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De ABBA y Emilio Santamaría; thank you for the music
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De ABBA y Emilio Santamaría; thank you for the music

El grupo ha sido condecorado con la Real Orden de Vasa y ya era hora de que se les reconociera

Foto: El mítico grupo sueco, ABBA.
El mítico grupo sueco, ABBA.

Si normalmente escribo con la música bien fuerte, hoy no podía dejar de hacerlo. ABBA, esos cuatro ciudadanos suecos que ya cantaban y se lo pasaban bien mucho antes de que yo naciera, han sido condecorados con la Real Orden de Vasa que viene a ser algo así como la de Carlos III aquí pero en Suecia -aunque el manto del gran maestre de la nuestra, azul celeste y cuajado de estrellas de plata, sea más espectacular-. En las fotos que han repartido desde la Casa del rey Carlos XVI Gustavo lo que sobre todo se puede ver es felicidad. Por todas las partes. Incluso entre los miembros de seguridad que cuidaban del evento. Que los nuevos caballeros -no sé sí hay que decir caballeras- estén felices, lo puede entender cualquiera -quizá no Thomas Piketty que rechazó en su día la Legión de honor francesa-, que los monarcas nórdicos lo parezcan incluso más, debe ser porque desde hace cincuenta años la música del grupo les ha hecho sentir entre bien y muy, muy bien. Hasta Anni-Frida, que era la morena y ahora es princesa, parecía inmensamente feliz. Yo también. Y no porque me hayan puesto ninguna medalla, no la merezco, simplemente porque me gustan ellos y sus canciones y porque ya era hora de que a los autores de Chiquitita -que es la canción favorita de mi amiga Teresa- se les reconociera.

placeholder Meryl Streep en 'Mamma Mia' en 2008.
Meryl Streep en 'Mamma Mia' en 2008.

En 1974, España envió a Eurovisión a Peret que quedó regular pero que sí que sabía cantar. Defendió -que es un verbo que me encanta cuando se habla de música- Canta y sé feliz como si fuera un preámbulo de lo que, desde entonces, harían posible Agnetha, Björn, Benny y Anni-Frida. Y no porque en sus vidas todo haya sido felicidad, no; porque cualquiera que en un karaoke, en el coche o frente a un espejo con el cepillo redondo de su hermana como micrófono -esto último lo digo por mí-, vuela mientras canta Dancing Queen. A la reina Silvia, lo reconozco, me hubiera gustado verla bailando pero en el Palacio Real de Estocolmo lo mismo que hago yo en cuanto creo que nadie me ve -que no tiene por qué coincidir con la realidad-. En 1974, a Meryl Streep no la habían nominado aún para nada y Waterloo se convertía en un himno global con regusto a historia del mundo -y eso que todavía no había fugados de la justicia viviendo como reyezuelos en las inmediaciones de la ciudad belga-. Treinta y cuatro años más tarde, Phyllida Lloyd la ponía a cantar Mamma Mia en una isla de Grecia, con un peto vaquero y Amanda Seyfried de corista buscando a su padre. ¿Quién no ha disfrutado de esa película como si el del cuarteto -amoroso o musical, elijan- fuera uno mismo? ¿Quién no ha deseado que le inviten a una boda, géiser incluido, que acaba con Super Trouper? Pues eso: Thank you for the music.

placeholder Massiel por Eurovisión en 1968.
Massiel por Eurovisión en 1968.

Aunque pueda parecer imposible, nosotros también hemos ganado el festival de Eurovisión. La primera vez con el La, la, la de Massiel. En Londres. Ella iba de Courrèges, la canción era del Dúo Dinámico -muy guapos, “sobre todo el alto”, dice mi madre-. En casa del padre de Massiel todo era música a tiempo completo desde siempre, de ahí lo suyo con las canciones -Aleluya-. En la de su hermano Emilio, representante también, muchísimo más. Quizá porque en democracia la felicidad además de sentirla fuerte se puede celebrar más alto. Eso es lo que hacíamos su hija Carmen, Virginia y yo mismo desde los balcones de la casa más bonita en la que he estado nunca, gritarle a Madrid que teníamos veinte años y que estábamos deseando festejar todo. Cuando uno baila o canta -regular- con las hijas de Estíbaliz Uranga o habla sobre belleza con alguien tan generoso como Emilio Santamaría, todo es un poco mejor. Eso pasaba en su casa. Y también cruzarte por el pasillo con Celia Cruz, Lydia o alguno de los componentes de El Consorcio -al compás del chachachá-. Allí he pasado con mis amigas fines de semana completos, comiendo, riendo y llorando por el clásico chico que te da mal su número de teléfono haciéndote creer que ha llegado el fin de todo; con Manena San Miguel vigilando. Emilio murió el domingo. Cuando me avisaron yo estaba en san Luigi dei francesi, frente a las pinturas de Caravaggio. La última vez que nos vimos, compartiendo menú del día en una terraza de Bravo Murillo, me pidió que siguiera creyendo en la belleza. Y se lo prometí. No lo voy a olvidar. Ni a él.

