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Hasta el cubo de la basura es mío (Cuento de Navidad)
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Alberto Olmos

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Hasta el cubo de la basura es mío (Cuento de Navidad)

Déjenme llevarles hoy por las calles navideñas de Madrid, esquivando los regalos de los niños y los patinetes eléctricos que algún día matarán a un niño...

Foto: Camión de recogida de basura en Madrid. (EFE)
Camión de recogida de basura en Madrid. (EFE)

Déjenme llevarles hoy por las calles navideñas de Madrid, esquivando los regalos de los niños y los patinetes eléctricos que algún día matarán a un niño, bajo el alumbrado exquisito de las calles del centro, que deviene neón de pueblo en los barrios de la periferia, hasta llegar, sí, amigos, a un cubo de la basura, que no está.

El cubo de la basura debía ser amarillo, pues era amarillo el día según el calendario de los detritus: jornada de recogida de plásticos. Yo bajé, perdonadme, con cinco bolsas de basura llenas de botellas, embalajes, zarandajas, todas en plástico multicolor ya aplastado dentro de las bolsas blancas de basura, que eran en verdad del súper, de ahí al lado. Lo que más me gusta de reciclar correctamente el plástico es que reciclo hasta la bolsa de plástico que me dan en el supermercado, puesta en abismo que tiene un no sé qué de encantador.

Así que este narrador e intendente bajaba un miércoles o un viernes, o un domingo, pero no navideños (hemos traído el lance a la Navidad para darle más sabor), un día de otoño, en fin, cinco basuras correctísimas por las escaleras, en verdad estrechas -no hay ascensor en su casa: oh, la Navidad, qué triste es- de su finca, con intención de depositarlas en el cubo susodichamente amarillo, que debía estar esperándole junto al cubo gris de tapa naranja, para proceder a su desaparición definitiva. Y pensaba, quizá, este hombre constelado de basura en la inconcebible cantidad de plásticos que genera una casa, una casa normal y corriente con una niña normal y corriente, única. Cinco bolsas en apenas tres o cuatro días, acumuladas no sólo por el propio correr del consumo, sino por una pereza puntual que hizo que ahora fueran cinco las bolsas, cuando dos días antes eran sólo dos, y no las tiró.

Pensaba, quizá, este hombre constelado de basura en la inconcebible cantidad de plásticos que genera una casa normal y corriente

También pensaba -y es que nuestro hombre es, eso, un hombre, y le da por meterse, privadamente, en innumerables dilemas; pensaba-: ¿bajan todos los hombres en pareja de la ciudad la basura siempre, o la bajan las demás parejas paritariamente? Porque en su casa la basura siempre la bajaba él. No es que se quejara, pero en trance de bajar la basura se piensa ya el mundo muy por lo llorón.

El caso es que no estaba el cubo amarillo para tirar los plásticos, asunto que obviamente tenía fácil salida: mirando calle abajo, los cubos de los edificios vecinos armaban sin querer un intermitente camino de baldosas de basura amarilla para sus sueños de ligereza. Llevar tanta basura encima no es algo que le guste a un poeta.

De modo que nuestro poeta, nuestro hombre, yo y perdonadme, inició el camino de Oz y de basura con no poca incomodidad, pues eran muchos los peatones que en ese momento iban y venían, viendo a un hombre que era todo él un árbol de Navidad de la basura, con dos bolsas en una mano y tres en la otra, y una prisa como de estar haciéndose pis llevándole hacia el portal del vecino.

Este poeta, como se dijo, piensa cosas, y pensaba entonces -o siempre- en los escritores del mundo, y en cómo le resultaba imposible imaginarse a determinados escritores bajando la basura de sus casas. ¿Realmente este autor almibarado, este hombre entregado a los grandes dilemas, este novelista (estamos tratando de poner tres ejemplos, aunque parezcan el mismo hombre) fenomenal y formidable podría ser encontrado un día, hoy mismo, con una bolsa de basura en la mano? Era inaudito. Tanto, que un suplemento literario debería hacer un reportaje con varios escritores afamados sacando la basura de sus casas: la bolsa en una mano, y en la otra, sus libros. ¡A lo mejor luego al abrir el cubo se confunden de despojo!

¿Realmente este novelista fenomenal y formidable podría ser encontrado un día, hoy mismo, con una bolsa de basura en la mano?

