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Memoria y refutación de El Rastro
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Alberto Olmos

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Memoria y refutación de El Rastro

Andrés Trapiello inmortaliza el popular hito turístico madrileño en su nuevo libro, aunque no todos comparten su pasión por este mercado callejero

Foto: Puesto en el Rastro de Madrid. (Javier Barbancho/Reuters)
Puesto en el Rastro de Madrid. (Javier Barbancho/Reuters)

Algunos años antes de vivir en Madrid, siempre que mis padres nos traían a la capital, y después de pasear por Argüelles con nuestra tía peluquera, íbamos al Rastro a que nos robaran. Mi padre lo dejaba bien claro justo antes de meternos en el jaleo: “Ojo, que aquí roban”. Entonces se llevaba la mano al bolsillo del pantalón donde guardaba la billetera, y la sujetaba con fuerza. Ese gesto era toda una lección de vida, y sus hijos la aplicábamos de inmediato. Recorríamos el Rastro con la mano pegada al dinero, palpándonos sin cesar las monedas y los sugus, no fuera a faltarnos el morado. También mirábamos mucho por encima del hombro, pues nunca habíamos visto un ladrón de cerca y no era cosa de perdérselo.

Uno de mis hermanos, pasados los años, vino de nuevo a Madrid, un domingo, cuando yo era ya muy madrileño, y me enseñó en una terraza de Lavapiés una billetera flaca que llevaba en el bolsillo trasero del pantalón. Voy al Rastro, me dijo. Abrió la billetera y no estaba tan vacía. Un papel cuadriculado, y doblado en dos, ocupaba el sitio de las monedas, en ese compartimento tan cuco que forma el cuero. En el papel mi hermano había pintado con bolígrafo una peineta, esto es, un puño cerrado con el dedo corazón enhiesto, la venganza de toda la prole. Mi hermano no ha podido quitarse nunca las ganas de que le roben en el Rastro, y va provocando.

Iba al Rastro a ver si allí se saldaban mis libros, que, al contrario de lo que se piensa, es la prueba más evidente de su éxito (no estaban)

Yo ahora vivo a tres minutos de la plaza del Campillo del Mundo Nuevo, donde arranca el Rastro, con los libros además, y algunas plantas. No voy nunca. Después de que nadie me robara en la adolescencia, y de que, más adelante, fuera a ver si allí se saldaban mis libros, que, al contrario de lo que se piensa, es la prueba más evidente de su éxito (no estaban), me hice snob y decidí que el Rastro era una mierda. Cuando vienen mis padres les dejo ir solos hacia el peligro. No les han robado nunca, y eso es algo que mi padre no puede permitirse. Aquí roban, dijo, decía, sigue pensando; y por eso no deja de venir.

Teoría y práctica

Andrés Trapiello ha hecho por fin su libro sobre el Rastro y, como supondrán, no podría interesarme menos si lo hubiera escrito otro. Pero Trapiello es devoción en Puerta de Toledo, así que he abierto el libro para recuperar tanto tiempo perdido entre ladrones (descuideros, entonaríamos) y tenderetes, y multitudes y turistas, y trastos viejos completamente apartados de la vida. El libro se titula 'El Rastro. Historia, teoría y práctica' (Destino), y lo más bonito será verlo saldado en el propio Rastro.

placeholder Andrés Trapiello - 'El rastro'
Andrés Trapiello - 'El rastro'

Trapiello afirma que ha ido allí unas dos mil veces, y que acude siempre muy de mañana, cuando hay poca gente y pueden encontrarse los tesoros. Trapiello no dice “tesoros”, pero es lo que una novia japonesa que tuve pensaba que íbamos a encontrar allí, cuando me obligó a llevarla en 2005. Lo decía la guía japonesa que se trajo del Japón, que en el Rastro no se exhibía el sedimento de todo un país, sino cuadros de sus mejores pintores (de Velázquez mismo), y a cien euros. Este mito de los cuadros lo he leído también en 'Off side', la excelente novela de Torrente Ballester donde el lienzo locatis tiene tanto peso, y sale siempre del Rastro.

“Se levanta pronto para estar más tiempo de más”, dirían en mi pueblo de Trapiello, sabiendo además que es escritor. Esta frase había que colarla porque le da mucha profundidad al artículo.

Mega

Seguramente El Rastro me gustaría más si fuera televisión, y no un libro de Andrés Trapiello. Hace años que veo en Mega un programa que se llama '¿Quién da más?', que es la cumbre absoluta de la historia entera de la televisión. Va de basura. En Estados Unidos funcionan muy bien las empresas de trasteros, esos cubículos donde la gente deposita el sobrante de su vida, por si algún día les falla la nostalgia. Los trasteros que dejan de pagarse pasan a ser propiedad de la empresa de trasteros, que los subasta entre comerciantes del ramo de la segunda mano. Al igual que en el Rastro, en un trastero puede uno encontrar cualquier cosa, incluidos los tesoros que dicen las guías japonesas. Pero normalmente no hay nada, bicicletas, nada de valor, camas cojas, nada que no sean colecciones de sellos, balones sin aire, cuchillos del banco o siete mil discos compactos sin abrir. Es el resumen más preciso de la vida que llevamos. Consumir y soltar lastre. Dejar, sí, rastro.

“Al Rastro va la gente, aunque no lo sepa, a buscar su pasado”, escribe Trapiello, que seguro que no ve Mega. Mucho pasado tienes que tener para ir a buscarlo dos mil veces. También es verdad que del presente nuestro autor ha sacado diez mil (sus diarios), como si fuera el mariscal de campo Erwin Rommel, y le pasaran cosas.

Lo cierto es que la mayoría de la gente no va al Rastro a buscar su pasado, sino un bar. O la foto de su guía de Madrid donde dice que hay que ir al Rastro. O (mi padre) que le roben, que es lo mejor que te puede pasar si sales de tu pueblo: volver con una afrenta.

Pero la frase de Trapiello es bonita, qué duda cabe.

El Rastro, no lo sé. Leído mejora. En foto antigua mejora. Cuerpo a cuerpo, prefiero Ikea, que es el Rastro de la posmodernidad, donde la gente busca futuros impronunciables, Västanby, Grönlid, Ingolf; pasados, en fin, que no se puedan recordar.

Algunos años antes de vivir en Madrid, siempre que mis padres nos traían a la capital, y después de pasear por Argüelles con nuestra tía peluquera, íbamos al Rastro a que nos robaran. Mi padre lo dejaba bien claro justo antes de meternos en el jaleo: “Ojo, que aquí roban”. Entonces se llevaba la mano al bolsillo del pantalón donde guardaba la billetera, y la sujetaba con fuerza. Ese gesto era toda una lección de vida, y sus hijos la aplicábamos de inmediato. Recorríamos el Rastro con la mano pegada al dinero, palpándonos sin cesar las monedas y los sugus, no fuera a faltarnos el morado. También mirábamos mucho por encima del hombro, pues nunca habíamos visto un ladrón de cerca y no era cosa de perdérselo.

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