placeholder María Magdalena. Michelangelo Merisi, Caravaggio. 1594. Galeria Doria Pamphilj
María Magdalena. Michelangelo Merisi, Caravaggio. 1594. Galeria Doria Pamphilj

Una de las hijas de Estíbaliz -que en Eurovisión no iba con sus hermanos de Mocedades sino con su marido, en 1975, cantando Volverás-, compuso hace unos años una de las canciones más bonitas que recuerdo, Buenos días. Me la pongo y pienso en la historia de amor entre Sergio y Estíbaliz, en la mía con la cultura. Cuando afirmo aquello de que “el teatro y Lorca me salvaron la vida”, hay quienes me miran con cara de zahorís de algún tipo de locura. Sí les detecto ese gesto de displicencia gratuita, me impongo y les aseguro que sí, que “lo mío y la cultura es una historia de amor”. He pasado unos días en Roma persiguiendo a Caravaggio por museos e iglesias -con Eloy, Marta e Inés-, atravesando las calles por las que transitó el pintor, intentando sentir lo que sintió cuando, con sólo levantar la cabeza, se encontrara con las infinitas escaleras de santa Maria in Aracoeli, frente a la cúpula del Panteón. Y si sé lo que es amor -“quién lo probó, lo sabe”-, si no me he dejado seducir por ideas falsas y almibaradas, créanme que lo que he experimentado allí es amor del verdadero. Además, como en Roma pasa que, sí te escapas de los puntos calientes para el turismo, puedes sentarte tú solo frente a la Magdalena de Caravaggio -sin contar a la pareja de guardas que te piden que devuelvas las sillas al lugar del que las acabas de coger-, lo que vives es lo mismo que una excitante primera cita. Por suerte para mí, ni ella, ni la gitana que lee la Buenaventura colgada en los Museos Capitolinos, van nunca a cansarse de mis defectos -ellas no los tienen-. Eso me asegura que nuestro amor será para siempre, me recuerda que el amor “te hace viajar en el filo del tiempo”.

placeholder La Buenaventura. Michelangelo Merisi, Caravaggio. 1598. Museos Capitolino.
La Buenaventura. Michelangelo Merisi, Caravaggio. 1598. Museos Capitolino.

Si normalmente escribo con la música bien fuerte, hoy no podía dejar de hacerlo. ABBA, esos cuatro ciudadanos suecos que ya cantaban y se lo pasaban bien mucho antes de que yo naciera, han sido condecorados con la Real Orden de Vasa que viene a ser algo así como la de Carlos III aquí pero en Suecia -aunque el manto del gran maestre de la nuestra, azul celeste y cuajado de estrellas de plata, sea más espectacular-. En las fotos que han repartido desde la Casa del rey Carlos XVI Gustavo lo que sobre todo se puede ver es felicidad. Por todas las partes. Incluso entre los miembros de seguridad que cuidaban del evento. Que los nuevos caballeros -no sé sí hay que decir caballeras- estén felices, lo puede entender cualquiera -quizá no Thomas Piketty que rechazó en su día la Legión de honor francesa-, que los monarcas nórdicos lo parezcan incluso más, debe ser porque desde hace cincuenta años la música del grupo les ha hecho sentir entre bien y muy, muy bien. Hasta Anni-Frida, que era la morena y ahora es princesa, parecía inmensamente feliz. Yo también. Y no porque me hayan puesto ninguna medalla, no la merezco, simplemente porque me gustan ellos y sus canciones y porque ya era hora de que a los autores de Chiquitita -que es la canción favorita de mi amiga Teresa- se les reconociera.

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