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De Marcel Proust y la belleza exterior
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Jaime M. de los Santos

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De Marcel Proust y la belleza exterior

A la concatenación de adjetivos, de sentimientos, de frases y descripciones inmensas, se suma en la gran obra de Proust —y casi del siglo XX— la mirada fría de cronista

Foto: Fotograma de 'J´accuse!', de Roman Polanski. 2019
Fotograma de 'J´accuse!', de Roman Polanski. 2019

Cada verano, desde hace muchos, releo uno de los tomos -edición de bolsillo- de esa infinitud mágica que es En busca del tiempo perdido -el resto del año, varados, me esperan en la mesilla del dormitorio con las pastas cada vez más gastadas por el sol-. Este agosto toca El mundo de Guermantes, de todos el más escenográfico, el que mejor describe lo que del Antiguo Régimen seguía crepitando en el París de Marcel Proust. De su mano, por su manera única de juntar frases, me he colado tantas veces en los salones de la duquesa de Guermantes, entre las sedas que guarnecen sus paredes, que es casi como si hubiera estado allí, frente a los restos de un mundo que no por estar en decadencia asume que está abocado al olvido -y se resiste-. A la gran dama le cualifican sus fiestas, sus joyas, su armario, cada uno de esos vestidos que encarga y la revisten de una autoridad heredada, vetusta, de un halo de sofisticación que acaban por obsesionar a un Marcel joven y sensible a la belleza -"yo amaba verdaderamente a madame", escribe-. Es el autor quien se deja entrever en cada paso del joven e impresionable voyeur -el que de niño ha deseado el beso de una madre que no llega-, y Oriane -así se llama la duquesa- la extensión épica de la condesa de Greffulhe -mecenas de Rodin, de Serguéi Diáguilev-; "nunca he visto una mujer más bella".

placeholder Marcel Proust. J. E. Blanche. 1892. Musée d´Orsay
Marcel Proust. J. E. Blanche. 1892. Musée d´Orsay

A la concatenación de adjetivos, de sentimientos, de frases y descripciones inmensas, se suma en la gran obra de Proust -y casi del siglo veinte- la mirada fría de cronista, de narrador objeto -eso dice Bergamín de los que evitan las subjetividades- cuando se enfrenta al caso Dreyfus. Empieza -en 1908- a escribir -a máquina- Por el camino de Swann y Alfred Dreyfus ya ha sido rehabilitado, pero no es hasta este tercer volumen -de 1921- que decide incluir dicha farsa antisemita como preocupación extendida -ya lo ha hecho en Jean Santeuil, en 1895-. Me gusta creer que pretendía emular a Émile Zola -muerto por asfixia en 1902- y su J´accuse!, contribuir con las letras a esa guerra de cariz cultural que había agrietado la Francia de la igualdad -también por justicia-. Ayer vi otro J'accuse!, el de Polanski, en casa. Los primeros minutos de metraje son de una intensidad dramática infalible. Un cielo que se aguanta la lluvia sobre las fachadas de piedra ordenada del Cour Morland; la torre de August Eiffel, al fondo, todavía nueva; hombres repetidos en perfecta formación. Y todo como soporte de una liturgia militar que busca despojar al capitán Dreyfus de todo símbolo de poder; las cintas rojas de los pantalones, las condecoraciones del pecho, las insignias brillantes del képi. El momento álgido -toda ceremonia lo tiene- se alcanza cuando parten en dos su sable -de un golpe-. Igual que a "la de Guermantes", al capitán le definían sus prendas.

placeholder Dégradation d'Alfred Dreyfus. Henri Meyer. 1895.
Dégradation d'Alfred Dreyfus. Henri Meyer. 1895.

