Mala Fama
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Jamás saldrás vivo de este libro
La lectura de un diario puede llevar a experimentar auténtica conmoción si sus autores los escribieron hasta el último día de sus vidas, como sucede con el de Ricardo Piglia
Cuando aún no se le daba bien ser Vila-Matas, Vila-Matas concibió un libro que matara a quien lo leyera. Se tituló 'La asesina ilustrada' (1977) y, aprensiones aparte, no consta que ningún lector falleciera a media lectura o inmediatamente después de acabarlo. Matar a tus lectores, qué duda cabe, es algo con lo que sueña cualquier autor decente. Matarlos de gusto, de belleza, de admiración; dejarlos muertitos después de leer un libro que les ha parecido mejor que sus vidas. Pero los lectores siguen viviendo después de leerte y luego se mueren de cualquier otra cosa, incluso de viejos, cansados ya de leerse a sí mismos.
Sin embargo, hay libros mortales, todo un género literario necesariamente asesino, donde se muere mucho. Son los diarios.
Callar dos veces
La primera vez que me sobrecogí con un diario homicida fue con el de César González-Ruano. Como todos los perversos, Ruano tardó mucho en morirse; en concreto, 1.162 páginas. Fue leyéndolas cuando comprendí que un diario como Dios manda se lleva hasta que te mueres; que es morirte también en sus páginas —callar dos veces— lo que hace de un diario una gran obra. Escribir un diario para contar tu vida no tiene ningún interés; los diarios se escriben para contar tu muerte.
Un diario se lleva hasta que te mueres; es morirte también en sus páginas —callar dos veces— lo que hace de un diario una gran obra
Ruano se moría en su diario escribiendo menos, escribiendo mal —y cuánta muerte hay en escribir mal, amigos— y mentando mucho sus dolencias y los hospitales a los que iba. Solo los diarios nos cuentan cómo calla un hombre, qué silencio es ese de morirse.
Iñaki Uriarte lo ha detectado en el último de los suyos ('Diarios, 2008-2010', Pepitas de Calabaza) asustado de pronto, pero con mucho humor: “Al escribir un diario ya es una hazaña salir vivo de él”.
Aunque no lo dicen, pienso que llega un momento para todo diarista persistente en el que se pregunta si lo dejará antes de que las posibilidades de morir dentro de su diario se vuelvan muy elevadas. Mi diarista predilecto, Andrés Trapiello, me tiene muy preocupado por estas razones. Aunque le deseo la inmortalidad o los 100 años, también defiendo mi derecho, como apasionado lector de su 'novela en marcha', a que no me revienten el final.
Cuando ya no pueda
Todo esto se me ha ocurrido porque, finalmente, pude leer la tercera y última entrega de los diarios de Ricardo Piglia, titulada 'Los diarios de Emilio Renzi. Un día en la vida' (Anagrama). Qué cosa más grande, más triste y más Piglia, amigos.
Ricardo Piglia falleció en enero del año pasado y el último tramo de sus diarios se publicó en septiembre. Entonces uno lee la vida de alguien que ya ha muerto, y el hecho de que las páginas de su diario se vayan acercando poco a poco a un tiempo en el que no hay escritura posible acaba por dar bastante miedo. El mundo se va volviendo apocalíptico y antiliterario en el último cuarto de esta obra: “por primera vez en la historia, hay más escritores que lectores de literatura”, “la crítica es la más afectada por la situación actual de la literatura, ha desaparecido del mapa”, “vendo mi biblioteca, necesito espacio, conservo sólo quinientos libros”...
“La mano derecha está pesada e indócil pero puedo escribir. Cuando ya no pueda...”, leemos en la penúltima página. Y en la última: “Siempre quise ser sólo el hombre que escribe”.
Cerrar este libro es como decir adiós. Es un funeral literario. Creo que pocos funerales de verdad te dejan más arrasado que la última página de estos diarios, última página que no es la muerte, sino ese instante épico donde aún había vida.
Cuarentena
Me leí el libro de Piglia casi de una sentada —hasta he empezado a trabajar en la teoría de que los diarios hay que leerlos de una sentada, pues eso me pasa con los de Trapiello, Uriarte y muchos otros: es como si tuviera que alcanzar al autor en el tiempo—, y luego, sin dejar pasar ni cinco minutos —no se lo van a creer—, me leí también de un tirón otro diario, el de Eduardo Laporte ('Diarios 2015-2016', Pamiela).
Disfruté muchísimo de las entradas breves de Laporte (“Febrero se hace largo porque es corto”), un autor cercano a la cuarentena, con problemas y preocupaciones de cuarentón normal y corriente, que si Hacienda, que si las chicas, que si nieva. En su diario todavía no tiene sitio morirse.
Porque su lectura fue eso: volver a la vida. A veces es lo mejor que tenemos.
Cuando aún no se le daba bien ser Vila-Matas, Vila-Matas concibió un libro que matara a quien lo leyera. Se tituló 'La asesina ilustrada' (1977) y, aprensiones aparte, no consta que ningún lector falleciera a media lectura o inmediatamente después de acabarlo. Matar a tus lectores, qué duda cabe, es algo con lo que sueña cualquier autor decente. Matarlos de gusto, de belleza, de admiración; dejarlos muertitos después de leer un libro que les ha parecido mejor que sus vidas. Pero los lectores siguen viviendo después de leerte y luego se mueren de cualquier otra cosa, incluso de viejos, cansados ya de leerse a sí mismos.