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De reinas, reinos y Fernando Sánchez Castillo
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De reinas, reinos y Fernando Sánchez Castillo

Sin símbolos no habría monarquías —ni repúblicas ni nada—. Las mujeres, desde antiguo, han sido soporte privilegiado de algunos de los elementos más elocuentes de su retórica

Foto: 'Le Sacre de Napoleón'. Jacques-Louis David. 1808. Musée du Louvre.
'Le Sacre de Napoleón'. Jacques-Louis David. 1808. Musée du Louvre.

Me pasa que las reinas me gustan más que los reyes. Creo que la razón está en el hecho de que ellas pueden llevar tiaras. Y pulseras gemelas de brillantes “de pasar”. Y moños taladrados por ramas de almendro de oro blanco. De todas las piezas del joyero de Margarita II mi favorita es el parure Rosenborg -de plata, esmeraldas y diamantes-, tan importante que no puede salir del país -como nuestras Meninas, que no las dejan dormir fuera del Prado-. Ahora sólo podrá ser usado por la reina nueva -que seguirá siendo Mary-, que lo que no llevará más es la tiara que allí llaman de rubíes -para herederas-. Le construyeron, esta, a Désirée Clary para el día que se coronaba emperador Napoleón. Hojas de hiedra trepando por la testa de la mujer del Mariscal Bernadotte, más tarde rey de Suecia. El estreno fue en Notre-Dame, lo pintó Jacques-Louis David -y a si mismo por detrás de “la mére” de los Bonaparte que no estuvo-. El lienzo es, casi, una representación teatral -¿no lo son todas las coronaciones?-, un interior coreografiado como laudatio infinita, a mayor gloria del Corso que aseguraba poder pasearlo una vez lo colgó en Versalles. La de nuestro rey, que fue proclamación, resultó más austera, con la corona de plata sobredorada y el cetro del hechizado sobre un cojín de terciopelo rojo, ante las Cortes Generales. Asistí a ese día “para la historia” que decimos los cursis, igual que los que se amontonan al fondo de la tribuna en París, apretado en el balcón con forma de herradura que, como un triforio, rodea el Congreso por dentro. En Dinamarca no ha habido corona, sólo un broche con la efigie de la abdicada -de la Orden Familiar- y nueve hurras con sus “hip”. A mí me gustó más la de Inglaterra; con todos los símbolos que refleja el Liber Regalis, y la Silla de San Eduardo recién restaurada.

placeholder 'Liber Regalis'. 1308-82. Abadía de Westminster.
'Liber Regalis'. 1308-82. Abadía de Westminster.

Sin símbolos no habría monarquías -ni repúblicas ni nada-. Las mujeres, desde antiguo, han sido soporte privilegiado de algunos de los elementos más elocuentes de su retórica; mundus muliebris lo llamaron pensadores como Calepino, o los Goncourt -unos con más intensidad misógina que otros-; “y los artistas que se han dedicado particularmente al estudio de este ser enigmático se apasionan con todo ese mundus muliebris”, escribirá también Baudelaire. Paradigma de ese “universo encantado de las coquetas del siglo” será María Antonia de Habsburgo-Lorena -más tarde Maria Antonietta-, antecesora en el trono a la Josefina Beauharnais del lienzo del Louvre y víctima del terror revolucionario; por lo que a abuso de feminidad y “afeites” se refiere; por la exaltación violenta que por ello se condensa en su contra. Sostén y amante de la cultura del lujo y la afectación, la austriaca será catalizador de un mundo heredado pero decadente, de un fin de era que será de siècle y de vida en su caso. Los ataques furibundos contra la monarquía - absoluta desde el Rey Sol- se redoblan cuando ella es el blanco, casi siempre inspirados en leyendas maledicentes sobre sus complementos -sí, la moda como expresión e impulso republicano-. A su lado, siempre, Élisabeth Louise Vigée Le Brun, retratista oficial e instigadora sin saberlo de esa imagen de reina irresponsable y frívola; demasiado bella, demasiado libre -y extranjera-. De todos los retratos que le hizo, el que sigue inexorablemente asociado a su memoria - incluso más que la biografía de Zweig y el film psicodélico de Coppola- es ese que la muestra casi de perfil, con su peluca empolvada y dos vueltas al cuello de perlas, sosteniendo una rosa recién cortada y exultante en toda su feminidad; incompatible con la regeneración clásica -y viril- perseguida por los reformadores del Estado francés resumida de forma brillante en El juramento de los Horacios de David -pintado sólo un año después-.

placeholder 'Maria Antonietta con una rosa'. 1784. Élisabeth Louisa Vigée Le Brun. Château de Versailles.
'Maria Antonietta con una rosa'. 1784. Élisabeth Louisa Vigée Le Brun. Château de Versailles.

