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De conquistas, sincretismos y los huesos de Colón
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Jaime M. de los Santos

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De conquistas, sincretismos y los huesos de Colón

Se imponían allí, entre tintineos de cuchara y chocar de platos, rumores sobre alguna asignatura, sobre la firmeza de quien la impartía. En un caso se rozaba el sentir casi unánime: Arte Hispanoamericano con la profesora Esteras

Foto:  Plano de Tenochtitlan. 1524. The Newberry Library
Plano de Tenochtitlan. 1524. The Newberry Library

Lo han llamado siempre el ladrillo; al paralelepípedo que campea vertical sobre el campus complutense de Madrid. Una torre estrecha y ancha atravesada por hileras de ventanas contiguas; soportada por otra estructura, casi un basamento, donde se van sucediendo aulas abiertas a patios secos con persianas de madera que casi nunca cierran. Una construcción fría, más racional que Racionalista, levantada a espaldas de la Moncloa -que comunica un túnel como en la Casa de Campo-, abrazada por los últimos estertores de la Dehesa de la Villa; con escaleras, rampas y una descascarillada aula magna permanentemente en cuesta. Vuelvo bastante. Y la última vez -de mano de Beatriz Blasco Esquivias- me invitaron a café en el sancta sanctórum de profesores -ese cubículo engastado en madera y con la misma luz opaca del resto del edificio-. En la cantina, la otra, la de alumnos, un corredor estrecho con estrechas mesas corridas y olor permanente a salsa, he pasado tantas horas como vida, tomando un bebedizo más quemado que torrefacto y aprendiendo a intentar ser mayor. Se imponían allí, entre tintineos de cuchara y chocar de platos, rumores sobre alguna asignatura, sobre la firmeza de quien la impartía. En un caso se rozaba el sentir casi unánime: Arte Hispanoamericano con la profesora Esteras.

placeholder Convento de Huejotzingo. Puerta de la Porciúncula. Puebla. 1550-70. (1)
Convento de Huejotzingo. Puerta de la Porciúncula. Puebla. 1550-70. (1)

No hice caso, me matriculé en el turno de tarde y sus clases siempre fueron de noche; una noche rota solo por el maltrecho proyector que renqueaba en la penumbra. “¿Qué ven?”, dijo en nuestra primera vez. Silencio total por respuesta; el de toda una adormecida audiencia que busca en el suelo por desaparecer. “¿No ven nada?”, insistió. En la pantalla, crepitante, un escudo con lo que podrían ser racimos de uva esquemática y tres puntas de lanza emergiendo. Nada, ni una respuesta. Sin caer en el desánimo, consciente de la tensión autoimpuesta, abrió su archivador de anillas metálicas y, mientras pasaba fichas -de esas que rellenábamos nosotros-, fue escrutando las caras que poco o nada tenían que ver con las que se sucedían en los bancos. Se detuvo. Me llamó -mala suerte-. Y yo, tratando de hacerme el sabio, le dije lo de las uvas y toda una teoría improvisada sobre la importancia de la eucaristía que compuse a partir de lo leído sobre iconografía cristiana. “No”, sentenció, y pasó al siguiente. Uno de esos momentos en los que querrías ser tragado por la tierra, evaporarte; como cuando en tu butaca, en un teatro cualquiera, te increpa, intimista, el actor y a ti lo que te gustaría es salir corriendo y no parar -pasó el domingo, en Canal, cuando Romeu Runa, de Peeping Tom, saltó el foso y se me plantó allí, frente a frente-.

placeholder Capilla posa del Convento de Huejotzingo. Puebla. 1550-70
Capilla posa del Convento de Huejotzingo. Puebla. 1550-70

El escudo pertenecía al acceso principal del convento franciscano de Huejotzingo; lo que habían labrado en piedra -torpemente-, las llagas de San Francisco; pero como nunca se había hecho en la cristiandad, a partir de la idea del “líquido precioso” con el que se alimentaba al sol azteca y que los hombres y mujeres indígenas podían reconocer como propio. Un ejemplo de traslación cultural que Cristina Esteras nos explicó como parte de un sistema artístico único y sincrético que germinó bajo aquella fervorosa fuerza evangelizadora. Durante un curso entero, en esa aterida aula de techos tan quebrados como inmensos, asistí al nacimiento de una forma nueva de entender la belleza, de una cultura que se inspiraba en otra hasta volverse moderna. Allí, en la España trasatlántica, arrancó la modernidad, la nuestra, la de un país que seguía construyendo en gótico en Segovia pero que fundó su primera ciudad, Santo Domingo, siguiendo los tratados del clasicismo renacentista; que al saltar al continente inventó fórmulas que pretendían ser asumibles por una gente que no habían oído hablar ni de -nuestro- Dios ni de sus ceremonias. Ahí está precisamente el génesis de las capillas posas -templetes abiertos para el reposo de unas imágenes que transitaban por atrios enormes y que hacían suya la inclinación de la población aborigen a las grandes procesiones; presbiterios católicos y teocalis nahuas; iglesias abiertas que se irán sofisticando hasta alcanzar en Cholula la imagen especular del “salón de las cien columnas” de Serlio-, en el ardiente deseo de ser entendidos.

