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Estoy muy cabreado y he escrito esta novela
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Alberto Olmos

Mala Fama

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Estoy muy cabreado y he escrito esta novela

'Cocaína' y 'Érase una vez el fin' reivindican esa narrativa voraz y deslenguada que casi ha desaparecido de nuestras librerías por el afán de corrección política

Foto: Escritores cabreados
Escritores cabreados

Habrán notado que los escritores españoles ponen más empeño en caer bien que en escribir bien. Practicar el elogio desmedido en Twitter o Facebook, firmar manifiestos en defensa de puras obviedades y escribir novelas sobre temas solidarios de moda son los tres tramos del camino del éxito. Todo el mundo quiere premiar un libro que desborda buenos propósitos.

Desde hace décadas, la corrosión y el escándalo se los hemos dejado a los franceses. Michel Houellebecq es nuestro islamófobo de referencia, y Beigbeder, el cocainómano de cabecera. Sólo en las traducciones entendemos que un personaje pueda ser racista, machista o politoxicómano. Si un escritor español se mete en esos jardines, al día siguiente le hacemos un escrache en la puerta de su casa.

Sólo en las traducciones un personaje puede ser racista, machista o toxicómano. Si un escritor español se mete en esos jardines, le hacemos un escrache

El gran éxito de 'American Psycho' en los años 90 hoy parece irrepetible. Preferimos leer o defender los tostones enrollados de Jonathan Franzen antes que hacer lo propio con obras radicales en las que, como en el libro de Bret Easton Ellis, se maten niños por pura diversión. Quizá el hecho de que uno pueda ver destruida su vida pública por un tuit macarra (Nacho Vigalondo, Guillermo Zapata...) ha convencido a los narradores patrios de que lo mejor es escribir novelas sobre refugiados que ayudan a las ancianas a subir la compra a un cuarto piso. O, mejor, a un quinto.

Sin embargo, en este contexto pacato, la narrativa incorrecta resulta más saludable que nunca. Leer un libro que nos pone contra las cuerdas es enfrentarse a una verdad incómoda: que los hijos de puta existen y que tienen sus razones. Ver el mundo desde una butaca barata, anclado en los bajos fondos o en la peor de las compañías constituye una de las ventajas de la ficción.

Cocaína

En esta poética del cabreo se inscribe la primera novela de Daniel Jiménez, 'Cocaína' (Galaxia Gutenberg). Ya sólo por la visibilización de un vicio tan extendido en nuestra sociedad como es el del consumo de cocaína esta novela merece nuestro aplauso. Su protagonista se mete rayas desde la primera a la última página, igual que tu jefe, tú mismo o el presentador del telediario. La cocaína vertebra la vida del narrador, y del encanallamiento a que aboca esta afición nace un discurso demoledor contra la ciudad en la que vive, Madrid, contra sus gentes y sus modas, contra su hipocresía. En un estilo directo, que no impide la aparición puntual de páginas soberbias -hay un incendio narrado en un sola frase larguísima verdaderamente meritoria-, el camarero que protagoniza esta historia nos avisa de que la crisis económica puede tener también una consecuencia moral: el envilecimiento.

Además, 'Cocaína' es un simpático retrato de la literatura joven de nuestros días, y algunas apariciones de narradores o libros últimos, así como de los esfuerzos a menudo patéticos que hace uno por convertirse en escritor, resultan entrañables para los que conozcan el mundillo de las letras.

Gijón es “Sin City”

Más impresionante y sobrecogedora es la historia que encontramos en 'Érase una vez el fin' (Anagrama), la novela con la que Pablo Rivero sale de la marginalidad editorial. Nacido en Gijón en 1972, este autor convierte su ciudad natal en Sin City, o acaso Sin City sea un orfeón infantil comparado con el Gijón de Rivero.

Es un libro extraordinario, durísimo, escrito con la precisión poética más memorable de los últimos años de nuestra narrativa.

Genet, Onetti o Celine resuenan en unas páginas dedicadas a narrar la noche persecutoria de un pianista que adeuda varios miles de euros, noche en la que el narrador evoca decenas de vidas, desde las de sus familiares -que juzga sin piedad- hasta las de prostitutas, jubilados, drogadictos o inmigrantes. Todo es demoledor, irremediable.

“A los jóvenes de aquí no nos engañaban cuatro actores a la cabeza de una manifestación, con una pegatina en la solapa de una prenda de marca, cuatro progres millonarios que cuando se va la tele vuelven a La Moraleja a chuparse las pollas unos a los otros sobre butacas de cuero Connolly, aquí había que madrugar y había que pasar frío para vivir desde la aurora de los tiempos.”

Este protagonista, al igual que sucede con el de 'Cocaína', dice más sobre los márgenes de la sociedad mostrándose inmoral y cínico que cualquiera de esos sedicentes “narradores comprometidos” de nuestros días, que parece que lo más triste que han visto en su vida es un anuncio de lotería de Navidad.

Porque quizá a lo que hay que enfrentarse es a esto: “Buscaré un bar abierto, un taburete donde aparcar mi esqueleto y, después de beber, una puta desgraciada a la que maltratar si logro empalmarme.”

Habrán notado que los escritores españoles ponen más empeño en caer bien que en escribir bien. Practicar el elogio desmedido en Twitter o Facebook, firmar manifiestos en defensa de puras obviedades y escribir novelas sobre temas solidarios de moda son los tres tramos del camino del éxito. Todo el mundo quiere premiar un libro que desborda buenos propósitos.

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