este tiempo de mudanza perenne; afrontar la vida sin el peso de la mancha, una verdad necesaria. Y había días que, como Mika, podía ser marrón, azul o violeta, púrpura o “lo que quieras” -si quería-; como Grace Kelly. Como Mina. A Mina la conocí en mis clases de teatro, a través de un altavoz al fondo de un aula con suelos de madera y espejos rayados. Oía su voz pero me veía a mí; “parole, parole, parole” repetía profunda ella -y yo-. Una tarde, iniciado al fin, llegué a casa y la busqué en una colección de cds -que habían aparecido embalados junto a una minicadena que acabó ocupando el mueble esquinero del salón, justo al lado de una pareja danzante de porcelana francesa que hacía de pie de lámpara-; y encontré esos paroles por detrás de una mujer impertérrita de intensos -y hondos- ojos negros como los de Betty Davis -que también tienen música-. Puse la canción hasta que me faltaron orejas; y otra que se llamaba Grande, grande; y, la mejor, Una zebra a pois -cosas de los recopilatorios de la época-. No había marcha atrás.

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Mina

También yo me he sentido una cebra a lunares -y a veces me lo hacen sentir-; y, por supuesto, lo prefiero a que me agredan verbalmente con la patulea de vocablos que el español reserva a quienes amamos a iguales -de cintura para abajo, porque iguales somos todos; y también diferentes.-; pero, y por eso la lucha, preferiría que nadie me mirara -condescendiente- desde el prisma de mi sexualidad, que no me buscaran señales ni pois -donde, según lo normativo, debiera haber rayas-. Como otros himnos, aquel se me clavó en la frente y no dejaba de bailarlo -y Ángela, que es mi hermana pequeña y no se acuerda, conmigo-. Creo que también bailando exorcizaba un poco mis miedos, o al menos los alejaba a la vez que quemaba energía -y frustración-; eran los días en los que me iba a dormir y no pensaba en nada, exhausto. A Mina la poníamos por la tarde, y sus frases empastaban con la Singer de coser de mi madre -que alcanzando velocidad pasaba, casi, por un basso continuo de bravura-. De Mina me sigue gustando todo; su cuerpo, su timbre, su cara, las letras que abraza su voz. Hay archivos de la RAI donde mueve la cabeza como quien se ríe del mundo -ella con la boca enorme-; con las manos muy abiertas y enseñando el destino; junto a Rita Pavone o Nilla Pizzi; libre.

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La buenaventura. Caravaggio. 1595. Musée du Louvre

Eso quería ser yo, libre -y lo soy-. Y me buscaba en las líneas de la mano seguridades para el mañana. Cómo la que corresponde a la vida pierde fuerza y se difumina en plena eminencia tenar -que suena a título nobiliario- antes de lo que mi yo superchero quisiera, ahora la miro menos, o sólo me fijo en el tramo dónde recupera intensidad. Tal vez la mía, mi vida, arranque en la muñeca y se esconda cómo yo hacía cuando me increpaban en el patio del colegio -esa media hora eterna que no quería que llegara-; que ese borrado sea el mismo que me he autoimpuesto para intentar ser simplemente feliz. En La buenaventura, de Caravaggio, la falsa -o no- quiromante también trata de saber cuan longevo será el existir del joven que, tocado de plumas, la mira displicente. Pudiendo copiar “las más famosas estatuas de Fidias”, a quien Caravaggio dedicó su mirada -y por ende la de todos nosotros, por los siglos de los siglos- fue a una mujer gitana, “de raza egipcia”, que encontró en la calle. Para dignificarla y, al menos en la tela, convertirla en absoluta heroína. Para mostrar del mundo lo que la mayoría no quería mirar. Y fue despreciado. Y perseguido. Y sus pale d´altare descolgadas. Por ofrecer a los que se empeñaban en ver diferentes -e inferiores, manchados, “peor que bestias”- un lugar desde el que cambiar el mundo -que es lo que hace el arte-. Quizá porque también él se sintiera diferente, un proscrito más.

Escribir un día como hoy, de algo como esto, es escribir sobre mí, sobre mi vida, sobre los que me han acompañado -y aún lo hacen-. No es la primera vez, lo sé; sé que a través de estos Íncipit me he desnudado -un poco- para tratar de entender quién soy, para seguir buscando en las artes eso que, según Dostoyevski, “salvará el mundo”; algo que no puedo evitar ni quiero, porque a mí me salvó y me dio alas -y alguna máscara más-. Quien escribe se acaba quedando en sus palabras, inocula sus múltiples yoes en los que -generosos, a veces incautos- deciden acercarse a leer. “Todo lo que puede ser pensado, puede ser representado” escribió Goethe, y yo, que he releído su Werther casi hasta la extenuación, me siento incapaz de convertir en letras no mis pensamientos, sino lo que sentía cada vez que me llamaban maricón. Porque no era miedo o no sólo -miedo me daba que pudieran pegarme-, era vergüenza, soledad, culpa, ganas de llorar en el cuello -por detrás justo de la nuez-. No entendía qué pasaba, qué “cosa tan grande” -como le increpa a la Poncia, Bernarda Alba- era esa que amenazaba mi paz. Y me iba a la cama -sólo a veces- con la seguridad de que el raro era yo, buscando salidas para encontrarme a salvo.

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