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De naranjas y otras cítricas beldades
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Jaime M. de los Santos

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De naranjas y otras cítricas beldades

Vuelvo al 'Bodegón' que ahora guarda el Prado y que fue regalo de bodas —del magnate Norton Simon a la oscarizada Jennifer Jones— para concentrarme en las naranjas, otra vez; pura verdad

Foto: 'Bodegón con cidras, naranjas y rosa'. Francisco de Zurbarán. 1633. Norton Simon Museum.
'Bodegón con cidras, naranjas y rosa'. Francisco de Zurbarán. 1633. Norton Simon Museum.

Vicente Todolí colecciona naranjos, en Valencia. Me cuenta Marta Moriarty que mientras paseas su finca y te explica el porqué de cada árbol, el para qué de cada flor, te crees un poco que estás en mitad de un paraíso, de uno que no por estar perdido es imposible alcanzar. El aire huele distinto cuando se mueve el azahar, mejor. Eso también pasa en Sevilla, y más aún dentro del Alcázar, junto al naranjo que, dicen, plantó Carlos V para celebrar su amor por la emperatriz Isabel. En una de sus estancias le oí hablar a Todolí sobre cítricos, sobre arte. Ahora, yo, me encuentro varado en el Prado frente a otras, que no alcanzo a saber a qué especie pertenecen -al parecer hay decenas- pero que, si pudiera, si me dejaran, las podría tocar. Se agolpan dentro de un cesto de mimbre trenzado, rematadas con la rama del árbol del que fueron saqueadas. Las pintó Zurbarán. Henchidas de pulpa y con los signos del tiempo que pasa blanqueándoles la piel, casi en equilibrio. La luz que irrumpe por la izquierda, desde una ventana soñada o un candil poderoso, les define cada poro, cada señal. También las cidras brillan bajo el mismo foco impetuoso, reflejándose en el plato de plata que las guarda, monumentales. Del otro lado, en silencio, sobre otra escudilla también bruñida, una taza y una rosa abierta cierran la composición. Cada cosa en su sitio, sobre una mesa convertida en palco entre la oscuridad de un fondo que al no ser nada pudiera resumir todo. Los hay que insisten en su carácter sagrado, alegórico; algunos recurren a la mera inmediatez de lo expuesto, a su palpable y finita verdad. A mí me gusta creer que lo contiene todo, cielo y tierra, naturaleza y espíritu. Eso somos, ¿no?

placeholder 'Santa Marina'. Francisco de Zurbarán. 1640-50. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza-
'Santa Marina'. Francisco de Zurbarán. 1640-50. Colección Carmen Thyssen-Bornemisza-

Jorge Guillén describió una de esas mesas para naturalezas muertas “siempre vivas” en un poema frugal, casi como si fuera una boca abierta con el fondo tan negro como los que pintó Zurbarán. A veces pienso que no le interesaba lo que ocurría por detrás de esos ajuares, o que no sabía de perspectiva y se dejaba los ojos en el detalle más nimio abandonando las traseras a su suerte. Lo que reproducía con verismo absoluto era el tejido; sus texturas, sus diseños y sus urdimbres, sus sonidos. El peso de la sarga, el mutismo de la lana y el crujir de los brocados de seda. Lo mismo que abunda el silencio en sus frutas, entre sus cacharros -donde Teresa de Ávila ubicó a Dios-, sus santas parecen dispuestas a iniciar un parlamento, sus vestidos siguen trasluciendo su respiración. De todas -y que me perdone el resto desde el cielo-, la que más me gusta es Santa Marina. Lleva la camisa blanca abierta y desabrochada, por debajo de un corpiño negro con mangas casi abstracto. La falda es de paño carmesí, la sobrefalda de un tejido áspero, verde, dibujando un caparazón. Del brazo le cuelga una alforja tejida con mimo, guarecida de piel de cordero; tan real que podría escapar del lienzo. Toda belleza. Toda sencillez. Sabemos que es la canonizada por las descripciones, cristiana por la cruz que le sujeta al cuello una cadena de oro. En vez de limbo o resplandor le toca un sombrero de alas izadas y aire castrense. Los zigzagueantes puños preceden a unas delicadas manos, largas, de uñas cuidadas; la izquierda, marcando con un dedo la lectura interrumpida, para no perderse. Cuando iban a dar a luz, supieran o no leer, muchas mujeres posaban sobre su vientre un libro con la hagiografía de la santa; ella, aquí, se sitúa sobre el perfil que dibuja su falda.

placeholder 'La Santa Faz.' Francisco de Zurbarán. 1658. Museo Nacional de escultura.
'La Santa Faz.' Francisco de Zurbarán. 1658. Museo Nacional de escultura.

