Íncipit
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Del movimiento en el arte y un vocablo budista
Un día como hoy de 1445 nacía Sandro Botticelli en Florencia. Boticelli pintó el movimiento del agua mientras esta con su cadencia llevaba a tierra a la madre de lo bello
Un día como hoy, sexagésimo del año en el calendario gregoriano, nacía en Florencia -en 1445- Sandro Botticelli. Un día como hoy, primero de marzo, moría en Roma, città aperta, -en 1958- Giacomo Balla. Si el primero quiso mirar al pasado para alumbrar su presente, el otro soñó el futuro como si fuera máquina -que es lo que canta Nacha Guevara en Construcción-. Botticelli pintó el movimiento del agua mientras esta con su cadencia llevaba a tierra a la madre de lo bello. Líneas nerviosas casi esgrafiadas a modo de olas rompiendo en el perfil quebrado de Creta -donde mujeres atletas danzaban sobre toros bravos-. A sus costas de piedra llegó Venus empujada por Céfiro; lo mismo que una escultura romana toda sensualidad blanca. La que flota sobre nácar no tiene sangre, no respira, parece suspendida en el tiempo que no pasa -que es el propio de lo divino-. El cabello la envuelve como si fueran hebras de la melena del león de Medea. Se tapa el sexo como virgen púdica que es; con una mano quieta, circunscrita por un trazo negro -haciendo suyo lo que escribió Plinio el Viejo-. Nace ella y con ella todo lo que importa porque viene de dentro; el arte, el amor -que se parece tanto-, la fertilidad. Llega de la Antigüedad clásica para iluminar Florencia, la ciudad de la flor. La espera Primavera con un manto de seda salpicado de anémonas; tiene su mismo perfil, el mismo talle, el mismo pelo cobrizo -también Cloris-,confirmando que belleza sólo hay una.
El tiempo sí pasa en La niña corriendo por el balcón de Balla. Pasa pero se queda como si con sus pinceladas cortas y espesas diera continuidad a lo que teorizó Albert Einstein sobre aquello que es relativo. Su niña corre por delante de una baranda de hierro sin borrar su impronta, dejando pasar el aire por entre su falda toda azul. Brochazos blancos más largos definen la furia de unas piernas que no quieren parar; sobre las botas negras manchas naranjas repiten la luz que el charol expande. Hay belleza pero no quietud. La superficie pictórica ha saltado en pedazos y las teselas buscan acomodo en los ojos. Esto ya lo habían hecho los Antiguos en sus mosaicos, fraccionar la realidad, obligar al cerebro a recomponer lo qué fue. Lo de las pinceladas sueltas, abstractas, lo inauguró Velázquez en Roma; y Frans Hals con sus bocas abiertas. Todos hemos corrido alguna vez. Yo, la última, porque no llegaba al teatro para ver danza. Con la Gran Vía atascada, llegar al Cuartel del Conde-Duque, créanme, se vuelve un drama. Quince minutos para que Köln Concert diera comienzo y frente a mí el templete que corona el Cine Callao. Bajo del taxi, corro -desde ese punto la pendiente es descendente y el sprint menos sangrante- y esquivo hordas de personas sin rostro porque casi es de noche y no llevo gafas. Si Balla pudiera verme, que sé yo, desde lo alto del edificio Carrión, “faro del Madrid chispeante”, vería que, como la niña, también dejo un rastro de pisadas sin freno.