De Zola, lo primero que leí fue El paraíso de las damas, hace casi treinta años -y mientras escribo esto me trepa por la espalda un trueno que debe tener que ver con la edad-; en la narración de Polanski sólo aparecen hombres. Cada vez me cuesta más encontrarme allá donde no hay mujeres, quizá por eso me gusta tanto ver en la cinta a Emmanuelle Seigner convertida en la amante de Picquard, en medio de esas hordas de hombres uniformados. Parece un recurso en sí mismo esa atmósfera masculina y no una ofrenda más a la verosimilitud, la constatación de una forma abusiva -y patriarcal- de ejercer el poder. Y es por eso por lo que Pauline -así se llama- sobresale en su libertad elegida, única en su especie. Del cine de Polanski, mi favorito -para mí el mejor- es el de la oscuridad, el de las sombras que todos proyectamos y nadie como él ilumina, el de la "trilogía del apartamento"; y los interiores de Rosemary´s baby, La locataire y Repulsion -lo mismo que el del apartamento de Oriane en Saint Germain- siempre me rondan. Los brazos manando de los muros del pasillo -como en un salón de Dorothea Tanning- acosando a la Deneuve, la imagen especular del patio de luces de Trelkovsky y la sala de estar de los Castevet, son trama elocuente, viva, imaginería de un imaginario que se ha vuelto -y es- colectivo.

placeholder Catherine Deneuve en Repulsion. Roman Polanski. 1965. / Chambre 202. Dorothea Tanning. 1970.
Catherine Deneuve en Repulsion. Roman Polanski. 1965. / Chambre 202. Dorothea Tanning. 1970.

El paraíso de las damas -dice el autor- fue "la catedral del comercio moderno; construida para todo un pueblo de compradoras", un templo "dedicado al culto de los locos despilfarros de la moda". Allí esperaban a ser atendidas por jóvenes como Denise Baudu, calcos de Sidonie Verdurin, la rica burguesa que organiza fiestas mundanas en el Quai Conty a las que asisten el alter ego de Proust y los refusés por los viejos apellidos; desde allí se "reinaba sobre todas las mujeres". Otra vez lo exterior como constatación de los más veniales sueños, el envoltorio como afluente de quienes somos -o queremos ser-; y las dinámicas imparables del acuciante cambio, sistematizadas por Zola en el devenir de una galería comercial y la urgencia por construirse una imagen desde fuera -"la fe tambaleante iba dejando desiertas, poco a poco, las iglesias, y su bazar las sustituía en las almas"-. Desde entonces, y a excepción de Notre Dame du Haut de Ronchamp, el monasterio de Novy Dvur y algún ejemplo más, los arquitectos brillantes -como estrellas- se han dedicado a levantar tiendas como si fueran sancta sanctórum, con idéntica fruición; mientras la Iglesia -con la "i" mayúscula porque me refiero a la institución- ha abandonado su inapelable labor de mecenas en aras de una liturgia desvaída que parece olvidar el poder de la imagen, su trascendencia.

placeholder Monasterio de Novy Dvur. John Pawson. 2004.
Monasterio de Novy Dvur. John Pawson. 2004.

Cada verano, desde hace muchos, releo uno de los tomos -edición de bolsillo- de esa infinitud mágica que es En busca del tiempo perdido -el resto del año, varados, me esperan en la mesilla del dormitorio con las pastas cada vez más gastadas por el sol-. Este agosto toca El mundo de Guermantes, de todos el más escenográfico, el que mejor describe lo que del Antiguo Régimen seguía crepitando en el París de Marcel Proust. De su mano, por su manera única de juntar frases, me he colado tantas veces en los salones de la duquesa de Guermantes, entre las sedas que guarnecen sus paredes, que es casi como si hubiera estado allí, frente a los restos de un mundo que no por estar en decadencia asume que está abocado al olvido -y se resiste-. A la gran dama le cualifican sus fiestas, sus joyas, su armario, cada uno de esos vestidos que encarga y la revisten de una autoridad heredada, vetusta, de un halo de sofisticación que acaban por obsesionar a un Marcel joven y sensible a la belleza -"yo amaba verdaderamente a madame", escribe-. Es el autor quien se deja entrever en cada paso del joven e impresionable voyeur -el que de niño ha deseado el beso de una madre que no llega-, y Oriane -así se llama la duquesa- la extensión épica de la condesa de Greffulhe -mecenas de Rodin, de Serguéi Diáguilev-; "nunca he visto una mujer más bella".

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