Desde hace un tiempo que Marta Moriarty va coronada por retales que se mezclan con su pelo. A veces incluso dos que combina como en África -aunque también lo sepa hacer a la turca-. Otro textil de Zurbarán que me obsesiona es La Santa Faz de Valladolid. Cuelga de dos cordones que forman sendos nudos y de un clavo, en el centro, que conforma un telón. En escena, como protagonista absoluto del mundo y su salvación, Cristo, camino al Calvario difuminado, de tres cuartos, mostrando su dolor, sin llagas ni espinas, definido sólo por su “sangre preciosa”. Por detrás, la superficie parda e imprecisa podría ser de un madero. Debajo, una cartela arrugada e hiperrealista deja al aire la firma del pintor (abreviada). El paño, que parece blanco, es también gris, azul y amarillo; así es como marca los pliegues, las luces y sus sombras, las costuras, el aire que lo inflama, con toques de óleo que captan la atmósfera. La tensión de la tela es trasunto de la escena sagrada, la delicada manera de retratar a Jesús una forma nueva de asumir su arte; menos directa y más poética. Vuelvo al Bodegón que ahora guarda el Prado y que fue regalo de bodas -del magnate Norton Simon a la oscarizada por ser Bernadette, Jennifer Jones- para concentrarme en las naranjas, otra vez; pura verdad. Pienso en las que me manda a casa cada poco Sofía Barroso. Son idénticas; quizás sus árboles imitan al pintor. El Génesis, al narrar el pecado que nos expulsó de ese paraíso soñado, habla de un fruto y nada más, del “del árbol que está en medio del huerto”. Siempre se ha creído -o querido creer- que era una manzana; yo, de tanto mirar a Fra Angélico y su Anunciación, que una naranja. Detrás de su Adán y Eva lo que se yergue es un naranjo, al alcance de cualquier mano. Y ellos, con túnicas torpes de pelo. Lástima que no se las tejiera Zurbarán.

placeholder 'La Anunciación'. Fra Angélico. 1426. Museo del Prado.
'La Anunciación'. Fra Angélico. 1426. Museo del Prado.

Vicente Todolí colecciona naranjos, en Valencia. Me cuenta Marta Moriarty que mientras paseas su finca y te explica el porqué de cada árbol, el para qué de cada flor, te crees un poco que estás en mitad de un paraíso, de uno que no por estar perdido es imposible alcanzar. El aire huele distinto cuando se mueve el azahar, mejor. Eso también pasa en Sevilla, y más aún dentro del Alcázar, junto al naranjo que, dicen, plantó Carlos V para celebrar su amor por la emperatriz Isabel. En una de sus estancias le oí hablar a Todolí sobre cítricos, sobre arte. Ahora, yo, me encuentro varado en el Prado frente a otras, que no alcanzo a saber a qué especie pertenecen -al parecer hay decenas- pero que, si pudiera, si me dejaran, las podría tocar. Se agolpan dentro de un cesto de mimbre trenzado, rematadas con la rama del árbol del que fueron saqueadas. Las pintó Zurbarán. Henchidas de pulpa y con los signos del tiempo que pasa blanqueándoles la piel, casi en equilibrio. La luz que irrumpe por la izquierda, desde una ventana soñada o un candil poderoso, les define cada poro, cada señal. También las cidras brillan bajo el mismo foco impetuoso, reflejándose en el plato de plata que las guarda, monumentales. Del otro lado, en silencio, sobre otra escudilla también bruñida, una taza y una rosa abierta cierran la composición. Cada cosa en su sitio, sobre una mesa convertida en palco entre la oscuridad de un fondo que al no ser nada pudiera resumir todo. Los hay que insisten en su carácter sagrado, alegórico; algunos recurren a la mera inmediatez de lo expuesto, a su palpable y finita verdad. A mí me gusta creer que lo contiene todo, cielo y tierra, naturaleza y espíritu. Eso somos, ¿no?

Arte Museo del Prado