Presentado en el Salon de 1785, el lienzo muestra a los héroes republicanos extendiendo sus brazos como si fueran armas, frente al padre Horacio que blande con orgullo marcial sus espadas. A un lado, desmayadas en sus sitiales, las mujeres aceptan su lánguida pasividad enfundadas en austeras túnicas neoclásicas -antítesis de la reina decapitada-. Por eso se va a convertir David en cronista del Imperio napoleónico -mientras Le Brun vivirá una década exiliada por Europa-, por sintetizar los valores al alza a través de un simbolismo tan poético como locuaz. Fernando Sánchez Castillo que nunca deja de pensar en lo importante de la memoria, desplegaba hace unos días en el acceso a la galería Albarrán Bourdais, una bandera blanca un palmo más grande que la que ondea en los Jardines del Descubrimiento de Madrid, una enseña que al no tener color es nada pero que por ser precisamente blanca representa la paz -que lo es todo-. Veintidós centímetro más grande que la de Colón que son los que van del extremo de su meñique al de su pulgar, como si con este gesto preciso quisiera “meter mano” en la historia, la suya, la de todos. Una reconstrucción de la idea que del símbolo tenemos que también demuestra en la versión que ha levantado de La expulsión de los moriscos de Velázquez. Perdida en el incendio, hay quien dice que provocado, del Alcázar de los Austrias -símbolo del poder de estos- representa a Felipe III frente a una ventana donde, como en escena, se perpetra la expulsión de una parte de sus súbditos -aquellos musulmanes convertidos al cristianismo de forma obligada-, acompañado por una mujer que simboliza a España -ricamente vestida, con yelmo en vez de tiara-. Un fragmento de nuestra historia sensible, de nuestra historia xenófoba, recuperada gracias a descripciones y ensayos, a la necesidad que Sánchez Castillo tiene siempre de contar la verdad.

placeholder 'Choreography 01'. 2023. Fernando Sánchez Castillo. Galería Albarrán Bourdais.
'Choreography 01'. 2023. Fernando Sánchez Castillo. Galería Albarrán Bourdais.

Me pasa que las reinas me gustan más que los reyes. Creo que la razón está en el hecho de que ellas pueden llevar tiaras. Y pulseras gemelas de brillantes “de pasar”. Y moños taladrados por ramas de almendro de oro blanco. De todas las piezas del joyero de Margarita II mi favorita es el parure Rosenborg -de plata, esmeraldas y diamantes-, tan importante que no puede salir del país -como nuestras Meninas, que no las dejan dormir fuera del Prado-. Ahora sólo podrá ser usado por la reina nueva -que seguirá siendo Mary-, que lo que no llevará más es la tiara que allí llaman de rubíes -para herederas-. Le construyeron, esta, a Désirée Clary para el día que se coronaba emperador Napoleón. Hojas de hiedra trepando por la testa de la mujer del Mariscal Bernadotte, más tarde rey de Suecia. El estreno fue en Notre-Dame, lo pintó Jacques-Louis David -y a si mismo por detrás de “la mére” de los Bonaparte que no estuvo-. El lienzo es, casi, una representación teatral -¿no lo son todas las coronaciones?-, un interior coreografiado como laudatio infinita, a mayor gloria del Corso que aseguraba poder pasearlo una vez lo colgó en Versalles. La de nuestro rey, que fue proclamación, resultó más austera, con la corona de plata sobredorada y el cetro del hechizado sobre un cojín de terciopelo rojo, ante las Cortes Generales. Asistí a ese día “para la historia” que decimos los cursis, igual que los que se amontonan al fondo de la tribuna en París, apretado en el balcón con forma de herradura que, como un triforio, rodea el Congreso por dentro. En Dinamarca no ha habido corona, sólo un broche con la efigie de la abdicada -de la Orden Familiar- y nueve hurras con sus “hip”. A mí me gustó más la de Inglaterra; con todos los símbolos que refleja el Liber Regalis, y la Silla de San Eduardo recién restaurada.

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