A lo que vamos con este cuento de Navidad es a que nuestro crítico bajó su calle hasta alcanzar el cubo amarillo del edificio vecino, lo abrió y echó en él sus cinco bolsas. Estaba apretando con fuerza la tapa -el cubo andaba ya muy lleno- cuando levantó la vista y vio salir del portal a una señora de unos sesenta años, con un perrito, también de sesenta años, muy pequeño. Un calambre de gruesa entidad le recorrió vértebra a vértebra la columna vertebral. Anoten que sé que merodeo la redundancia.

El calambre y el hombre siguieron su camino. Cerrada la tapa del cubo, echó a andar libre de la carga arrugada de tanto plástico inconcebible. Subía la calle y notaba a sus espaldas los pasos de la señora y, del perro, los pasitos. Que tenga manía persecutoria no quiere decir que no me persigan, dejo asentado Woody Allen.

Y, en efecto, cuando nuestro héroe reciclado (o del reciclaje: toda la gloria literaria se le va a uno eligiendo mal la metáfora) sacó la llave de su casa y la introdujo en el portal, la señora del perrito tuvo a bien conminarle: Eh, dijo, eh.

La conversación que sobrevino fue así de edificante:

La señora: Ha tirado usted su basura en nuestro cubo.

El poeta: Sí.

La señora: Pero usted vive aquí.-Señala.

El hombre: Sí.

La señora: Entonces no puede tirar su basura en nuestro cubo.

El héroe: Ah.

Y el héroe dio unos pasos dentro de su portal.

La señora: Soy la mujer del presidente de la comunidad.

El poeta: Denúncieme.

Y el poeta cerró la puerta de su portal.

Había actuado según la ley del mínimo esfuerzo, y es preciso explicarlo. Nuestro hombre notó enseguida en la señora que la basura no iba con ella, sino la oportunidad que la basura le daba de humillar o ponerse por encima de alguien; de convertir a alguien en basura. A veces uno busca tener razón sólo para desplomarla sobre otro más débil, inmejorablemente un poeta. Sin embargo, nuestro crítico literario había tenido tiempo mientras recorría la calle de vuelta a su casa de mentalizarse sobre el conflicto que le acechaba, y una vez que se le vino encima actuó con mucha mayor entereza de lo que podía preverse.

Nuestro hombre notó enseguida en la señora qla oportunidad que la basura le daba de humillar a alguien; de convertir a alguien en basura

Resultaba digno de realce (incluso como apunte de utilidad estrictamente narrativa), pensó nuestro héroe, que aquella mujer hubiera esperado a que él llegara a su casa para echarle la bronca. La señora no quería fallar el tiro. Esto es, se había asegurado de que su crueldad tuviera un destinatario cierto, no fuera a ser que ella descargara su reconvención sobre un fulano que, en verdad, le estaba sacando la basura a un amigo, después de visitarlo.

Pero lo más admirable, con todo, salvando el detalle de los lazos de aquella mujer con nada menos que todo un presidente de comunidad (de vecinos), era el hecho en sí: que su cubo de la basura era suyo, por mucho que, seguramente, no hubiera ella en persona tirado la basura en ese cubo nunca en la vida. ¿Qué clase de mundo es éste?, pensó el poeta, mientras subía penosamente las escaleras hacia su casa. No era que la gente no te diera su dinero o su amor: era que te negaba hasta su cubo de la basura. Un mundo donde la gente no puede tirar la basura en el cubo del vecino es un mundo donde no merece la pena vivir, y menos aún generar basura. ¡Tiremos la basura en los cubos de los demás, hagamos la revolución!

Porque esta señora, diciendo que su cubo de la basura era sólo para su basura, proponía una suerte de masoquismo social. ¿Prefería acaso la buena mujer que nuestro crítico dejara las bolsas en mitad de la acera? ¿Acaso no era peor incluso para ella misma que sus vecinos emporcaran la calle donde ella vivía con tal de que no usaran su cubo de la basura? ¿O acaso pretendía la doña que el poeta se subiera de nuevo a casa las cinco bolsas de basura e iniciara un episodio Diógenes que desembocara en una epidemia que saliera en las noticias y revelara la magnitud de la podredumbre de su propio barrio?

Déjenme llevarles hoy por las calles navideñas de Madrid, esquivando los regalos de los niños y los patinetes eléctricos que algún día matarán a un niño, bajo el alumbrado exquisito de las calles del centro, que deviene neón de pueblo en los barrios de la periferia, hasta llegar, sí, amigos, a un cubo de la basura, que no está.

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