placeholder Puerta del Perdón. Catedral de Santo Domingo. 1541
Puerta del Perdón. Catedral de Santo Domingo. 1541

El hijo del Almirante se instaló en Santo Domingo, en un palacio que recuerda al de los Alba en Mancera de Abajo, con grandes loggias a la italiana -aquí- abiertas a la bahía; un fortín que imitará Hernán Cortés en su castillo de Cuernavaca. Muy cerca, por impulso del obispo Geraldini y mandato del Papa Julio II -el de la bóveda Sixtina-, se levanta la catedral, la primera novohispana. El prelado, erudito humanista y confesor de la inglesa Catalina de Aragón, persiguió la construcción de la que sigue siendo catedral primada de América y que se cierra, a los pies, con una imponente fachada en el más puro estilo renacentista, con relieves platerescos y un blasón del Emperador Carlos V sobre el parteluz. En su interior, bajo una lápida -inmediatamente perdida- en el presbiterio con bóveda estrellada, se enterraron los restos de Cristóbal Colón que habían viajado con su nuera, María de Toledo -una Alba- desde Sevilla en 1544. Siglos después, desde allí y tras el Tratado de Basilea de 1795, partirán hacia La Habana al convertirse la isla en francesa y, más tarde, vuelta a Sevilla tras perder España, Cuba -con artículos opinadores, incluso, en Le Figaro-. Para algunos, quizá románticos, lo exhumado entonces no fueron los huesos del descubridor sino los del hijo, el apocopado Virrey don Diego Colón

placeholder Sor Magdalena de la Santísima Trinidad. 1813. Colección Banco de la República
Sor Magdalena de la Santísima Trinidad. 1813. Colección Banco de la República

De aquel arte colonial queda mucho; a veces ingenuo -incluso pueril- y otras magno. Siempre bello. Con hitos como la famosa Lechuga o la colección de Monjas muertas de Colombia; con ciclos de pintura al fresco como las de la Casa de Juan de Vargas en Tunja y monumentales arquitecturas como la de La Metropolitana de México. Un arte utópico, nuevo, sostenido en la idea de cambiar un mundo que no necesitaba cambios pero que se consideró un lienzo en blanco donde construir otra realidad. Allí germinó parte de lo soñado en occidente pero con la pasión creadora y el trabajo preciso de sociedades inmensamente ricas y originales. Un viaje de ida y vuelta que en Europa va a calar e interesará a intelectuales y monarcas, a la curia eclesial. Un ejemplo especialmente bello es el Plano de Tenochtitlan; que llega a España en el año 1520; un dibujo -dicen- del propio Hernán Cortés, con una gran plaza ceremonial y rodeado por todas sus partes de agua -el lago Texaco-. La imaginación del grabador que en Nuremberg lo fija en 1524, le añade grupos de casas de aire germano y barrios sobre canales como los de Bremen. Una estampa que se populariza y de la que partirá la Utopía de Tomás Moro o La ciudad ideal de Durero. Un mundo rico, fascinante, ignoto para quienes buscaban un camino mejor a Las Indias; la novísima frontera de aquel arte español.

placeholder Utopía. Tomás Moro. 1526
Utopía. Tomás Moro. 1526

Lo han llamado siempre el ladrillo; al paralelepípedo que campea vertical sobre el campus complutense de Madrid. Una torre estrecha y ancha atravesada por hileras de ventanas contiguas; soportada por otra estructura, casi un basamento, donde se van sucediendo aulas abiertas a patios secos con persianas de madera que casi nunca cierran. Una construcción fría, más racional que Racionalista, levantada a espaldas de la Moncloa -que comunica un túnel como en la Casa de Campo-, abrazada por los últimos estertores de la Dehesa de la Villa; con escaleras, rampas y una descascarillada aula magna permanentemente en cuesta. Vuelvo bastante. Y la última vez -de mano de Beatriz Blasco Esquivias- me invitaron a café en el sancta sanctórum de profesores -ese cubículo engastado en madera y con la misma luz opaca del resto del edificio-. En la cantina, la otra, la de alumnos, un corredor estrecho con estrechas mesas corridas y olor permanente a salsa, he pasado tantas horas como vida, tomando un bebedizo más quemado que torrefacto y aprendiendo a intentar ser mayor. Se imponían allí, entre tintineos de cuchara y chocar de platos, rumores sobre alguna asignatura, sobre la firmeza de quien la impartía. En un caso se rozaba el sentir casi unánime: Arte Hispanoamericano con la profesora Esteras.

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