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Ni un gramo de belleza, alegría o suerte en el cáncer: solo horror
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Alberto Olmos

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Ni un gramo de belleza, alegría o suerte en el cáncer: solo horror

El optimismo bienintencionado con el que se trata esta enfermedad oculta el horror real de su padecimiento

Foto: Pau Donés, en un momento del videoclip de 'Eso que tú me das'
Pau Donés, en un momento del videoclip de 'Eso que tú me das'

Es cierto que uno puede sobrevivir al cáncer, sobre todo si no lo tiene. Recuerdo un programa de salud en La 2 en la que hablaban del cáncer de próstata. Venía a decirnos que todos los hombres sufriríamos cáncer de próstata si no fuera porque otras enfermedades o accidentes nos matan antes. Me pareció todo un consuelo en ese momento —quizá contaba uno 20 años— saberse disputado por varias maneras horribles de morir, y que solo una de ellas pudiera ganar competición tan letal, y enseñorearse de tu biografía. Entonces, dando el cáncer por hecho, todo consiste en bajarse del tren un poco antes de esa estación. Después del cáncer, no hay más estaciones.

Nos han dejado en las últimas semanas tres personas famosas que padecían cáncer: el cantante Pau Donés, el exfutbolista y presentador de televisión Michael Robinson y la actriz Rosa Maria Sardà. Yo estuve a punto de ser la persona más odiada de España cuando se me ocurrió hacer un artículo contra los dos primeros.

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Ambos llevaron la enfermedad hacia fuera y con humor, y cierto anómalo entusiasmo. Robinson rebajaba la gravedad del caso afirmando que, a fin de cuentas, el cáncer solo te mata una vez. Donés lo llamaba “el cangrejo”. Estaban muy activos, entre retransmisiones deportivas, entrevistas, libros, discos, anuncios públicos y muestras de apoyo.

El horror y el padecimiento del que yo era testigo no tenían nada que ver con lo que Donés y Robinson transmitían

Todo esto sucedía mientras yo contemplaba por primera vez en mi vida un proceso similar en un familiar. El horror y el padecimiento del que era testigo no tenían nada que ver con lo que Donés y Robinson transmitían. Cada dos o tres meses, al hilo de una declaración de alguno de ellos, me venían esas ganas desapacibles de salir a reconvenirles, a contraponer a su relato casi regocijado una verdad que yo tocaba cada día: no hay ni un gramo de belleza, suerte o alegría en tener cáncer. Me irritaba el tiempo que dedicaban a naturalizar una enfermedad que te pasa por dentro como una tuneladora, te deja exhausto y te obliga a tratamientos médicos que, de nuevo, te pasan por dentro como una tuneladora y te dejan exhausto. Toda la gente enferma de cáncer que vi en ese periodo no estaba para dar entrevistas o trabajar siquiera; tampoco estaba para ponerse optimista solo porque socialmente lo valoremos mucho.

Ganas de acabar

En la planta de oncología del Hospital La Paz de Madrid no vi nunca a nadie con ganas de vivir, sino con ganas de acabar. De acabar con el cáncer o con su vida: de acabar con todo. De vez en cuando, los celadores pedían a enfermos y familiares que se recluyeran durante unos minutos en las habitaciones. Entonces, una camilla esquelética y niquelada, que llevaba sobre su armazón una especie de ataúd fantasmal —apenas una caja alargada hecha con tela negra—, era empujada velozmente por dos enfermeras para retirar de uno de los cuartos el cadáver de alguien que acababa de morirse allí mismo de cáncer. Cuando los domingos venían unos músicos a tocar el violín en medio del pasillo decrépito de la planta 14, no era bonito. Era muy triste. Yo diría incluso que de mal gusto.

Reprimí por fortuna mi deseo de hacer ese artículo contra la visibilización del cáncer como una enfermedad que no solo no te impide vivir sino que, en cierta medida, te da oportunidades y te enseña cosas y te vuelve más cariñoso con todo el mundo, cabriolas todas ellas que están muy lejos de corresponder con la gimnasia de sufrimiento de la que yo fui testigo. Pensaba escribir cosas verdaderamente horribles en ese artículo. Ni se lo imaginan.

Pensaba escribir cosas verdaderamente horribles en ese artículo. Ni se lo imaginan

La muerte primero de Michael Robinson y luego de Pau Donés me impresionó mucho. La de Donés, en concreto, me ha dado mucha pena, por sus enormes similitudes con la muerte que viví. “Qué lento muero”, decía la mujer de Sándor Marái después de meses de hospitalización. Morir de cáncer se hace eterno. Nadie debería pasar una eternidad viéndose morir.

Puede parecer sorprendente que la opinión que he conocido solo ahora de Rosa Maria Sardà respecto al cáncer me haya consolado e incluso agradado, de alguna manera, dado que la actriz nos ofreció sobre todo palabras completamente desesperanzadas. “El cáncer es invencible, esto no se trata de una lucha”, declaró a Jordi Évole. “Es una cuestión de que los que se ocupan del tema tengan más o menos tino a la hora de programar ciertas medicaciones, pero no se trata de ningún 'match' para ver quién gana, porque el cáncer siempre termina ganando.” “No siempre”, oponía Évole.

Sardà sí hablaba de lo que yo viví, y me atrevo a decir que de lo que todos los enfermos de cáncer avanzado y sus familiares viven. Primero, la impresión de firme sentencia de muerte cuando se produce el diagnóstico, anuncio que es solo un poco menos devastador que la propia muerte cuando llega. Entre medias, lo que llamamos 'luchar' contra el cáncer, que para ti no es sino una batalla contra la idea misma de que tu padre, hermano, amiga o hijo vaya a morirse. Hay momentos en que llegas a creer, contra toda evidencia, que va a curarse. Para esa ilusión de supervivencia están la quimioterapia, las operaciones y los planes de nuevas operaciones. Y Houston, cómo no. Tal como afirmaba Sardà, yo no vi a oncólogos sabiendo lo que hacían, sino muy exactamente no teniendo ni puta idea de lo que hacían: solo probaban distintas dosis, mezclas aparatosas de químicas innombrables mientras recetaban decenas de medicamentos menores para atajar el propio mal del medicamento mayor.

Porque una cosa que te puede matar antes que el cáncer es el propio tratamiento contra el cáncer, según aprendí.

Al ser la primera vez que vivía paso a paso un proceso de estas características, debo decir que me sentí bastante engañado en todo momento. De hecho, la vida entera parece un engaño al ver lo que hace con ella, por dentro y por fuera, la tumoración.

Como es lógico, cada cual puede contar su propia historia, y las habrá con final feliz y resultados milagrosos y superaciones definitivas. Bien está. Yo solo quería dar un apunte sincero y pesimista sobre esta desgracia, nombrarla oscuramente y poner la palabra precisa en el centro de la experiencia: el horror.

Es cierto que uno puede sobrevivir al cáncer, sobre todo si no lo tiene. Recuerdo un programa de salud en La 2 en la que hablaban del cáncer de próstata. Venía a decirnos que todos los hombres sufriríamos cáncer de próstata si no fuera porque otras enfermedades o accidentes nos matan antes. Me pareció todo un consuelo en ese momento —quizá contaba uno 20 años— saberse disputado por varias maneras horribles de morir, y que solo una de ellas pudiera ganar competición tan letal, y enseñorearse de tu biografía. Entonces, dando el cáncer por hecho, todo consiste en bajarse del tren un poco antes de esa estación. Después del cáncer, no hay más estaciones.

Cáncer Pau Donés
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