He visto su trabajo en Zúrich y más tarde en Avignon. Luego en París. Ahora aquí. Natalia Álvarez Simó lo ha traído a esta orilla a veces seca de modernidad como ofrenda al movimiento que se convierte en esperanza; a Trajal Harrell, responsable de Köln Concert. En escena, sin más fondo que su propia oscuridad, siete banquetas de pianista para siete artistas que se repiten como las olas del mar. Siete cuerpos diversos para una cadencia con música de jazz; una sinfonía de brazos y cabezas desafiando al espacio, al tiempo. Hipnotizado el público al fin -sí, llegué; sin hálito pero llegué-, las anatomías de esos siete gigantes se ponen en puntas con vestidos que si no fuera porque han sido diseñados por Harrell pasarían por “povera”; una costura que, cuando no es negra, se encaja en lo deshecho, en un movimiento previo al de cada bailarín. Todo se conecta sin que parezca que, por detrás, transcurre un estudio profundo de la cultura de la danza, un homenaje a la Judson y a quienes se expresaban con el voguing -la mayoría afrodescendientes del colectivo lgtbi-. Todo parece continuación natural y respuesta al gesto inmediatamente anterior, al quiebro de una cerviz que se dobla como queriendo enroscarse sobre su eje invisible. A mi izquierda, por detrás de su bigote perfilado, Manolo Borja-Villel; quien fuera director del museo Reina Sofía y coreógrafo, él también, de la última retrospectiva dedicada a Antoni Tàpies. Porque La práctica del arte -así han bautizado la muestra- es casi danza, arte del movimiento.
En Dukkha -vocablo budista que expresa la insatisfacción inherente a existir-, Tàpies introduce una pierna, casi un exvoto, entre dos fuerzas centrípetas que la abrazan; un fragmento de vida sin vida que remite de facto al dolor. Un dolor intenso, que cristaliza a través del suyo propio, el de un alma sensible que se retuerce ante el sufrimiento de la guerra; la del genocidio en Bosnia, entonces, o la de cualquier otra que siegue una vida, una sola. Tan preciada como el aire. Tan única como un verso. Repartidas por las salas -mar níveo-, una detrás de la otra, las piezas conforman un poema épico de métrica extraña, una sucesión de miradas a la existencia desde el arte. No es verdad que el arte lo cure todo; lo que hace, lo que intenta, es dar aliento, paz, respuesta. Realiza las preguntas necesarias. Le da voz a quien sufre, al que está sólo. Despierta, incomoda, pellizca, salva. En una de esas salas, a un paso, cuelga el Guernica de Picasso, instantánea gélida de la muerte. A su lado es cómo si la obra de Tàpies se esponjara, tiñéndose de un realismo que emana directo de la abstracción. Visítenla en silencio, si pueden; si no lo consiguen cálcense sus cascos -pero no los que se usan en el frente- y escuchen el Réquiem de Benjamin Britten, los timbales que caen como bombas. Nunca lo olvidarán.
Un día como hoy, sexagésimo del año en el calendario gregoriano, nacía en Florencia -en 1445- Sandro Botticelli. Un día como hoy, primero de marzo, moría en Roma, città aperta, -en 1958- Giacomo Balla. Si el primero quiso mirar al pasado para alumbrar su presente, el otro soñó el futuro como si fuera máquina -que es lo que canta Nacha Guevara en Construcción-. Botticelli pintó el movimiento del agua mientras esta con su cadencia llevaba a tierra a la madre de lo bello. Líneas nerviosas casi esgrafiadas a modo de olas rompiendo en el perfil quebrado de Creta -donde mujeres atletas danzaban sobre toros bravos-. A sus costas de piedra llegó Venus empujada por Céfiro; lo mismo que una escultura romana toda sensualidad blanca. La que flota sobre nácar no tiene sangre, no respira, parece suspendida en el tiempo que no pasa -que es el propio de lo divino-. El cabello la envuelve como si fueran hebras de la melena del león de Medea. Se tapa el sexo como virgen púdica que es; con una mano quieta, circunscrita por un trazo negro -haciendo suyo lo que escribió Plinio el Viejo-. Nace ella y con ella todo lo que importa porque viene de dentro; el arte, el amor -que se parece tanto-, la fertilidad. Llega de la Antigüedad clásica para iluminar Florencia, la ciudad de la flor. La espera Primavera con un manto de seda salpicado de anémonas; tiene su mismo perfil, el mismo talle, el mismo pelo cobrizo -también Cloris-,confirmando que belleza sólo hay una.